Revista Cultura y Ocio

Dash Berlín en México

Publicado el 05 agosto 2013 por Raspberry Mag @raspberrymag

ía como alternativa para la pena máxima. Hice sonar el timbre, ring, y quedé satisfecho. Incluso pensé que estaba bien. No muy bien, pero que estuviera bien no estaba mal, y mucho más no podía exigírsele a un timbre antiguo. Riing, riing.
Me pregunté qué pensaría la dueña de la bicicleta de mujer acerca de los lobotomistas. Puesto a razonar me di cuenta de que yo simpatizaba con la idea de ellos y no me habría extrañado que la dueña también. Había un lado preocupante del problema y era que el movimiento lobotomista tenía un ala radical que parecía dispuesta a llevar la protesta a extremos desestabilizadores. A su vez, el gobierno había endurecido su posición con respecto a la pena de muerte. El hecho de que el Estado hubiera trasladado la administración de la pena máxima al ámbito comunal, y los cadalsos de las cárceles estatales a los espacios públicos, era una prueba de que los radicalismos estaban ganando terreno. Ring. Rrriiing.
3
Hice la prueba, durante varias semanas, de llegar al patio a distintas horas, antes de las nueve, para poder ver a la dueña de la bicicleta romántica de mujer. Algunas veces sucedía que la bicicleta ya estaba allí cuando yo llegaba. Observé que tenía uno de los rayos delanteros sueltos. Se había partido. Cuando estaba, me contentaba con dejar la mía a su lado. Algunas veces se destacaba en medio de una cantidad de otras bicicletas. Entonces yo cambiaba de lugar una cualquiera que estuviese cerca de la de ella y en su lugar colocaba la mía. Y todas las veces que no estuvo esperé su llegada inútilmente, sentado en el banco hasta pocos minutos antes del comienzo de las clases. Pero no me desanimaba, había una relación, un diálogo entre nuestras bicicletas. Siempre, a la salida, la de ella estaba situada al lado de la mía. Ahora seguía siendo hermosa, pero el asiento estaba caído hacia adelante, flojo. Con una apretada de tuercas bastaría, pensé.
Cuántas horas se me fueron sentado en el banco de la espera es algo que no sabré jamás, porque no las contaba; solo el frío o el hambre me hacían desistir, y entonces me iba para casa. Si resolvía dejar la bici toda la noche en el patio de la escuela apostaba conmigo mismo que al día siguiente yo encontraría ambas bicicletas una al lado de la otra. Gané algunas veces, perdí otras, pero lo que no lograba era ver a la dueña. Parecía que yo tendría que montar guardia en el banco y no pensar en la nieve ni en el frío ni en el sueño ni en el hambre. Estar allí, firme, hasta que la viera.
De algún modo se me hacía cuesta arriba hacerlo; sospechaba que sería tiempo perdido. No obstante, decidí probar fortuna una vez. Me abrigué bien y me llevé un termo con café y provisiones y a las tres de la tarde, a la salida de la escuela, me senté a montar guardia. Cada tanto me levantaba a desentumecer el cuerpo. Daba una vuelta, pisando la nieve crujiente y volvía a sentarme. En el patio de la escuela solo estábamos yo y las dos bicicletas, una junto a la otra. Ahora no cabía duda de que la mía era la más bella, porque, además de los detalles deteriorados que yo había observado en la otra, vi que tenía el guardabarros trasero abollado, y en la abolladura empezaba a acumularse el óxido.
El tiempo transcurrió lento y al fin se hizo de noche, salió la luna en cuarto menguante e iluminó de irrealidad la nieve, los árboles, el patio, las bicicletas. Yo, para ese entonces, ya había vaciado el termo y empezaba a tener un frío y un sueño espantosos. Eran las cuatro de la mañana, la hora de los lobos, cuando por fin la vi. Habí
ímicos en el Lago Titikaka, el cual utiliza su vegetación, especialmente la totora, para depurar (Dentro de ciertos límites, obviamente)… Pero todos los poblados circumlacustres también vuelcan sus residuos cloacales y basura de todo tipo en el lago y este, en un intento de zafar de ella literalmente la “vomita” sobre sus costas marcándolas con anillos concéntricos de basura y restos de vegetación flotante y sumergida impregnada de gasolina y aceite de motor (En Huatajata está el Club Náutico más alto del mundo y el embarcadero de buques comerciales) (Ver Richard 2010a, 2010b). Probablemente la forma de contaminación más nociva sean las pilas y baterías, la mayoría de ellas de vieja data y por tanto con altos contenidos de cadmio y mercurio… En añx;

