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Muerte a la ‘Belle Époque’: París, bajos fondos (Casque d’Or, Jacques Becker, 1952)

Publicado el 16 octubre 2023 por 39escalones
Muerte a la ‘Belle Époque’: París, bajos fondos (Casque d’Or, Jacques Becker, 1952)

Lo primero que conviene afirmar sobre esta película de Jacques Becker es que se trata de una obra maestra. Así de claro. Sin matices. Una cinta engañosamente discreta en su estética, delicada en su forma y de demoledora contundencia en su fondo, que adapta al cine, con ligeros matices y cambios, una historia real (coescrita por Becker junto a Jacques Companéez) para ofrecer un retrato desencantado sobre el final de la Belle Époque que obedece igualmente a un estado de ánimo concreto de la sociedad francesa de los primeros años cincuenta, en proceso de recuperación económica, social y moral tras la contienda mundial y la ocupación, y al mismo tiempo ya metida de lleno en la escalada de sus conflictos coloniales en Argelia e Indochina. El retrato que del París del cambio de siglo hace la película de Becker nos lleva así de la holganza, la frivolidad, el eterno verano de una ciudad salpicada de artistas, chicas fáciles, fiestas, música, verbenas y bailes nocturnos, a la oscuridad de una realidad terca y terrible que acecha tras los muros y a la vuelta de la esquina en forma de fatalidad. El argumento se nutre así a un tiempo de la atmósfera luminosa de una época inmortalizada por los pintores impresionistas, de la sordidez de la crónica criminal de cualquier tiempo y lugar, y de ciertos resortes dramáticos que acercan la historia, por un lado, a la tragedia tradicional, y por otro, al género negro.

En ese París del final de lo que también se llamó la «Era de los banquetes», en los estertores de la Belle Époque de 1900, una hermosa prostituta que frecuenta el barrio de Belleville, Marie (Simone Signoret), apodada Casque d’Or debido a la forma en que esculpe sus larga cabellera rubia sobre su cabeza, y también por cierta parodia de ennoblecimiento que conlleva su nacimiento en Orleans, es la amante de Roland (William Sabatier), uno de los matones de la banda de Felix Leca (Claude Dauphin), que bajo la respetable apariencia de un acomodado comerciante de vinos selectos en realidad oculta su verdadera naturaleza de jefe de un pequeño clan del naciente hampa parisino. Raymond (Raymond Bussières), otro de los hombres de Leca, acude una tarde a uno de los múltiples bailes que se celebran en Joinville, uno de los extrarradios de la ciudad, junto a su amigo Manda (Serge Reggiani), un carpintero de enigmático pasado, no muy alejado de los pandilleros de Felix, recién instalado en la ciudad. La atracción entre Manda y Marie es inmediata, lo cual despierta los celos de Roland y les lleva a un breve conato de enfrentamiento violento. Quiere la casualidad que, de vuelta a París, el propio Felix Leca manifieste interés en la chica, hasta el punto de hacer una oferta por ella a su esbirro. Marie, sin embargo, es orgullosa, se sabe fuerte y poderosa merced a sus encantos y su influencia en los hombres, y juega con unos y con otros hasta que se percata de una inesperada realidad: en Manda ha encontrado ese amor que creía que solo existía en las novelas, y además es correspondida en igual medida. Sin embargo, ni Roland ni, sobre todo, Felix, están dispuestos a aceptar esa situación, y este último va a utilizar, en primer lugar, los celos de su matón, y después las circunstancias en la que acaba su pugna particular con Manda, en beneficio de su propia y egoísta aspiración de conseguir a la muchacha sin detenerse en ninguna otra consideración, y satisfacer así su deseo. Manda, por su parte, se encuentra prometido con la hija del maestro carpintero en cuyo taller trabaja, donde ha sido acogido en circunstancias difíciles, como un desinteresado acto de reinserción social que ahora puede verse traicionado. El pacífico y cristalino sentimiento que comparten Marie y Manda, ese amor sincero, puro y libre, se ve así amenazado desde distintos extremos, con Felix moviendo los hilos hasta que el juego se convierte poco a poco en una trampa para todos, y empieza a percibirse cómo la sombra de la muerte, espoleada por la fatalidad, cubre el hasta hace no mucho plácido y brillante París de las fiestas, el vino y el amor. Un amor que, de súbito, se encuentra destinado a la tragedia de lo imposible.

