Revista Cultura y Ocio

Muy hippie – @Sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

A mi padre siempre le han encantado las fotografías. Su casa está llena de álbumes perfectamente catalogados y ordenados por fechas (también le encanta el orden, TOC que creo que he heredado). Cuando mi hermana y yo éramos pequeñas le gustaba sentarnos en su regazo y enseñarnos las fotos de cuando era joven. Yo las miraba con la misma ilusión con la que él nos las enseñaba, y pensaba que tenía un padre muy hippie. Un hippie de esos de pantalones de campana, pelo largo y porro.

Siempre recuerdo una sesión de estudio que se hicieron él y mi madre cuando rondaban la veintena, estaban guapísimos. Él lo sabía, las miraba con nostalgia y decía “Mirad qué melena”. Y ¿sabéis esas anécdotas que te las cuentan una y mil veces, pero aun así no te cansas de escucharlas? Pues a esas fotos siempre les acompañaba la historia de cuando su amigo el peluquero le llevaba de modelo para sus desfiles de peluquería. Y mi madre iba a verle, orgullosa, y le aplaudía con cara de enamorada mientras el movía el pelazo de un lado a otro. Ahora quizá ya no tenía tanto pelo, ni tan largo, ni tan negro… pero a mí me seguía pareciendo guapísimo.

A veces a los desfiles también iba el hermano pequeño de mi padre, Josito. Era 5 años más pequeño que él y, como suele pasar en estos casos, mi padre era su ídolo. Siempre, desde que les recuerdo, y desde mucho antes de que yo les conociera, han estado muy unidos. Cuando se ponen los dos a contarte sus batallitas, se ríen tanto que te contagian y te da envidia no haber vivido esas historietas en primera persona. Como aquella vez que se murió un tío suyo del pueblo y fueron todos los hermanos al entierro (eran 7, unos cuantos). Allí no les conocía casi nadie, no eran muy de ir a ver a su tío al pueblo, pero llegaron y, como su tío no tenía hijos, los chicos se ofrecieron para transportar el féretro a hombros. Mi padre y Josito llevaron la voz cantante. Uno, dos, tres y ¡Arriba! Y cuando ya lo tenían sujeto, echaron a andar. Iban tan concentrados que, cuando se quisieron dar cuenta, miraron para atrás y no les seguía nadie. Iban sólo ellos y el muerto (que al parecer pesaba como tal). Decidieron bajar el ataúd al suelo y, a la vista de que todavía no había salido nadie a su encuentro, miraron a su alrededor en ese pueblo desconocido y ¡bingo! Vieron un bar. Aparcaron al tío Manuel en la puerta, pasaron a por unas cervezas, y allí se las bebieron, sentados encima de la caja, hasta que la comitiva se decidió a alcanzarles. A la cabeza del sepelio iba su hermana mayor, Mercedes, que les miró con cara de querer matarles y enterrarles a ellos.

Mercedes era una mujer muy guapa. Tanto que, cuando era joven, fue “Miss con gafas” en su barrio (sí, habéis leído bien, con gafas). Ella siempre lo contaba orgullosa, pero ellos se lo tomaban a guasa. Como si una mujer con gafas no pudiera ser guapa. Se casó con un joyero que la mantuvo como mujer florero y que, una vez en una comida familiar cuando yo tenía unos 10 años le gritó “Tú te callas que aquí el que lleva el dinero a casa soy yo”. Y ese día decidí que jamás permitiría que un hombre me mantuviera y se creyera con derecho a mandarme callar. A veces pasaba unos días en vacaciones con ellos en una casa que tenían junto a la playa en Valencia. Mi tía hacía unos platos de comida gigantes, tanto que cuando acababas de comerte el arroz y te salía por las orejas, descubrías que debajo había un huevo frito… y se te hacía de noche sólo de pensarlo. Pero entonces la tía sentenciaba “¡El plato limpio!” y cualquiera se atrevía a rechistar. Una mañana fuimos a bañarnos a la playa y Mercedes se metió al agua con esos aires de dignidad que le caracterizaban, porque la que fue Miss siempre será Miss. Y entonces vino una ola enorme que la sepultó. Salió tosiendo como una loca y empezó a gritar “¡¡Mi dentadura!! ¡¡He perdido mi dentadura!!”. Toda la familia nos pusimos a buscarla como locos, aguantándonos la risa, claro. Tras un rato largo, que a mi tía se le hizo eterno (por eso de la humillación y tal), mi primo Carlitos, que la estaba buscando con las gafas de bucear dijo “¡¡Aquí está!! ¡¡La he encontrado!!”. Y se acercó triunfal a dársela a su madre, que sonrió como pudo sin que se le vieran los no-dientes. Pues bien, no era su dentadura… y ahí ya sí que no pudimos aguantarnos la risa. Ella se fue medio llorando y mi yaya la siguió para consolarle mientras los demás nos quedábamos ahí, haciendo mil chistes sobre la boca sin dueño.

