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Mötley Crüe: Bacanales del Rock & Roll (Segunda parte)

Publicado el 17 agosto 2014 por Portman918 @ecosdelvinilo

Nikki Sixx: "El primer disco que compré en mi vida fue Nilsson Schmilsson, de Harry Nilsson. No tuve elección"Mötley Crüe: Bacanales del Rock & Roll (Segunda parte)

[Ricardo Portmán] @ecosdelviniloContinuando con el relato de los Mötley Crüe les dejamos el capítulo donde el propio Nikki Sixx, su bajista, cuenta con lujos de detalles su relación con su disfuncional familia y sus primeros acercamientos a la música, el desenfreno y el sexo. La historia completa está incluída en el libro The Dirt (Regan Books, 2001) escrito junto con Neil Strauss, traducido como Los Trapos Sucios (ES POP Ediciones) en su edición en castellano.


Mötley Crüe: Bacanales del Rock & Roll (Segunda parte)"Parte Dos:

Capítulo 1 NIKKI
Sobre las pruebas y tribulaciones del joven Nikki, en las que nuestro héroe recibe una salvaje paliza por lavarse mal los dientes, aprende los intríngulis del arte de sacrificar conejos, se sirve de una fiambrera en defensa propia, coge de la mano a la dulce Sarah Hopper y vende metanfetaminas.
Tenía catorce años cuando hice que detuvieran a mi madre.
Se había cabreado conmigo por algún motivo —volver tarde a casa, no haber hecho los deberes, poner la música demasiado alta, vestirme desastrozamente, no lo recuerdo— y yo ya no lo aguantaba más. Estampé mi bajo contra la pared, arrojé el tocadiscos al suelo, arranqué mis pósters de MC5 y Blue Cheer y me cargué de una patada la pantalla del televisor en blanco y negro que teníamos en el salón antes de salir de casa dando un portazo. Una vez fuera, arrojé sistemáticamente una piedra contra cada una de las ventanas de la finca.
Pero aquello sólo fue el comienzo. Llevaba algún tiempo planeando lo que hice a continuación. Fui corriendo hasta una casa cercana llena de degenerados con los que me gustaba colocarme y les pedí un cuchillo. Alguien me lanzó un estilete. Saqué la hoja, extendí el brazo en el que llevaba un brazalete y hundí la navaja directamente sobre mi codo, deslizándola hacia abajo unos diez centímetros y cortando en algunos sitios tan profundamente que se podía ver el hueso. No sentí absolutamente nada. De hecho, me pareció que tenía una pinta realmente molona. A continuación llamé a la policía y dije que mi madre me había agredido.
Quería que la encerraran para poder vivir solo. Pero el plan se volvió en mi contra. La policía dijo que, al ser menor y estar bajo su custodia, si presentaba la denuncia tendrían que llevarme a una casa de acogida hasta que cumpliera los dieciocho años. Eso quería decir que me pasaría cuatro años sin poder tocar la guitarra. Y si no podía tocar la guitarra durante cuatro años nunca llegaría a triunfar. Y estaba decidido a triunfar. No cabía la menor duda... al menos en mi mente.
De modo que llegué a un acuerdo con mi madre. Le dije que no presentaría cargos contra ella a cambio de que empezara a pasar de mi, si me dejaba tranquilo, si me dejaba ser yo mismo. «No has sido una buena madre para mi —le dije—, así que sencillamente déjame ir». Y eso hizo.
Nunca regresé. Fue el tardío colofón a una búsqueda en pos de una salida y de la independencia que hacía mucho tiempo que se había puesto en marcha. Todo empezó como en “Blank Generation”, el clásico punk de Richard Hell: «Antes incluso de haber nacido ya decía: dejadme salir de aquí».
Nací el 11 de diciembre de 1958, a las 7:11 de la mañana, en San José. Salí lo más temprano que pude y probablemente ya entonces había pasado la noche anterior en vela.
Mi madre tuvo tanta suerte con los nombres como con los hombres. Había nacido Deana Haight, una granjera de Idaho con estrellas en los ojos. Era inteligente, empecinada, motivada y tremendamente hermosa, como una estrella de cine de los cincuenta, con el pelo corto y elegante, un rostro angelical y un cuerpo que hacía que los hombres se pararan a mirarla dos veces en la calle. Pero era la oveja negra de su familia, el polo opuesto de Sharon, su perfecta y consentida hermana. Tenía una indomable vena salvaje: sólo seguía el vaivén de sus caprichos, siempre dada a lanzarse a cualquier tipo de aventura, y era físicamente incapaz de crear el más mínimo patrón de estabilidad. Definitivamente era mi madre.
Ella quería llamarme Michael o Russell pero, antes de que pudiera decir nada, la enfermera le preguntó a mi padre, Frank Carlton Feranna —al que le faltaban apenas un par de años para abandonarnos a ambos— cómo iban a llamarme. Él traicionó a mi madre de inmediato respondiendo que Frank Feranna, igual que él. Y eso es lo que escribieron en el certificado de nacimiento. Mi vida fue una gran cagada desde el primer día. En aquel momento debería haberme arrastrado de nuevo a la cueva de la que había salido y rogarle a mi hacedor: «¿Podemos empezar de nuevo?».
Mi padre se quedó el tiempo suficiente como para darme una hermana de la que, al igual que de mi padre, no tengo recuerdo alguno. Mi madre siempre me dijo que mi hermana se había ido a vivir a otra parte siendo muy pequeña y que no tenía permitido verla. Para mi madre, el embarazo y los niños eran señales de aviso para que frenara un poco, consejo que únicamente siguió durante un corto período de tiempo hasta que empezó a salir con Richard Pryor.
Durante la mayor parte de mi infancia, los conceptos de «hermana» y «padre» quedaban más allá de mi comprensión. Nunca me consideré hijo de un hogar roto porque nunca conocí otro hogar que no fuéramos mi madre y yo. Vivíamos en el piso noveno del St. James Club —en aquel entonces conocido como edificio Sunset Towers— en Sunset Boulevard. Cada vez que empezaba a ser un impedimento para su estilo de vida, mi madre me enviaba a vivir con mis abuelos, que estaban constantemente en movimiento, pasando de un campo de maíz en Pocatello, Idaho, a un parque en California del Sur o a una granja porcina en Nuevo México. Mis abuelos amenazaban constantemente con hacerse legalmente con mi custodia si mi madre no dejaba las juergas. Pero ella se negaba a renunciar a mí tanto como a frenar un poco. La situación cambió a peor cuando pasó a trabajar como corista en la banda de Frank Sinatra y empezó a salir con el bajista, Vinny. Solía verles ensayar continuamente y por allí pasaban estrellas de la época como Mitzi Gaynor, Count Basie y Nelson Riddle.
Mötley Crüe: Bacanales del Rock & Roll (Segunda parte)