 

Qué es la codependencia? Según Charles L. Whitfield, en su libro "Co-dependencia: la curación de la condición humana", nos dice lo siguiente:
  
"La codependencia es la más común de todas las adicciones: la adicción a mirar a otra parte. Creemos que algo fuera de nosotros mismos, es decir, fuera de nuestro verdadero "yo"nos puede dar felicidad y satisfacción. La 'otra' pueden ser personas, lugares, cosas, comportamientos o experiencias. "
  
Así que la codependencia es cuando te haces cargo de otras personas para ser feliz.Los codependientes tienen la ilusión de que los demás tienen la llave de la felicidad y  no se dan cuenta que sólo puede ser uno mismo quien tiene la llave.
  
  ¿Cóa venido caminando de alguna parte sin que yo me diera cuenta; en aquel momento estaba por subirse a su bicicleta. Me puse de pie y empecé a caminar, casi a correr hacia ella, pero comprendí que podría asustarla en aquella soledad. Me quedé inmóvil en el patio blanco. Ahora ella venía pedaleando hacia donde yo estaba. Se acercó y se detuvo, sin apearse, a tres metros de mí; sujetaba la bicicleta con manos enguantadas y tenía ambos pies apoyados en el piso.
Era una muchacha de una belleza interminable. Tenía el cabello apenas ondulado hasta los hombros. Era negro, o así lo percibí a la luz de la luna; los ojos también eran o me parecieron oscuros. Estaba vestida con chaqueta, un buzo marinero de lana y cuello rompevientos. Por debajo de la falda larga, marrón rojiza, asomaban unos botines de gamuza marrón. Me imaginé, después, que debía de tener los pies fríos. Nos miramos largamente; aquella mirada lo decía todo. Era entre seria y dulce, entre irónica y piadosa. La viví como apasionada, aunque en realidad no había motivos para que lo fuera. No hubo necesidad de palabras.
Fue un momento mágico, único e irrepetible. Por fin, en silencio, la muchacha se afirmó en los pedales, tomó velocidad y pasó a mi lado dejando en el aire frío un aroma fresco de mujer. No me di vuelta a mirarla; solo seguí la huella que había dejado su bicicleta en la nieve, llegué hasta la mía y pedaleé rumbo a casa.
Al salir de la escuela al día siguiente vi que la bicicleta romántica de mujer no estaba. Había un pequeño paquete atado en la parrilla de la mía. Lo abrí y vi una fotografía que me recordaba a algo muy querido, algo que yo había visto en algún lugar que no recordaba. Recostada a una pared encalada había una bicicleta y se veía una ventana con los postigos cerrados. La fotografía estaba impresa en color sepia y había sido tomada con una luz de neblina, o de atardecer o amanecer, pues todo tenía una profundidad inusitada. Era una bicicleta romántica, negra, de mujer. Al dorso de la foto estaba escrito, con una letra menuda y elegante: "Las cosas encuentran su destino. Los humanos lo buscan. Se acerca el momento, debes hacer algo".
En aquel instante tuve la sensación de que había visto esa bicicleta recostada a la pared encalada en algún otro sitio. ¿No había vivido eso, antes? ¿Y quién me había dejado esa foto? Estaba cansado y no podía entender por qué, ni qué quería decir el mensaje. ¿El momento de qué? ¿Y qué se suponía que debía hacer?.
En camino a casa pensmo es la codependencia? 
  La codependencia se presenta en muchas formas (1):