El metraje, poco más de hora y media, transcurre con notable fluidez y bajo un espejismo de falsa ligereza, en un primer tramo con un tono amable y costumbrista que se va enrareciendo a medida que las cartas de los distintos personajes quedan descubiertas, y que las escenas diurnas se van sustituyendo por las nocturnas. El lirismo, la música (inolvidables los giros de la pareja Manda-Marie cuando bailan por vez primera en la verbena, e igualmente en la coda final) y la luminosidad de todo lo que rodea el amor de la pareja protagonista contrastan con los claroscuros y los ambientes urbanos surburbiales y lúgubres en los que se mueve la banda de Felix. Y ahí radica la clave de la narración, en ese progresivo enrarecimiento que supone la confrontación de dos estéticas opuestas que representan asimismo las dos naturalezas que se combaten durante toda la película. Porque París, bajos fondos es, sobre todo, un tratado sobre la naturaleza sentimental y emocional del ser humano, un reflejo de sus más altos valores y de sus más turbios instintos, y de la lucha de ambos por el dominio de la personalidad y del carácter. En resumen, el largo camino hacia la felicidad por medio la redención, y la inevitable caída en desgracia de quienes ni siquiera alcanzan la noción de la posibilidad de esta última. Los personajes se dividen así en dos categorías que no se mezclan. En la primera se incluyen Marie, Manda y Raymond, personajes que vienen del otro extremo, de la oscuridad, pero que ahora se muestran a la luz. Si la historia de Marie y Manda es la del amor puro, sencillo y desinteresado, no un amour fou sino el amor total, completo, absoluto, hasta más allá de la vida, la amistad de Raymond y Manda es a prueba de cualquier atisbo de egoísmo o interés, es una manifestación de amistad prototípica que se eleva por encima de cualquier condicionamiento o circunstancia. Esta cualidad de nobleza extrema, especialmente acusada en el personaje de Manda (su intachable comportamiento con el patrón de la carpintería y con su hija, su natural lealtad, sin límite ni cortapisa, a pesar de él mismo, de su felicidad, para quienes quiere y aprecia), que desde el punto de vista moral puede considerarse sin duda como una fortaleza, un signo admirable de personalidad, una actitud elogiable y envidiable, desde el otro extremo del espectro ético no aparece sino una debilidad, y como tal la aprovechan quienes se encuentran en ese bando opuesto. Así, Felix se vale justamente de esa ineludible inclinación de estos tres personajes por hacer lo correcto como expresión de amor, de amistad, de deber contraído con los otros, para introducir la semilla de la trampa que va a causar la perdición de todos: provocar un mal para que quienes obran bien, precisamente por ello, porque no pueden evitarlo sin contravenir su propia conciencia, ayuden a extenderlo, a amplificarlo, a convertirlo en un mal mayor.

De este modo, la ambivalencia moral de la película se plantea en toda su desoladora dimensión: aquellos que representan los valores positivos se ven tan atrapados y arrastrados a la desgracia como quienes encarnan las actitudes negativas; todos pagan por sus pecados, por sus debilidades, por sus actos irracionales, por sus servidumbres. Lo único común en todos los casos es la belleza en la composición de los encuadres, de notable influencia pictórica y cuidadoso empleo de la luz, la elegancia de los movimientos de cámara, la sencillez de la narrativa (no obstante realmente osada en sus alusiones sexuales, en más de una ocasión expresas) y la delicadeza en el tratamiento de la fotografía de Robert Lefevre (en algunos momentos, como en los primeros planos de éxtasis romántico de Marie, quizá un poco pasada de vueltas, gasas, halos y brillos luminosos), pero al servicio del relato, en resumidas cuentas, de que la redención frente al crimen, la fortaleza moral frente a la abyección, no garantizan que la vida ofrezca una recompensa mayor; que ambos extremos dialogan, que se contaminan y se condicionan, que llevan en última a instancia a un mundo sin amor en el que triunfa solamente una idea de justicia impersonal, aséptica, deshumanizada, burocrática. La clase de mundo que en 1900 abandonaba paulatinamente la paz, la despreocupación y la felicidad para encarar la progresiva escalada de maximalismos y odios enconados que iban a conducir a la Gran Guerra. Un mundo sin esperanza. 


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