Cuando yo tenía cuatro años, mi madre se casó con Vinny y nos mudamos a Lago Tahoe, que empezaba a convertirse en una especie de mini Las Vegas. Solía despertarme a las seis de la mañana en la pequeña casa marrón en la que vivíamos, con ganas de jugar, pero no podía hacer otra cosa que tirar piedras al estanque que había fuera completamente solo hasta que se levantaran ellos, a eso de las dos de la tarde. Sabía que más me valía no despertar a Vinny, porque me daría una paliza. Siempre estaba de un humor de perros y le bastaba la más mínima provocación para emprenderla conmigo. Una tarde que me estaba lavando los dientes mientras él se daba un baño, se percató de que me estaba frotando con el cepillo de lado a lado, en vez de hacerlo de arriba abajo como él me había enseñado. Salió de la bañera desnudo, peludo y goteando, como un simio sorprendido por una tormenta, y me dio un puñetazo en la cara, tirándome al suelo. Mi madre, como de costumbre, se puso roja y se le echó encima mientras yo salía corriendo a esconderme junto al estanque.

Aquellas Navidades recibí dos regalos: mi padre pasó de visita mientras yo estaba afuera jugando y, bien como débil gesto para absolverse de culpa o bien en un genuino esfuerzo por comportarse como un padre pese a sus escasos medios, me dejó un trineo circular de plástico rojo con agarraderas de cuero; y nació mi hermanastra, Ceci.
Cuando tenía seis años nos trasladamos a México, no sé si porque mi madre y Vinny habían ganado lo suficiente como para tomarse un año sabático o porque estaban huyendo de algo (o de alguien, probablemente vestido de uniforme azul). Nunca me dieron ninguna explicación. Sólo recuerdo que mi madre y Ceci fueron en avión, por lo que a mí me tocó cruzar la frontera en el Corvair con Vinny y Belle. Belle era el pastor alemán de Vinny y, al igual que su amo, me atacaba continuamente sin motivo aparente. Durante años tuve las piernas, los brazos y el torso completa- mente cubiertos de mordeduras. Todavía hoy soy incapaz de aguantar a los pastores alemanes. (En cierto modo tiene sentido que Vince se haya comprado uno hace poco).
En México viví los que probablemente fueran los mejores momentos de mi infancia: correteaba desnudo con los chavales mexicanos por la playa que había cerca de nuestro bungalow, jugaba con las cabras y las gallinas que vagabundeaban por el vecindario como si fueran las dueñas del barrio, comía ceviche, iba al pueblo a comprar mazorcas de maíz asadas al fuego y envueltas en papel de plata y, a la edad de siete años, fumé maría con mi madre por primera vez en mi vida.
Cuando se aburrieron de México, regresamos a Idaho, donde mis abuelos me compraron mi primer fonógrafo, un tocadiscos de juguete de plástico gris que sólo reproducía singles. Tenía la aguja en la tapa, de modo que cuando la cerrabas sonaba el disco y cuando la abrías se paraba. Solía escuchar a Alvin y las ardillas a todas horas, algo que mi madre jamás me dejó olvidar.
Un año más tarde nos amontonamos todos en una autocaravana y nos dirigimos a El Paso, Texas. Mi abuelo dormía en la calle en un saco de dormir, mi abuela se echaba sobre los asientos y yo me hacía un ovillo en el suelo, como un perro. Tenía ocho años y ya estaba harto de salir de gira.
Después de tanto viaje y de haber pasado la mayor parte del tiempo sin más compañía que la mía propia, la amistad pasó a ser para mí algo parecido a la televisión: algo que podía encender de vez en cuando para distraerme. Cada vez que me encontraba junto a un grupo de chavales de mi edad, me sentía incómodo y fuera de lugar. En la escuela me costaba concentrarme. Era difícil apreciar a alguien o prestarle atención sabiendo que antes de que acabara el año desaparecería de allí y no tendría que volver a ver en la vida a ninguno de aquellos chicos ni de aquellos maestros.
En El Paso, mi abuelo trabajaba en una estación de servicio Shell, mi abuela se quedaba en la autocaravana y yo iba a la escuela local, donde los niños eran despiadados. Me empujaban, se metían conmigo y me decían que corría como una nena. Cada día, de camino a la escuela, tenía que cruzar solo el patio del instituto, donde me acribillaban con pelotas de fútbol, de rugby y comida.
