Revista Cine

Mitos en technicolor – Orfeo negro (Orfeu Negro, Marcel Camus, 1959)

Publicado el 15 mayo 2015 por 39escalones

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En Brasil, Orfeo negro (Orfeu Negro, Marcel Camus, 1959) no despertó muchas simpatías en un primer momento. Como ha ocurrido tantas veces en el cine occidental situado en países en vías de desarrollo (en ocasiones, como sucede con Brasil, futuras economías emergentes de cinematografías más que estimables), se acusaba a la película de fomentar, desde una perspectiva neocolonialista, una visión folclórica y pintoresquista de los tópicos más extendidos sobre el país, en especial el carnaval, la música, el gusto por la fiesta y, en un par de pinceladas, incluso la religión del fútbol, dejando de lado otras realidades más o menos controvertidas y, desde luego, huyendo de cualquier publirreportaje a la medida de los deseos del gobierno (en la época del rodaje, Brasil todavía no se había sumido en la dictadura militar que se instauró cinco años después) o de las apetencias turísticas. Sin embargo, como ha sucedido no pocas veces, el triunfo internacional de la película (tanto en Cannes, donde obtuvo la Palma de Oro, como en Hollywood, con la consecución del Óscar a la mejor película de habla no inglesa) hizo que los brasileños la reivindicaran como propia a pesar de que su participación en la producción es minoritaria en comparación con los inversores italianos y franceses (estos últimos son quienes atribuyen la nacionalidad a la película). Recepciones y repercusiones aparte (que incluyen la extraordinaria difusión por todo el mundo, sobre todo en Estados Unidos, de la bossa nova y otros estilos musicales brasileños a partir de la comercialización del filme), la gran maestría de esta película descansa en la ingeniosa y colorista trasposición del famoso mito griego de Orfeo y Eurídice al Brasil contemporáneo, y su situación en pleno carnaval de Río de Janeiro.

La joven Eurídice (Marpessa Dawn) llega a Río invitada por su prima, Serafina (Léa Garcia). Nada más llegar conoce a Orfeo (Breno Mello), un conductor de tranvía, cantante y guitarrista (en este caso, a diferencia del mito, no toca la lira), que está a punto de casarse con su prometida, Mira (Lourdes de Oliveira), aunque el bueno de Orfeo es muy dado a tontear con toda chica que pasa a su alrededor y no destaca por su fidelidad a la pareja. La casualidad quiere que Serafina y Orfeo sean vecinos en la barriada Babilonia, un promontorio rocoso sobre el mar abierto a la bahía de Río, y también que la llegada de Eurídice coincida con la víspera del carnaval, con las distintas agrupaciones, como la de Babilonia, ultimando preparativos, vestidos, ensayos y canciones para la competición entre los distintos grupos. El espectador, no obstante, no tarda en saber que el viaje de Eurídice no se debe tanto al deseo de zambullirse en la famosa fiesta como a la necesidad de huir de un hombre misterioso que quiere matarla, aunque en ningún momento se conoce su identidad ni los motivos que puedan impulsarle a cometer el crimen. Como obliga el mito, Orfeo y Eurídice se enamoran apasionadamente, aunque la Muerte triunfa sobre el Amor y Orfeo, descendido a los infiernos para rescatar a su amada, terminará pagando la osadía con su vida.

La tragedia del mito órfico contrasta con el lenguaje visual, luminoso y vivamente colorista, y el tratamiento musical del filme, propios de su traducción a Brasil. Basada en una obra teatral de Vinicius de Moraes, destaca la habilidad de Camus para congeniar la atmósfera fatalista de la historia (desde el primer instante, cuando Eurídice se topa con el vendedor ciego, hasta las inquietantes y logradas apariciones de la Muerte enmascarada, pasando por la evocación del mito que hace el funcionario del registro civil) con los aspectos más lúdicos de la vida en carnaval. La música está presente prácticamente en cada fotograma de los 110 minutos de metraje, en todo momento grupos de bailarines y músicos, ya sean comparsas populares o bandas de música uniformadas, adornan sonoramente las imágenes o pueblan (en algunos casos, atiborran) el plano, y llenan la banda sonora, obra de Luiz Bonfá y el archifamosísimo compositor brasileño Antonio Carlos Jobim, de ritmos cálidos y melodías sugerentes (el avezado seguidor de la famosa serie animada Los Simpsons recordará con facilidad el capítulo en que la familia de Sprinfield viaja a Brasil y, a falta de mejor transporte público, se mueve por la ciudad enganchándose a las distintas congas que siguen el ritmo de la omnipresente música). En las distancias cortas, sin embargo, cuando la historia se centra en los amantes o en los niños (Zeca y Benedito) que pululan a su alrededor, la música se vuelve más intimista, reducida a suaves y románticos temas de guitarra acompañados de la voz de Orfeo. El talento combinativo de Camus no se limita a lo visual y lo sonoro. El director mezcla una estética de gran producción (el rodaje en el extranjero, la explosión de color, las localizaciones, mayoritariamente periféricas con algún apunte urbano, el uso lírico y evocador de los paisajes o el inquietante y siniestro de determinados interiores, sobre todo del edificio de la policía y el hospital) con una óptica neorrealista, utilizando actores no profesionales y situando la acción, no en los grandes espacios urbanos de la ciudad, sino en el interior de las cabañas de la barriada, en sus callejuelas, solares y descampados, en los depósitos del tranvía, en el sórdido interior de los edificios públicos o en las calles superpobladas que rodean el sambódromo la noche crucial…, en lo que constituye la primera película de arte y ensayo europea conformada en la totalidad de sus intérpretes principales por actores negros.

La película consigue crear belleza incluso del dolor y la tragedia. Todas las secuencias que tienen lugar tras el desfile de carnaval y antes del epílogo del amanecer con vistas al mar, tienen una estética sombría, transcurren entre sombras sacudidas de manera intermitente por focos y luminarias rojas evocadoras del Hades, del infierno. Así, la secuencia de la muerte de Eurídice resulta tremendamente sobrecogedora, como lo es el periplo de Orfeo por los pasillos y escaleras del hospital, por el edificio de la policía (en su planta doce, la oficina de personas desaparecidas, tiene lugar el encuentro del héroe con el simbólico barquero Caronte, un funcionario que pasa la escoba por un pasillo repleto de papeles abandonados, su particular laguna Estigia), y, finalmente, en su reencuentro con Eurídice en una ceremonia de santería (síntesis de la religión católica con las antiguas creencias africanas de los antiguos esclavos reelaboradas en el Caribe) tras haber vencido la peligrosa barrera de Cerbero, el perro custodio. Las tinieblas dan lugar a la bruma y la neblina de aire onírico, sobrenatural, cuando Orfeo inicia el lento peregrinar hacia el hogar con el cuerpo de Eurídice entre sus brazos, a la búsqueda de su propio destino fatal, vaticinado desde el principio de la película. No obstante, la introducción de un epílogo amable, en el que Zeca toca la guitarra y los niños bailan al amanecer de un nuevo día, marca un hilo de continuidad entre las víctimas del amor trágico y el nuevo Orfeo que hereda su guitarra y seguirá cantando sus canciones. La Muerte, la noche, han pasado, y llega un nuevo amanecer que durará hasta el próximo carnaval.


Mitos en technicolor – Orfeo negro (Orfeu Negro, Marcel Camus, 1959)

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