Mi yaya era una mujer muy peculiar. Y quien dice peculiar quiere decir alcohólica. Mujer de militar, se había dedicado a parir hijos como si fuera una coneja allá donde el trabajo de su marido les llevaba, que solía ser a África. Así que podríamos decir que casi toda mi familia por parte de padre es africana. Una vez, estando destinado mi abuelo ya en Madrid, a mi padre y sus hermanos se les antojó tener un conejo. Se pusieron tan pesados que al final mi yayo les compró uno, aunque su mujer no quería porque sabía que, con el tiempo, el marrón se lo comería ella. Al principio, como suele suceder, todos querían jugar con el conejo, todos limpiaban al conejo ¡El conejo era lo más! Hasta que pasaron del conejo, como mi yaya supuso que sucedería. Y, mientras sus hijos jugaban a las chapas o a las tabas, ella se sentaba en el sofá y acariciaba el conejo (suena mal pero así es) mientras se fumaba un Ducados y veía la televisión (aparato que estaban comprando a plazos, y que pasaba un señor a cobrar de vez en cuando subido en una bicicleta). Un día llegaron todos del colegio y, como siempre al entrar a casa, llamaron ¡¡Blanqui!! ¡¡Blanqui!! (así se llamaba el animalico), pero no apareció nadie… qué raro. Se sentaron a la mesa y Mercedes preguntó “¿Qué hay para comer, mamá?”, “Conejo” contestó su madre, sirviendo los platos. Ese día no comió nadie excepto mi yaya, que se puso las botas. Y se bebió una botella entera de vino, para celebrar la victoria y porque no podía abrirla y no terminársela. Y en casa no volvieron a entrar más animales.