Para hacer aún mayor mi humillación, mi abuelo me cortó el pelo, que mi madre siempre me había dejado llevar largo, a cepillo, que no era precisamente el estilo más popular a finales de los sesenta. Finalmente acabó por gustarme El Paso porque empecé a pasar bastante tiempo con Víctor, un chaval mexicano hiperactivo que vivía en la acera de enfrente. Nos hicimos buenos amigos e íbamos a todas partes juntos, lo que me permitió ignorar a las decenas de chavales que odiaban mis entrañas por ser miserable basura blanca californiana. Pero justo cuando empezaba a sentirme a gusto, llegó el momento inevitable: volvimos a mudarnos. Me quedé hecho polvo, porque esta vez dejaba a alguien atrás, a Víctor.
Nos trasladamos a un pueblo perdido en mitad del desierto llamado Anthony, Nuevo México, porque mis abuelos pensaron que podrían ganar más dinero en una granja de cerdos. Además de los cochinos, también criábamos gallinas y conejos. Mi trabajo consistía en coger a los conejos, agarrarlos de las patas traseras, pillar un palo y darles con él en la nuca. Sus cuerpos se convulsionaban entre mis manos, de los hocicos manaba sangre y yo me quedaba allí pensando: «Sólo era mi amigo. Estoy matando a mis amigos». Pero al mismo tiempo sabía que sacrificarlos era mi papel en la familia; era lo que tenía que hacer para convertirme en hombre.
Para poder ir a la escuela tenía que pasar noventa minutos metido en un autobús que sólo recorría carreteras sin asfaltar y en el que era el blanco de todos los matones. En cuanto llegábamos, los chicos mayores que se sentaban en la parte trasera del autobús me tiraban al suelo y se sentaban encima de mí hasta que les entregaba el dinero para mi merienda. Después de siete veces, juré que aquello no volvería a pasar. Al día siguiente volvió a pasar.
A la mañana siguiente, me fui cargado con una fiambrera de metal del Apolo 13 y la llené de piedras junto a la parada del autobús. Tan pronto como llegamos a la escuela, salí corriendo del vehículo y, como de costumbre, me pillaron. Pero en esta ocasión empecé a dar mandobles, rompiendo narices, abriendo cabezas y haciendo saltar sangre hasta que la fiambrera se abrió tras conectar contra el careto de un endogámico paleto de mierda.
No volvieron a joderme y me sentí poderoso. En vez de arrugarme cada vez que se me aproximaba un chico mayor, me limitaba a pensar: «ni se te ocurra buscarme las cosquillas porque te joderé la vida». Y lo hacía: si alguien me daba un empujón, yo le daba una buena hostia. Era un demente y los demás empezaron a darse cuenta y a mantener las distancias. En vez de seguir lanzando piedras cuando me quedaba solo, empecé a recorrer los caminos de tierra con mi escopeta de perdigones, disparando contra todo lo que se moviera y también contra lo que no. Mi única amiga era una anciana que vivía en un tráiler cerca de allí, completamente sola en mitad del desierto. Ella se sentaba en su descolorido sofá de flores a beber vodka mientras yo le daba de comer a su pez de colores.
Tras un año viviendo en Anthony, mis abuelos llegaron a la conclusión de que criar cerdos no era el camino hacia la opulencia que habían pensado que sería. Cuando me dijeron que nos volvíamos a El Paso —a sólo una manzana de nuestra antigua casa— me puse contentísimo. Podría volver a ver a mi amigo Víctor.
Pero yo ya no era la misma persona —me había vuelto un amargado destructivo— y Víctor había encontrado nuevos amigos. Pasaba por delante de su casa al menos dos veces al día, antes de cruzar el patio del instituto para ser acribillado con accesorios deportivos de camino al Gasden District Junior High, que odiaba, y sentía crecer mi ira y mi aislamiento. Empecé a robar libros y ropa de las taquillas sólo por rencor, e iba a los grandes almacenes y supermercados a robar caramelos y a meter cochecitos de plástico en las bolsas de palomitas de diez centavos con la esperanza de que alguien se atragantara. Aquellas Navidades mi abuelo vendió algunas de sus posesiones más preciadas —entre ellas su radio y su único traje— para poder comprarme un cuchillo de caza, y yo recompensé su sacrificio utilizándolo para rajar neumáticos. La venganza, el odio por mí mismo y el aburrimiento me habían abierto el camino hacia la delincuencia juvenil. Decidí recorrerlo hasta el final.
Mis abuelos acabaron por mudarse nuevamente de vuelta a Idaho, a un campo de maíz de sesenta acres situado en Twin Falls. Vivíamos al lado de un silo para el forraje, es decir, el lugar al que se echan los desperdicios y las vainas sobrantes, se mezclan con productos químicos, se cubren con un plástico y se dejan ahí pudriéndose hasta que apestan tanto como para alimentar a las vacas. Aquel verano viví en plan Huckleberry Finn, pescando en el río, paseando junto a las vías del tren, aplastando monedas bajo las ruedas de los convoyes y levantando fuertes con los almiares.