  •   La joven que cree que necesita un caballero de brillante "armadura" para salvarla de su vida, es codependiente.
  •   El joven que cree que no puede expresar sus sentimientos, porque no será aceptado por la sociedad es codependiente.
Era una muchacha de una belleza interminable. Tenía el cabello apenas ondulado hasta los hombros. Era negro, o así lo percibí a la luz de la luna; los ojos también eran o me parecieron oscuros. Estaba vestida con chaqueta, un buzo marinero de lana y cuello rompevientos. Por debajo de la falda larga, marrón rojiza, asomaban unos botines de gamuza marrón. Me imaginé, después, que debía de tener los pies fríos. Nos miramos largamente; aquella mirada lo decía todo. Era entre seria y dulce, entre irónica y piadosa. La viví como apasionada, aunque en realidad no había motivos para que lo fuera. No hubo necesidad de palabras.
Fue un momento mágico, único e irrepetible. Por fin, en silencio, la muchacha se afirmó en los pedales, tomó velocidad y pasó a mi lado dejando en el aire frío un aroma fresco de mujer. No me di vuelta a mirarla; solo seguí la huella que había dejado su bicicleta en la nieve, llegué hasta la mía y pedaleé rumbo a casa.
Al salir de la escuela al día siguiente vi que la bicicleta romántica de mujer no estaba. Había un pequeño paquete atado en la parrilla de la mía. Lo abrí y vi una fotografía que me recordaba a algo muy querido, algo que yo había visto en algún lugar que no recordaba. Recostada a una pared encalada había una bicicleta y se veía una ventana con los postigos cerrados. La fotografé que era, tal vez, la fotografía amarillenta de una historia inconclusa, fragmentada: una pieza de un rompecabezas que debería armar, en todo caso, yo mismo. Deslumbrado por mi propia lentitud, pensé más tarde que era la fotografía de la bicicleta romántica de mujer, la que a veces encontraba en el patio. Supuse entonces que la dueña se habría ido de viaje, tal vez para siempre, y me dejaba ese recuerdo. Pero seguía sin dar con el sentido del mensaje.
4
Los días fueron alargándose y yo seguía sin tener noticias del Ministerio de Trabajo. Terminé por aceptar que no habían considerado mi propuesta de hacer días de veinticinco horas. El tiempo continuaba, insuficiente, pero haber comprobado que la bicicleta de mujer tenía dueña, haberla visto y habernos mirado como lo hicimos aquella noche me daba unas energías considerables. Pensé que tal vez el próximo paso sería hablarle. Había, sin embargo, tanta belleza en lo que me había ocurrido que de algún modo temía romper el hechizo. Todo estaba bien como había sido, ¿a qué más? 
Veía la bicicleta suya en el patio con una irregularidad asombrosa. Podía estar y no estar a cualquier hora y durante varios días o incluso semanas. Cualquier amago de rutina se rompía infaliblemente; la única constante era que yo nunca veía a la dueña. Nuestras bicicletas se hicieron amigas. Cuando estaban las dos en el patio siempre se las veía juntas.
Los lobotomistas hicieron varias manifestaciones en contra del cadalso público, en contra de los paredones de fusilamiento en los patios de las cárceles y cuarteles e incluso contra lo que había empezado a discutirse: la instalación del patíbulo no en lugar público sino en un cementerio privado. La policía detuvo a activistas y el gobierno, a través del Ministerio del Interior, emitió varios comunicados a la población con muchas palabras que decían tres cosas: que no iba a permitir la alteración del orden público, que instalar el patíbulo y ejecutar en lo sucesivo la pena máxima en lugar público eran resoluciones que seguirían vigentes y que de continuar la agitación lobotomista el gobierno tomaría medidas enérgicas para combatirlos.
Un domingo, por la noche, se anunció que al día siguiente se daría la obra por terminada. Los trabajos se habían llevado a cabo tras unas mamparas, de modo que ni la prensa ni el público pudieron ver el desarrollo, el progresivo armado e instalación del artefacto; solo se habían oído las voces de los carpinteros y los golpes de los martillos. La inauguración oficial tendría lugar el próximo viernes, y contaría con la presencia de un jerarca de la Comuna, de la Ministra de Educación y Cultura y del Ministro del Interior. El lunes por la mañana, al llegar al patio, vi a ambas bicicletas amarradas en la primavera, y con candado. Al deterioro de la de ella se le había agregado otro detalle triste: ahora le faltaba un pedal.
