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Miedo concentrado en pequeñas dosis: El caserón de las sombras

Publicado el 09 enero 2013 por 39escalones

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Aquí tenemos a Boris Karloff, todo un gentleman en su vida personal que, sin embargo, gustaba de aterrar a féminas de toda clase y condición en la pantalla, a punto de hincarle, suponemos que el diente, a la rubia Gloria Stuart (centenaria actriz que, por ejemplo, todavía se dejó ver en la abominable Titanic de James Cameron, en 1997). Karloff es, desde luego, la mayor atracción inicial de El caserón de las sombras (The old dark house, 1932), película dirigida por James Whale justo después de apuntarse su gran, inmortal éxito con El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931). Precisamente, la cinta se inicia con un letrero de advertencia, no en la línea del mensaje de la película anterior, en la que se ponía sobre aviso al espectador acerca del tremebundo horror que iba a presenciar, sino, en este caso, para eliminar especulaciones sobre la identidad del actor que había encarnado al monstruo ideado por Mary Shelley en la precedente producción de Whale. En los créditos de reparto de El doctor Frankenstein,  la identidad de la criatura quedaba camuflada bajo unos interrogantes que, a la vista del revuelo levantado, James Whale quiso cortar por lo sano mediante un mensaje al comienzo de El caserón de las sombras, que acabara así con todas las dudas. Pero Karloff, con todo lo que lo rodeaba en aquel momento, es sólo la máxima atracción inicial del film; en cuanto comienza el metraje, no obstante, comprobamos que no es ni mucho menos la única, ni siquiera la más importante.

Nos encontramos en una noche de perros en una zona rural de Gales. Una terrible tormenta, con gran aparato de truenos, relámpagos y lluvia torrencial, provoca que el matrimonio formado por Philip y Margaret Waverton (Raymond Massey y Gloria Stuart) y el sarcástico vividor Mr. Penderel (Melvyn Douglas), se extravíen durante su viaje en coche, no sabemos desde dónde ni hacia dónde… Perdidos, desesperados y hambrientos, además de temerosos por los corrimientos de tierras y las inundaciones que amenazan su tránsito por carreteras y caminos (lo cual no impide a Penderel arrancarse con unos cuantos versos de una popular canción relativa a la lluvia, nada menos que Singin’ in the rain, veinte años antes del famoso número musical de Gene Kelly), los viajeros llegan a un tenebroso caserón en el que son recibidos por el arisco Morgan (Karloff), el criado mudo de una pareja de ancianos hermanos en los que pronto sospechan un extraño comportamiento, Horace y Rebecca Femm (Ernest Thesiger y Eva Moore). Horace es un viejo pusilánime, débil y miedoso; ella es un torbellino, malencarada, antipática, vulgar, gritona y sorda como una tapia. Pero la mezcla, a pesar de que se avengan a acogerlos durante la noche e incluso a ofrecerles algo de comer, resulta más que inquietante a los viajeros, poco a poco sugestionados por el tétrico ambiente en el que se encuetran, y amenazados por la siniestra presencia del criado, que además de ser mudo se maneja con unos modales poco prometedores. La posterior llegada de otra pareja de viajeros, Sir William Porterhouse (Charles Laughton) y su amante, una corista llamada Gladys (Lillian Bond), es el pistoletazo de salida para la espiral de miedos, amenazas, violencia y riesgo para la vida de los viajeros que tiene mucho que ver con los misterios que acechan en los pisos superiores de la casa, perdidos en la oscuridad y el silencio, pero desde los que llegan angustiosos gritos y ruidos tan sospechosos como inquietantes, y que tienen que ver con el apergaminado padre de los hermanos, ya centenario, que está enclaustrado en su habitación, la muerte años atrás de una de sus hermanas, que sufrío una larga y terrible enfermedad, y también con la mención a un oscuro personaje, Saul, el otro hermano de la pareja.

Lo más destacado, de entrada, de la película, además de la presencia de Karloff como un cuasi-hombre lobo barbado y gruñón, es la atmósfera creada por Whale, típica de los productos de Universal por aquellos años, y en la misma línea sombría y funesta de Frankenstein. Los elementos típicos del género (tormenta, aislamiento, caserón de tenebrosas dependencias, los juegos de luces de velas y candelabros y el reflejo de las sombras en las paredes, presencias amenazantes, secretos que esconden un riesgo directo para la vida si se destapan…) se entremezclan con los guiños humorísticos, la ironía y el sarcasmo que caracteriza los personajes de Penderel y Poterhouse, con dos grandes como Douglas y Laughton en su salsa, disfrutando con sus personajes desenvueltos y lenguaraces pero de lo más opuestos: vividor empobrecido uno, millonario heredero el otro. Además, nos encontramos en un periodo anterior al Código Hays, razón por la cual se percibe cierta relajación en lo que suele ser la forma de retratar determinados aspectos del erotismo femenino: nada más llegar al caserón, la señora Waverton solicita cambiarse la ropa mojada; en una sombría habitación, Margaret se despoja tranquilamente de su ropa y se queda en combinación ante la chimenea mientras recae sobre ella la escrutadora mirada de la señora Femm, que parece juzgarla negativamente por la ligereza de su comportamiento, o quizá envidiarla por la lozanía y juventud de sus carnes.

Cuando la película, de brevísima duración (apenas 72 minutos), se vuelca decididamente en el misterio, los aspectos románticos y cómicos prácticamente desaparecen hasta el epílogo final, y es el terror, el horror, el que lo domina todo. Los peligros son múltiples y variados, desde los lúgubres gritos que proceden de los pisos superiores hasta las ansias del borracho Morgan por someter a sus, sospechamos, libidinosos deseos, a la señora Waverton, y Whale se mueve a gusto creando situaciones tensas tras cada puerta, en el rellano de la escalera, el la penumbra mal iluminada de las velas o en una habitación oscura. Y, como en Frankenstein, el poder redentor y purificador del fuego goza de gran protagonismo en el colofón de una noche de terroríficas angustias en las que, por puro azar, se ha visto envuelto un grupo de heterogéneos personajes que permiten a Whale, soterradamente, ir más allá del mero cine de terror y apuntar, breve y superficialmente, otras cuestiones relativas a la realidad social o también a las costumbres de la vida de pareja.

Una película interesante y, como siempre en Whale, sorprendentemente dinámica y moderna pese a su fachada de blanco y negro de 1932, cuya factura clásica remite a los lugares, comunes pero a día de hoy todavía vigentes y de lo más efectivos, del terror gótico y de fantasmas, pero cuyos horrores resultan ser mucho más terrenales y humanos que infernales.


Miedo concentrado en pequeñas dosis: El caserón de las sombras

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