La mayor parte de las tardes, daba vueltas corriendo alrededor de la casa haciendo como que tenía una moto, luego me encerraba en mi cuarto y escuchaba la radio. Una noche el DJ puso “Big Bad John”, de Jimmy Dean, y perdí la cabeza. Cortó el aburrimiento como una guadaña. Era una canción con estilo y personalidad. Era cojonuda. «Lo encontré», pensé. «Esto es lo que estaba buscando». Llamé tantas veces a la emisora para pedir que pusieran “Big Bad John” que el DJ me dijo que no volviera a llamar.

Cuando empezaron las clases, fue como volver a estar en Anthony. Los otros chicos se metían conmigo y tuve que recurrir a los puños para disuadirles. Se burlaban de mi pelo, de mi cara, de mis zapatos, de mi ropa... nada en mí era adecuado. Me sentía como un puzzle al que le faltara una pieza, y no conseguía averiguar ni cuál era la pieza ni dónde encontrarla. De modo que me  uní al equipo de fútbol americano, porque la violencia era lo único que me daba alguna sensación de poder sobre los demás. Conseguí entrar en el equipo titular y, a pesar de que jugaba tanto en posiciones defensivas como en ofensivas, destaqué mucho más como defensa, ya que eso me permitía barrer el suelo con los quarterbacks. Me encantaba hacerles daño a aquellos hijos de puta. Era un psicópata. Se me iba tanto la olla cuando estaba en el campo que a veces me quitaba el casco y arreaba con él a los otros chavales, igual que había hecho con mi fiambrera del Apolo 13 en Anthony. Mi abuelo todavía me dice: «tocas rock and roll exactamente igual que jugabas al fútbol».
Con el fútbol llegó el respeto y a través del fútbol y el respeto llegaron las chicas. Empezaron a fijarse en mí y yo empecé a fijarme en ellas. Pero justo cuando estaba empezando a encontrar mi lugar, mis abuelos se trasladaron una vez más —a Jerome, Idaho— y tuve que volver a empezar desde el principio. Pero esta vez había una diferencia: gracias a Jimmy Dean, ahora tenía la música. Escuchaba la radio diez horas al día: Deep Purple, Bachman-Turner Overdrive, Pink Floyd. Sin embargo, el primer disco que compré en mi vida fue Nilsson Schmilsson, de Harry Nilsson. No tuve elección.
Uno de mis primeros amigos, un granjero llamado Pete, tenía una hermana que era la típica chica guapa de pueblo, rubia y bronceada. Andaba por ahí con unos minúsculos vaqueros cortados que me provocaban convulsiones de pánico y deseo. Sus piernas eran como un arco dorado y todas las noches, al acostarme, no podía pensar nada más que en lo bien que encajaría yo entre ellas.
La seguía a todas partes como un payaso, tropezando con mis propios pies. Ella solía matar el tiempo en una mezcla de farmacia, heladería y tienda de discos en la que, cuando finalmente hube ahorrado lo suficiente para comprar el Fireball de Deep Purple, me sonrió con sus preciosos dientes blancos y de repente me vi a mí mismo comprando Nilsson Schmilsson sólo porque ella lo había mencionado.
Fue en Jerome donde di los primeros pasos por el camino que años más tarde me llevaría hasta Alcohólicos Anónimos, donde, curiosamente, conocí y me hice amigo de Harry Nilsson. (De hecho, en un estado de delirante sobriedad, llegamos incluso a hablar de grabar un álbum juntos). Jerome tenía el índice per cápita de abuso de sustancias más alto de todo Estados Unidos, un dato francamente impresionante para tratarse de un pueblo de tres mil habitantes.