Ese primer día de la semana les adelantía estaba impresa en color sepia y había sido tomada con una luz de neblina, o de atardecer o amanecer, pues todo tenía una profundidad inusitada. Era una bicicleta romántica, negra, de mujer. Al dorso de la foto estaba escrito, con una letra menuda y elegante: "Las cosas encuentran su destino. Los humanos lo buscan. Se acerca el momento, debes hacer algo".
En aquel instante tuve la sensación de que había visto esa bicicleta recostada a la pared encalada en algún otro sitio. ¿No había vivido eso, antes? ¿Y quién me había dejado esa foto? Estaba cansado y no podía entender por qué, ni qué quería decir el mensaje. ¿El momento de qué? ¿Y qué se suponía que debía hacer?.
En camino a casa pensé que era, tal vez, la fotografía amarillenta de una historia inconclusa, fragmentada: una pieza de un rompecabezas que debería armar, en todo caso, yo mismo. Deslumbrado por mi propia lentitud, pensé más tarde que era la fotografía de la bicicleta romántica de mujer, la que a veces encontraba en el patio. Supuse entonces que la dueña se habría ido de viaje, tal vez para siempre, y me dejaba ese recuerdo. Pero seguía sin dar con el sentido del mensaje.
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Los días fueron alargándose y yo seguía sin tener noticias del Ministerio de Trabajo. Terminé por aceptar que no habían considerado mi propuesta de hacer días de veinticinco horas. El tiempo continuaba, insuficiente, pero haber comprobado que la bicicleta de mujer tenía dueña, haberla visto y habernos mirado como lo hicimos aquella noche me daba unas energías considerables. Pensé que tal vez el próximo paso sería hablarle. Había, sin embargo, tanta belleza en lo que me había ocurrido que de algún modo temía romper el hechizo. Todo estaba bien como había sido, ¿a qué más? 
Veía la bicicleta suya en el patio con una irregularidad asombrosa. Podía estar y no estar a cualquier hora y durante varios días o incluso semanas. Cualquier amago de rutina se rompía infaliblemente; la única constante era que yo nunca veía a la dueña. Nuestras bicicletas se hicieron amigas. Cuando estaban las dos en el patio siempre se las veía juntas.
Los lobotomistas hicieron varias manifestaciones en contra del cadalso público, en contra de los paredones de fusilamiento en los patios de las cárceles y cuarteles e incluso contra lo que había empezado a discutirse: la instalación del patíbulo no en lugar público sino en un cementerio privado. La policía detuvo a activistas y el gobierno, a través del Ministerio del Interior, emitió varios comunicados a la población con muchas palabras que decían tres cosas: que no iba a permitir la alteración del orden público, que instalar el patíbulo y ejecutar en lo sucesivo la pena máxima en lugar público eran resoluciones que seguirían vigentes y que de continuar la agitación lobotomista el gobierno tomaría medidas enérgicas para combatirlos.
Un domingo, por la noche, se anunció que al día siguiente se daría la obra por terminada. Los trabajos se habían llevado a cabo tras unas mamparas, de modo que ni la prensa ni el público pudieron ver el desarrollo, el progresivo armado e instalación del artefacto; solo se habían oído las voces de los carpinteros y los golpes de los martillos. La inauguración oficial tendría lugar el próximo viernes, y contaría con la presencia de un jerarca de la Comuna, de la Ministra de Educación y Cultura y del Ministro del Interior. El lunes por la mañana, al llegar al patio, vi a ambas bicicletas amarradas en la primavera, y con candado. Al deterioro de la de ella se le había agregado otro detalle triste: ahora le faltaba un pedal.
Ese primer día de la semana les adelanté a mis alumnos que pronto, en cuanto inauguraran la máquina en sus funciones, haríamos juntos una visita de estudio. Enseguida arreciaron las preguntas, y entonces les prometí que, a fin de contestarlas, yo les entregaría material para que estudiásemos el cadalso antes. Les hablé de mis planeadas entrevistas a los carpinteros y al verdugo; les conté que haría bocetos y tal vez un óleo; los entusiasmé con la idea de hacer una exposición con los dibujos que ellos harían y los ilusioné con ganar el concurso del Ministerio de Educación y Cultura.
