Mis rulos y yo: una historia con final feliz

Si hay algo que caracteriza a muchas mujeres es que pasamos años queriendo y añorando aquello que no tenemos: las de rulos queremos el pelo lacio, las de pelo lacio quieren rulos, si somos bajitas morimos por ser altas, si tenemos mucho busto queremos poco y somos morochas vamos a intentar en algún momento de nuestras vidas ser rubias.

En mi caso debo confesar que mis rulos y yo tenemos una historia de amor y odio que lleva ya casi toda mi vida. De adolescente los odiaba a tal punto que probé todo los sistemas de alisados posibles en creo yo el 90% de las peluquerías cerca de mi casa, desde las más económicas hasta las top-class.

Salía de la peluquería divina, con el pelo bien lacio y un olorcito increíble. Te pedían que no te lavaras el pelo por tres días que yo hacía cuatro como para estar segura que el resultado final iba a ser el mismo. Pero no había caso: pasaba por el lavado en mi casa y la magia se terminaba. Ahí sí, no quedaba ni una cosa ni otra. Bueno, en realidad quedaba algo espantoso. Al final, siempre guardaba el ticket para poder ir a reclamar.

Varios años tarde en entender que mis rulos no se iban a ir a ningún lado, que estaban para quedarse y que lo mejor que podía hacer era intentar amigarme con ellos. Lo charlamos: mis rulos y yo. Fue una ida y vuelta de ideas, de propuestas, de ceder y buscar puntos de encuentro, hasta que logramos un acuerdo que digamos se mantuvo a lo largo de los años.

Hoy, amo a mis rulos. Gracias a las cremas de peinar y a los productos específicos para nosotras, cada día están más lindos, con más formas, logrando estar sueltos, con cuerpo, con vida. Los adoro. Me gusta probar opciones de cremas e ir cambiando. Invierno y verano son distintos y cuando la humedad llega para quedarse hay que salir con munición gruesa.

Como la maternidad me atraviesa, esta historia me hace reflexionar en qué va a pasar cuando mi hija me diga que odia su pelo. ¿Está bien que le insista que así como está es hermoso?

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