También me hice amigo de otro tipo igual de patán que yo, Allan Weeks, en cuya casa pasábamos las horas escuchando a Black Sabbath y Bread, hojeando el anuario del instituto y charlando sobre las chicas con las que nos gustaría salir. Por supuesto, cuando se trataba de pasar a la acción, éramos patéticos. En los bailes del instituto nos limitábamos a quedarnos fuera, escuchando la música que escapaba por las rendijas e incomodándonos cada vez que una chica pasaba a nuestro lado porque estábamos demasiado asustados como para dirigirle la palabra.
Aquella primavera nos enteramos de que un grupo local iba a venir a tocar en nuestro instituto y compramos entradas. El bajista tenía un enorme peinado afro y llevaba una cinta en el pelo, como Jimi Hendrix, y el guitarrista tenía el pelo largo y bigote de motero, como un Á́ngel del Infierno. Eran los tíos más chulos que había visto en mi vida: usaban instrumentos de verdad, tenían unos amplificadores enormes y eran capaces de embelesar a trescientos críos en un gimnasio de Jerome. Era la primera vez que veía a un grupo de rock en directo y quedé cautivado (a pesar de que ellos probablemente estuvieran odiando a quien fuese que les hubiera llevado a tocar al instituto de un pueblo de mierda como aquel). No recuerdo cómo se llamaban ni cómo sonaban, ni si tocaban versiones o temas originales. Lo único que sé es que parecían dioses.
Era demasiado torpe como para tener la más mínima oportunidad con la hermana de Pete, de modo que me contenté con Sarah Hopper: una niña gorda y pecosa que llevaba gafas, pero no vaqueros recortados, y cuyas piernas, en vez de arcos dorados, más bien parecían blancuzcos semicírculos. Sarah y yo solíamos pasear cogidos de la mano por el centro de Jerome, que venía a ocupar una manzana. Después íbamos a la farmacia a mirar los mismos discos una y otra vez. A veces, para impresionarla, salía con un disco de los Beatles escondido debajo de la camiseta que luego escuchábamos en la inmaculada casa de sus padres, que eran cuáqueros.
Una noche, mientras estaba tumbado sobre la alfombra de color verde aguacate de mis abuelos, el negro teléfono de baquelita, que solíamos usar tan poco que colgaba de la pared lejos de cualquier silla o mesa, empezó a sonar. «Quiero darte un regalo», dijo una voz —la de Sarah— al otro lado de la línea.
—Bueno, ¿y qué es? —pregunté.—Te diré las iniciales —dijo, coqueteando con el auricular—. B.J.3 —¿Y eso qué es? —respondí yo.—Estoy haciendo de canguro. Tú ven.
Mientras acudía a su encuentro, le fui dando vueltas a las diversas posibilidades. ¿Un disco de Billy Joel? ¿Una figura del Niño Jesús? ¿Un Porro Enorme? Cuando llegué allí, Sarah se había puesto unas piezas de lencería roja que no eran ni mucho menos de su talla y que pertenecían a la dueña de la casa.
—¿Quieres que vayamos al dormitorio? —me preguntó, apoyando un codo contra el quicio de la puerta y llevándose la otra mano a la nuca.—¿Para qué? —pregunté como un idiota.
Así que mientras los niños jugaban en la habitación de al lado, supe por primera vez lo que era el sexo y descubrí que era como la masturbación, pero mucho más trabajoso.

Sarah, en cualquier caso, no me lo iba a poner fácil: quería hacerlo continuamente. Mientras sus padres preparaban galletas en la cocina, yo me tiraba a su hija en la habitación de al lado. Mientras sus padres iban a misa, Sarah y yo nos lo montábamos en su coche. Y ésa fue mi rutina hasta que tuve ese repentino momento de comprensión que todos los hombres deben afrontar al menos una vez en su vida: me estaba tirando a la chica más fea de la ciudad. ¿Por qué no subir un poco el nivel?