Pasó la dictadura y llegó la “transición”. Mi yayo era un hombre muy de derechas pero, para su desgracia, su hijo (mi padre) le había salido rojeras. Una tarde de 1977, en plena campaña electoral, se lo llevó a un mitin de UCD, para intentar llevarle un poco a su terreno. Mi padre lo escuchó y reconoce que sonaban bastante convincentes. Pero entonces él cogió a su progenitor y se lo llevó a uno del PCE. Cuando terminó, mi yayo le dijo “Pues parece que los dos tienen razón, hijo ¿Qué tendrá el poder que nadie lo quiere soltar?”. Poco pudo disfrutar mi yayo de aquella democracia que estaban construyendo, pues un cáncer fulminante se lo llevó. Y Josito, que hasta entonces había sido el niño mimado por ser el menor, se tuvo que poner a trabajar, así que entró de ayudante en la carnicería en la que trabajaba mi padre. Empezó cargando y descargando el camión, pero se le daba tan bien conducir (ya se le daba bien antes de tener el carnet, es lo que tiene criarse en Carabanchel), que al poco tiempo le pusieron de repartidor. Le encantaba ese trabajo, se pasaba la mañana al volante, viendo mujeres guapas por la calle, parando para tomarse una caña en los bares donde ya le conocían. Un día tuvo que hacer una entrega en Villaverde y, de repente, le empezaron a entrar retortijones. Buscó un bar, pero no encontró ninguno, por más vueltas que dio, y aquello ya no podía esperar más. Se fue a la parte trasera del camión, intentó pensar despacio pero no podía, tenía que encontrar una solución urgente. Y de repente lo vio, el papel de estraza con el que envolvía la carne. Y allí planto la desazón entre sudor y no sé si lágrimas, pero un poco de vergüenza seguro. Cuando terminó, lo envolvió como si de un kilo de filetes se tratara (igual en otro momento lo fueron, pero ya no era el caso), abrió la puerta trasera del camión y lo tiró al suelo dispuesto a huir de la escena del crimen lo más rápido posible. Se volvió a sentar en el asiento del conductor y, mientras metía la llave, vio por el retrovisor a una anciana que pasaba con su carro de la compra, miraba el paquete, miraba a ambos lados, cogía el papel de estraza relleno, y se lo echaba al carro aligerando el paso. Josito quiso decir algo, pero no sabía muy bien el qué, así que arrancó, y se fue con más pena que otra cosa pensando en aquella mujer cuando llegara a casa y abriera el regalo… Dos minutos y tres piropos después ya se le había olvidado. Porque sinvergüenza era un rato, pero ligón era más. Tuvo decenas, qué digo decenas, cientos de novias. Rubias, morenas, altas, bajas, gordas, flacas, payas, gitanas, negras, dependientas, modelos, prostitutas… Y también era un vividor. Cuando dejó la carnicería se puso a trabajar de DJ en una discoteca (yo me lo imagino como el Paquirrín de su época pero en muchomásguapo). Tenía don de gentes, había que reconocerlo, así que no tardó en ascender a responsable del local, y de ahí pasó a ser el responsable de un club de alterne, representante de muchas de las artistas que trabajaban en él, empresario… Y nunca, nunca jamás, volvió a cagar en papel de estraza.

Tras la muerte del yayo, con todos sus hijos ya trabajando y sus hijas casadas, mi yaya cada vez pasaba más tiempo acompañada por la botella. Tanto que un día le dio un infarto ocular y perdió prácticamente la vista de ambos ojos. La televisión que tanto les había costado pagar ahora permanecía casi siempre apagada. Así que un día mi padre le regaló un radiocasete (marca Faro, todavía lo recuerdo), para que le hiciera compañía sin recordarle que no podía ver a quien estaba hablando. Siempre que ibas a su casa había música puesta. Tenía muchísimas cintas. De todo tipo. Pero las que más le gustaba escuchar eran las de historias eróticas, y quien dice eróticas quiere decir porno. Y quien dice que le gustaba escucharlas quiere decir que le gustaba compartirlas con todo el vecindario. Se salía al balcón de su casa, a sentarse en su silla (costumbre muy de antes, que lamentablemente se está perdiendo), con su Ducados y su aparato de radio (hasta donde llegaba el cable), y le daba al play. Y allí empezaban los protagonistas a darse cera mientras ella fumaba. A veces mi padre iba a visitarla y se la encontraba de esa guisa. Subía y le decía “Pero mamá, que tienes a todos los viejos del barrio debajo del balcón escuchando lo que pones” y ella sonreía juguetona “¿Sí? Ay, no sé, hijo, como no les veo”.

Podría pasar horas contándoos historias, igual que mi padre pasó horas contándomelas a mí, y con la misma ilusión, porque las he oído tantas veces que ya es como si fueran mías. Yo no sé si cualquier tiempo pasado fue mejor o peor, pero lo que sí sé es que cuando tus mayores te hablan de su vida están compartiendo contigo uno de sus mayores tesoros, sus recuerdos. Así que escúchalos, disfruta de ese momento tan íntimo, y guarda esas joyas en tu memoria para cuando esas personas ya no estén. Porque quien permanece vivo en ti, nunca se te va del todo.

Visita el perfil de @Sor_furcia


Volver a la Portada de Logo Paperblog