Revista Cultura y Ocio

Mi oficina es el mundo – @asier_triguero

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

“Es imposible, no puede ser… he malgastado otro día más, la vida no puede ser tan lamentable. A veces tengo la sensación de que mi oficina es el mundo”, piensa. Su rutina semanal se parece a una matrioska que ni el turista con menos criterio compraría. Comienza el lunes sabiendo que ése será por siempre su tamaño máximo y que su interior alberga un limitado y menguante número de copias que van perdiendo calidad.

Su trabajo es tan trepidante como un cupón descuento en menaje del hogar con caducidad de dos meses. Cuestiones administrativas, no hay que concretar más. Tal vez, por difuminar algo el gris, se puede señalar que los miércoles huele demasiado a pies en los pasillos y que su compañera de cubículo no es capaz de iniciar una charla telefónica sin toser antes dos veces exactas y siempre con el mismo sonido: como chatarra cayendo al suelo desde una altura media. Ayer se permitió trasladarse imaginariamente a otro mundo (uno inexistente fuera de su oficina) y divagó acerca de las posibilidades que podría tener con ella, su compañera de cubículo, la mujer de la tos pre-charla telefónica. La verdad es que últimamente dedica una gran suma de tiempo a esta labor a lo largo de su aburrida semana, sobre todo desde aquella vez que le preguntó: “voy a por un café, ¿quieres uno?”. Nunca antes se había fijado en ella de esa forma, pero estaba claro, ella misma se lo había buscado, nadie pregunta si quieres un café de esa forma a no ser que se quiera algo más. La mujer de la tos pre-charla telefónica es algo mayor, tendrá unos ocho o nueve años más y sólo tose antes de hablar por teléfono, como si se aguantase todas sus ganas para ese momento. Bah, minucias, algo que puede soportar.

“Si me dejaras morderte ligeramente la barbilla…” piensa, “si me dejaras mordértela te gustaría tanto que caerías rendida a mis pies. Desde aquel día en que se acercó y le ofreció un café de esa forma, pasa las horas definiendo el tono crema-casi-color-carne de sus bragas. Ya no piensa en esa jovencita a la que ve todos los días en el andén contrario del metro y que siempre lleva consigo una bolsa de deporte. Antes de que la mujer de la tos pre-charla telefónica irrumpiese de tal manera en su vida, saboreaba los minutos de espera observando la desganada y medio rota cremallera de su bolsa de deporte, la cual dibujaba una sensual grieta por la que imaginaba manar el agrio y delicioso olor de su esfuerzo. Ya no siente la necesidad de hacerse una sopa con su sujetador deportivo, no; ahora los tobillos de esa acalorada chiquilla de brillantes mejillas no truenan en su cabeza y no sufre la necesidad de aferrarlos con fuerza, no. Ahora todo lo que necesita es morder ligeramente la barbilla de esa mujer que le saca algo menos de una década… y todo por la forma en la que le ofreció un café aquel día.

Gracias a aquel maravilloso momento, ya no dispara a los transeúntes por la noche con su escopeta de aire comprimido desde el ventanuco de su buhardilla. Incluso ha reducido considerablemente las horas que dedica a ver porno lésbico mientras chupa los polos de una pila de petaca, llora menos en la ducha y ha dejado de gustarle la cebolla cruda.

“Si me ofreces un café hoy no tendré más remedio que jurarte amor eterno mordiéndote ligeramente la barbilla delante de toda la oficina. No más jovencitas deportistas, no más disparos nocturnos por la espalda… sólo tú y yo… y tu barbilla… Por las noches nos inflaremos de helado vistiendo nuestros pijamas sucios, beberemos té los martes, te enseñaré el museo del lápiz y, en la sala principal, debajo de la enorme barra de grafito, te pediré matrimonio y nos importará un bledo lo que piensen los demás, porque tú, el día de mi trigésimo segundo cumpleaños, me ofreciste un café de esa forma y yo capté tu mensaje. Que se joda el mundo y la gente de la oficina; aceptarán nuestro amor y los que no lo hagan pasarán el resto de sus días junto a pezuñas, mi perro, troceados en el congelador. Creo que tus bragas de hoy son del mismo tono que el café latte. ¿No te lo he dicho aún? Me he comprado unas iguales y las llevo puestas ahora mismo. ¿Te gustaría verlas? Imagino que te las quito para ponérmelas sobre las mías… no, para vendarte los ojos y después graparte un folio sobre la tersa piel de tu pálido muslo”.

Dos toses cortas de duración exacta que suenan igual que chatarra cayendo desde una altura media interrumpen sus divagaciones; su compañera de cubículo ha recibido una llamada. Un hombre calvo con el abrigo lleno de gotas de lluvia se dirige con la lentitud de una tarde noviembre hacia su mesa. Escasos metros antes es interceptado por un señor que parece lavado a la piedra y que lleva unos folios amarillentos en su mano, los agita cerca de la cara del hombre calvo con el abrigo lleno de gotas de lluvia y éstos parecen llamar su atención; ambos se detienen junto a una planta de plástico para hablar de cosas aburridas que pertenecen al mundo de la oficina. Hoy es su cumpleaños y ha tenido que cerciorarse de tal cosa mirando su carnet de identidad. Es el aniversario del día en que su compañera de cubículo irrumpió en su vida de aquella manera. Observa el calendario que se aburre como todo lo que hay sobre su mesa. Diez de noviembre. Vuelve a sacar su carnet de identidad de la cartera. Pone claramente: Yolanda ***** *****. Fecha de nacimiento 10/11/1981. Un teléfono cae con energía sobre su base, su compañera de cubículo, la mujer de la tos pre-charla telefónica, ha acabado de hablar, una silla se acerca arrastrando sus ruedas sobre la aburrida moqueta.

—Yolanda, voy a por un café a la máquina, ¿quieres uno? —pregunta.

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