De modo que pasé de Sarah Hopper y, ya que estaba, corté también con Allan Weeks. Y no me importó una mierda cómo pudieran sentirse, porque era la primera vez que tenía el valor para creer que podía alzarme por encima del último estrato de los parias.
Así que empecé a quedar con chavales más finos, como un mexicano de ciento cuarenta kilos llamado Bubba Smith. Además de haber mojado, había empezado a tomar drogas y alcohol, lo que, en mi mente, me convertía en un tío guay a los ojos de los demás... especialmente a la luz de las bombillas negras que compré para mi cuarto. Y como bien sabe cualquiera que haya tenido un hijo adolescente en casa, en el momento en el que la luz negra aparece en su dormitorio, el chaval ha dejado de ser tuyo. Ahora pertenece a sus amigos. Dile adiós a las galletas de chocolate y a los Beatles, dile hola a la marihuana y a Iron Maiden.
Seguía estando lejos de ser uno de los chicos populares de Jerome. Ellos tenían coches; nosotros teníamos bicicletas con las que aterrorizábamos a las parejas que iban a sobarse al parque. Llegaba a casa tarde, colocado de grifa, y me tumbaba a ver Rock Concert, el programa de Don Kirshner. Y si mis abuelos intentaban contenerme o criticarme en lo más mínimo, perdía los estribos. Era demasiado para que ellos pudieran soportarlo noche tras noche. De modo que me enviaron a vivir con mi madre, que había emigrado con mi hermanastra, Ceci, al barrio de Queen Ann Hill, en Seattle, donde vivían con su nuevo marido, Ramón, un mexicano enorme y agradable que tenía un Low Rider5 y el pelo negro, brillante y echado hacia atrás.
Por fin había encontrado una ciudad repleta de tirados y degenerados, una ciudad lo bastante grande como para abastecer mi obsesión por la música, las drogas y el alcohol. Ramón escuchaba a Chuck Mangione, a El Chicano, a Sly and the Family Stone y todo tipo de jazz y funk hispano que intentaba enseñarme a tocar, entre caladas de porro, con una baqueteada y desafinada guitarra acústica a la que le faltaba la primera cuerda.
Por supuesto, pronto nos mudamos a una zona cercana llamada Fort Bliss, una acumulación enorme de pequeños edificios de cuatro apartamentos para familias dependientes de la seguridad social. El primer día de clase, mis nuevos compañeros, en vez de apalearme, me preguntaron si tocaba en un grupo. De modo que les dije que sí.
Como tenía que coger dos autobuses para llegar hasta la escuela, para matar el tiempo durante la media hora que tenía que esperar en la parada del segundo autobús, me pasaba por una tienda de instrumentos llamada West Music. Tenían una preciosa guitarra Les Paul dorada colgada de la pared que producía un sonido rico y cristalino. Cada vez que la tocaba intentaba imaginarme quemando el escenario junto a los Stooges, enviando chirriantes solos de guitarra en dirección a la platea mientras Iggy Pop se convulsionaba sobre el micrófono y el público entraba en erupción tal y como lo había hecho en aquel gimnasio de Jerome. En el instituto me hice amigo de un roquero llamado Rick Van Zant, un fumeta de pelo largo que tocaba en un grupo y tenía una Stratocaster y un amplificador Marshall en el sótano. Me dijo que necesitaba un bajista, pero yo no tenía instrumento.
De modo que una tarde entré en West Music con una funda de guitarra vacía que me había prestado uno de los amigos de Rick. Le pedí al dependiente un impreso de solicitud de empleo y, tan pronto como se dio la vuelta para buscarlo, metí una guitarra en la funda. El corazón se me salía por la boca y, cuando me entregó el impreso, casi no pude ni hablar. Mientras lo examinaba, me percaté de que la etiqueta con el precio de la guitarra había quedado colgando por fuera de la funda. Dije que ya volvería en otro momento a dejar el impreso y salí de allí todo lo despreocupadamente que pude, golpeando sin querer la sospechosa funda de guitarra contra todas las paredes, muebles y baterías que encontré de camino a la puerta.
Ya tenía mi primera guitarra. Estaba listo para el rock, de modo que me dirigí de inmediato al sótano de Rick.
—Necesitas un bajista —le dije—. Soy tu hombre.—Para eso necesitarás un bajo —se burló.—No hay problema —repliqué arrojando la funda sobre una mesa,
abriéndola y exhibiendo mi nueva posesión.—Eso es una guitarra, gilipollas.—Lo sé —mentí—. Tocaré el bajo con la guitarra.—¡Eso es imposible!

Así que me despedí de mi primera guitarra, la vendí y con el dinero que obtuve me compré un brillante bajo Rickenbacker negro con el golpeador blanco. Todos los días intentaba aprender algo de los Stooges, de Sparks (especialmente “This Town Ain’t Big Enough for Both of Us”) y de Aerosmith. Me moría de ganas por tocar con el grupo de Rick, pero ellos sabían tan bien como yo que era incapaz de tocar una mierda. Además, a ellos les iba un rollo roquero más tradicional, de riffs interminables, tipo Ritchie Blackmore, Cream y Alice Cooper (particularmente Muscle of Love). Un tipo de la misma calle que vivía en la acera de enfrente estaba montando también un grupo que se iba a llamar Mary Jane, de modo que intenté tocar con él, pero no tenía la más mínima oportunidad. Lo único que sabía hacer era darle a una nota cada treinta segundos más o menos y rogar que fuera la correcta.

