Revista Cultura y Ocio

Molloy, de Samuel Beckett

Publicado el 21 julio 2011 por Flenning

Hay en Molloy, me refiero al personaje, un planteo cuasi cartesiano, el de Ser a partir del Pensamiento. Digo casi cartesiano, porque tener pensamientos no es pensar; luego, tener pensamientos no es existir.

Es cierto que el procesamiento de una idea después de otra podría darle, a Molloy, cierta perspectiva de su existencia, pero el pensamiento constructivo que lleva de un pensamiento a otro se desvanece, cuando no se puede recordar la idea de referencia.

«… Sí, a veces no solo me olvidaba de quién era, sino de que era, me olvidaba de ser […]».
«… Yo me planteaba preguntas de muy buena gana, una tras otra, por el simple placer de su contemplación. No, no de buena gana, sino racionalmente, para creerme aún allí. Y sin embargo seguir allí no me servía de nada. A aquello le llamaba reflexionar. Reflexionaba casi sin interrupción, no me atrevía a detenerme. Quizá debía a esto mi inocencia […]».

Molloy no expresa sus ideas en una oratio recta ─no caería tan bajo para expresarse de ese modo, dice él─ sino por medio de figuras gramaticales igualmente infelices e inexpresivas. Molloy no expresa una caída diciendo, sencillamente, «me caí…», y si acaso dice «me caí…», entonces también dirá «… lo que no sé es ni cómo ni cuándo me caí. Ni siquiera sé el verdadero significado de caer…».

Esta forma de acumular y de expresar los pensamientos le dan, a Molloy, no solo una falsa perspectiva de existencia, sino una falsa perspectiva de movimiento. Es como si, además de estar atrapado en el sofisma cartesiano, también estuviese atrapado en el sofisma de la tortuga de Parménides. Cada paso que da en la dirección de la oratio recta es sepultado bajo el sudario de la incertidumbre.

«… Pero esta creencia no estaba basada en ningún fundamento serio, era simplemente una creencia. Porque si los límites de nuestra región estuvieran al alcance de mis pasos, creo que una especie de degradación me lo habría hecho presentir. Porque las regiones no terminan de golpe, que yo sepa, sino que se funden insensiblemente unas con otras. Y nunca advertí nada parecido a esto. Sino que, por más lejos que haya ido, en un sentido o en otro, he encontrado siempre el mismo cielo y la misma tierra, exactamente, día tras día y noche tras noche […]».

Todos los puntos fijos se escurren de las manos de Molloy. No tiene certidumbres, ni conciencia de sí mismo, ni ilusiones. Está enfermo de soledad. Molloy tiene destino o, mejor dicho, no tiene horizonte o, aún mejor dicho, no tiene norte. Molloy ni siquiera es polvo y olvido, porque Molloy no Es. Quizás su única esperanza sea la certeza de la muerte o quizás sea todo lo contrario: la certeza de la muerte aniquila su última y única esperanza.


Molloy, de Samuel Beckett

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La muerte
«… Porque la muerte es una condición de la que nunca he podido formarme una representación satisfactoria y que, por tanto, no puede figurar legítimamente en el balance de los males y los bienes. Mientras que sobre la ejecución poseía nociones que me inspiraban confianza, con razón o sin ella, y a las cuales me parecía lícito referirme, en determinadas circunstancias […]».
«… Si, en mi vida, pues así hay que llamarla, hubo tres cosas: la imposibilidad de hablar, la imposibilidad de callarme y la soledad, física desde luego, que es con lo que sigo adelante. Si, ahora puedo hablar de mi vida, demasiado fatigado estoy para andarme con miramientos, pero no sé si estuve con vida, pues acerca de ello carezco ciertamente de opinión […]».

Parece tener sentido que Molloy no pueda moverse, lo digo tanto en el sentido newtoniano como en el sentido cartesiano, ya que él está atrapado en un espacio en el que solo hay una cosa: la espera sin esperanza. Moverse es dejar de esperar, para construir una búsqueda, pero él no sabe buscar lo que necesita, y lo que encuentra no es lo buscado. Tampoco sabe para qué necesita lo que necesita. La necesidad, en su mundo, es efímera o irreal.

Dentro del contexto de la Espera, vive en un camino sin transcurso, porque en su camino no hay un antes ni un después y, si acaso hubiese algo parecido a un transcurso ─como una oratio recta─ no sabe en qué orden suceden las cosas que suceden. Sin orden hay caos, un infierno.

«…Toda mi vida me había preocupado, creo yo […]».
«…Diré más (¿qué puede impedírmelo?), solo sabía las cosas por adelantado, porque cuando me ocurrían ya no me enteraba, como quizá haya advertido el lector, o me enteraba a costa de esfuerzos sobrehumanos, y después tampoco sabía nada, me encontraba devuelto a mi ignorancia nativa […]».

Molloy camina errante por algún lugar de La Mancha. Comenzó su viaje sin transcurso con una bicicleta, creo, pero pronto, solo se arrastrará, y la deformación de su espacio-tiempo será aún más caótica y fractal.

Pronto, insisto, el esfuerzo que le producirá llegar de un punto a otro, quizás, en esencia, se trate del mismo punto; requerirá de un esfuerzo enorme y, así, una ínfima distancia representará un tiempo infinito. Pronto, todo será fracaso, irracional, desesperanzado y eterno.


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