Finalmente, en la puerta de un concierto para mayores de dieciocho al que estaba intentando colarme, conocí a un tío llamado Gaylord, un punki que tenía su propio piso y su propio grupo, The Vidiots. Todos los días al salir de clase iba a su casa a beber hasta perder el conocimiento y a escuchar a los New York Dolls, MC5 y Blue Cheer. Siempre había como una docena de chicos y chicas maqueados en plan glam, a lo New York Dolls, con las uñas pintadas y sombra en los ojos. Nos llamaban los Whiz Kids, no porque tomáramos mucho speed —que lo hacíamos— sino porque nos vestíamos de manera llamativa, como David Bowie, cuyo álbum Young Americans acababa de salir hacía poco. Como los mods en Inglaterra, vendíamos droga para poder comprarnos ropa.
Prácticamente me mudé a casa de Gaylord y dejé de ir a la mía. Continuamente me estaba metiendo algo —grifa, mescalina, ácido, tiza— y pronto pasé a ser un Whiz Kid honorario, vendiendo drogas para ellos.
Empecé a salir con una chica, Mary. Todo el mundo la llamaba Caracaballo, pero a mi me gustaba por una sencilla razón: yo le gustaba a ella. Me hacía realmente feliz que una chica me dirigiera la palabra. Después de varias semanas siguiendo una dieta de rock y drogas empezaba a parecer un tío guay, pero seguía siendo patético. Me pintaba las uñas de las manos y los pies, me maquillaba los ojos, me vestía con ropa punk desgarrada y llevaba el bajo a todas partes, a pesar de que seguía sin saber tocarlo y no estaba en ningún grupo.
Llamábamos la atención y nos veíamos ridiculizados por ello allá donde fuéramos. En el instituto me metía constantemente en peleas porque había unos chavales negros que me llamaban «Alice Bowie» y bloqueaban el pasillo para no dejarme pasar. En el trayecto de vuelta del instituto comencé a tantear casas. Llamaba a la puerta al pasar por delante y, si no respondía nadie dos días seguidos, a la tarde siguiente forzaba la puerta trasera y me llevaba cualquier cosa que pudiera esconder bajo la chaqueta. Llegaba a casa cargado con amplificadores, televisores, lámparas de lava, álbumes de fotos, vibradores, lo que encontrase. En nuestro complejo, me dedicaba a saquear los sótanos de los vecinos y a forzar las lavadoras con una palanca de hierro para poder sacar las monedas. Estaba continuamente enfadado, en parte porque las drogas me estaban jodiendo el cerebro, en parte porque sentía rencor hacia mi madre y en parte porque se suponía que era lo que debía hacer un punk.
Casi a diario vendía drogas, robaba trastos, me metía en peleas y me freía el cerebro con ácido. Llegaba a casa y me echaba en el sofá a fliparlo con el programa Rock Concert de Don Kirshner hasta que perdía el conocimiento. Mi madre no entendía qué estaba pasando. ¿Acaso era gay? ¿Hétero? ¿Un asesino en serie? ¿Un artista? ¿Un muchacho? ¿Un hombre? ¿Un marciano? ¿Qué? A decir verdad, yo tampoco lo sabía.
Cada vez que ponía un pie en casa nos enzarzábamos en una discusión. A ella no le gustaba en qué me estaba convirtiendo y a mi no me gustaba lo que ella había sido siempre. Entonces, un día, sucedió: fui incapaz de aguantarlo más. En la calle era libre e independiente, pero en casa se suponía que debía comportarme como un crío. Y yo no quería seguir siendo un crío. Quería que me dejaran en paz. Así que destrocé el apartamento, me acuchillé el brazo y llamé a la policía. Básicamente salió bien, ya que a partir de entonces me libré de ella.
Aquella noche la pasé en casa de mi amigo Rob Hemphill, un fanático de Aerosmith que creía ser Steven Tyler. Para él, Tyler era el punk que Mick Jagger nunca podría ser. Después de que sus padres me echaran, empecé a dormir en el coche de Rick Van Zant. Intentaba despertarme antes que sus padres, pero normalmente salían de casa para ir al trabajo y me encontraban durmiendo en el asiento de atrás. La tercera vez que me sorprendieron, llamaron a mi madre.
—¿Se puede saber qué pasa con su hijo? —preguntó el señor Van Zant—. Está durmiendo en mi coche.
—Está viviendo su vida —dijo mi madre, y colgó.
Cuando podía, iba al instituto. Era una buena forma de ganar dinero. En las pausas entre clases solía liar canutos para los chavales, al precio de cincuenta centavos el par. Tras dos meses haciendo buen negocio, el director apareció de improviso y me sorprendió con una bolsa de marihuana en el regazo. Fue mi último día académico. Había pasado por siete escuelas en once años, así que de todos modos ya estaba harto. Tras la expulsión, me dediqué a pasar los días bajo el puente de la calle 22, donde mataban el tiempo el resto de quemados y fracasados. Mi vida carecía de toda dirección.
Encontré un trabajo en Victoria Station lavando platos y alquilé un cuarto en un apartamento junto a otros siete amigos que también habían dejado los estudios. Robé otro bajo y, para comer, me apostaba junto al cubo de basura a la salida de Victoria Station a esperar a que los camareros sacaran algún resto de carne. Me estaba hundiendo rápidamente en la depresión. Un año antes estaba dispuesto a conquistar el mundo, ahora mi vida estaba completamente estancada. Cuando me cruzaba con viejos amigos, como Rick Van Zant o Rob Hemphill o Caracaballo, me sentía alienado, como si hubiera salido de una alcantarilla y les estuviera mancillando.
No me apetecía seguir trabajando, así que lo dejé. Cuando ya no pude seguir permitiéndome un alquiler, me mudé con dos prostitutas que sintieron lástima por mi. Vivía en su armario, en cuyo interior pegué pósters del Get Your Wings de Aerosmith y del Come Taste the Band de Deep Purple, para sentirme un poco como en casa. No tenía ninguna perspectiva de futuro Un día volví al piso a refugiarme en mi armario y descubrí que mis putas benefactoras se habían marchado. El casero las había echado, de modo que volví al coche de los Van Zant. El invierno estaba cada vez más cerca y por la noche hacía un frío del carajo.
Para ganar dinero empecé a vender mescalina recubierta de chocolate a la entrada de los conciertos. Durante uno de los Stones en el Seattle Coliseum, un chaval con la cara llena de pecas se me acercó y me dijo: «te cambio un porro por un poco de mescalina». Le dije que si, porque la mescalina era más barata, pero tan pronto como accedí dos polis salieron corriendo de un coche aparcado y me esposaron. El crío era de narcóticos. Entre los tres me arrastraron pataleando e insultándoles hasta los bajos del Seattle Coliseum.
Sin embargo, por algún motivo, no me ficharon. Me tomaron los datos, me amenazaron con un mínimo de diez años en prisión y luego me dejaron marchar. Me dijeron que si alguna vez volvían a verme, aunque no estuviera haciendo nada, me meterían entre rejas. Me sentí como si mi vida estuviera desgajándose: no tenía donde vivir, nadie en quien confiar, y después de todo aquello ni siquiera había conseguido tocar en un solo grupo. De hecho, como músico era un inútil. Tan sólo un par de semanas antes había vendido mi bajo para conseguir dinero con el que comprar drogas para vender.
De modo que hice lo único que puede hacer un punk cuando ha tocado fondo: llamé a casa.
—Tengo que salir de Seattle —le dije a mi madre—, necesito tu ayuda. —¿Y por qué iba a ayudarte? —me preguntó fríamente.
—Sólo quiero ir a ver al abuelo y a la abuela —le rogué.
Al día siguiente mi madre vino para montarme en un Greyhound. En realidad no quería volver a verme, pero no se fiaba como para enviarme el dinero. También quería recordarme que era una santa sufridora por ayudarme y que yo era un capullo egoísta. Pero yo sólo podía pensar en una cosa: «¡Bam! Me largo de aquí y no pienso volver jamás».
La única música que tenía para el viaje era una cinta de Aerosmith, otra de Lynyrd Skynyrd y un loro desvencijado. Escuché aquellos casetes una y otra vez hasta que llegué a Jerome. Salí del autobús calzando unas botas con quince centímetros de plataforma, un traje de tweed gris con doble pechera, el pelo cardado y las uñas pintadas. Mi abuela palideció al verme.
Lejos de Seattle y de mi madre, no causé ningún problema. Trabajé en la granja, moviendo los canales de irrigación durante todo el verano. Ahorré todo el dinero que gané y, por primera vez, compré una guitarra: una falsa Gibson Les Paul que vendían en la armería por 109 dólares.
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Mi mojigata tía Sharon visitó la granja en un par de ocasiones acompañada de su nuevo marido, un ejecutivo discográfico de Los Ángeles llamado Don Zimmerman. Como era el presidente de Capitol Records, hogar de los Beatles y de Sweet, empezó a enviarme cintas y revistas musicales. Un día, después de haber recibido su paquete más reciente, tuve una revelación: allí estaba yo, escuchando a Peter Frampton en el puto Idaho, mientras, en Los Ángeles, las Runaways, Kim Fowley, Rodney Bingenheimer y los tíos de la revista Creem se pasaban el día de farra en los clubes de rock más molones imaginables. Con todo lo que estaba pasando y yo me lo estaba perdiendo."


Fuente: The Dirt (Regan Books, 2001) Los Trapos Sucios (ES POP Ediciones).

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