A la salida las bicicletas continuaban amarradas, y fue entonces que, después de evaluar alternativas opté a mis alumnos que pronto, en cuanto inauguraran la máquina en sus funciones, haríamos juntos una visita de estudio. Enseguida arreciaron las preguntas, y entonces les prometí que, a fin de contestarlas, yo les entregaría material para que estudiásemos el cadalso antes. Les hablé de mis planeadas entrevistas a los carpinteros y al verdugo; les conté que haría bocetos y tal vez un óleo; los entusiasmé con la idea de hacer una exposición con los dibujos que ellos harían y los ilusioné con ganar el concurso del Ministerio de Educación y Cultura.
A la salida las bicicletas continuaban amarradas, y fue entonces que, después de evaluar alternativas opté por quedarme y esperar a que el martes la persona que las había sujetado con cadenas las volviera a su condición normal. Cuando llegué a casa, sin haber siquiera pensado en qué haría si las bicicletas continuaban igual, mi cuerpo y mi cabeza estaban cansados. Así y todo cocinaron y prepararon la clase del día siguiente, pero apenas se acostaron se durmieron sin vacilar.
Esa noche la muchacha nocturna regresaba de un largo viaje en su bicicleta. Yo estaba en el patio de la escuela, acompañado por la mía. Intentaba hacer sonar el timbre, sin lograrlo. Al accionar el mecanismo el pulgar apretaba algodón. Era de noche, yo estaba esperando a la muchacha. Pero me alejaba en el aire y ahora veía la escena desde un banco, aunque yo no quería estar allí, sino en el lugar donde estaba mi bicicleta, donde ella ahora llegaba y situaba la suya y la ataba a la mía mientras me daba la espalda.
Vestía una chaqueta y un buzo de lana marinero de cuello rompevientos. Tenía una falda larga debajo de la que asomaban unos pies descalzos. Se daba media vuelta y me miraba. Yo podía ver la refinada belleza melancólica de su rostro. Yo intentaba decirle algo pero ella se alejaba y yo corría, tratando de alcanzarla sin lograr siquiera acortar la distancia que nos separaba. Yo iba a toda carrera con una lentitud insoportable, agobiado por la certeza de que no la alcanzaría jamás.
5
Cuando llegó la mañana del martes y la hora de ir a las clases tuve la seguridad de que nadie habría liberado las bicicletas, de modo que no me asombró verlas en el patio juntas y unidas por la cadena y el candado. Hacía bastante frío y había hojas amarillas en los árboles y sobre las baldosas del patio. Comenté por quedarme y esperar a que el martes la persona que las había sujetado con cadenas las volviera a su condición normal. Cuando llegué a casa, sin haber siquiera pensado en qué haría si las bicicletas continuaban igual, mi cuerpo y mi cabeza estaban cansados. Así y todo cocinaron y prepararon la clase del día siguiente, pero apenas se acostaron se durmieron sin vacilar.
Esa noche la muchacha nocturna regresaba de un largo viaje en su bicicleta. Yo estaba en el patio de la escuela, acompañado por la mía. Intentaba hacer sonar el timbre, sin lograrlo. Al accionar el mecanismo el pulgar apretaba algodón. Era de noche, yo estaba esperando a la muchacha. Pero me alejaba en el aire y ahora veía la escena desde un banco, aunque yo no quería estar allí, sino en el lugar donde estaba mi bicicleta, donde ella ahora llegaba y situaba la suya y la ataba a la mía mientras me daba la espalda.
Vestía una chaqueta y un buzo de lana marinero de cuello rompevientos. Tenía una falda larga debajo de la que asomaban unos pies descalzos. Se daba media vuelta y me miraba. Yo podía ver la refinada belleza melancólica de su rostro. Yo intentaba decirle algo pero ella se alejaba y yo corría, tratando de alcanzarla sin lograr siquiera acortar la distancia que nos separaba. Yo iba a toda carrera con una lentitud insoportable, agobiado por la certeza de que no la alcanzaría jamás.
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Cuando llegó la mañana del martes y la hora de ir a las clases tuve la seguridad de que nadie habría liberado las bicicletas, de modo que no me asombró verlas en el patio juntas y unidas por la cadena y el candado. Hacía bastante frío y había hojas amarillas en los árboles y sobre las baldosas del patio. Comenté a mis colegas lo que estaba ocurriéndome con la bici y alguno me sugirió que fuera a la policía. Entonces dije que bueno, no era mala idea, tal vez iría un día de esos: simulé que el hecho en realidad no tenía para mí mayor importancia No sabía en aquel momento por qué no me entusiasmaba nada la idea de hacer una denuncia en la comisaría pero unas horas más tarde terminé de comprender que habría sido una especie de deslealtad, casi una delación a la dueña de la bicicleta.
Una de las maestras dijo durante el recreo que por qué no viajábamos varios en el coche de ella hasta el cadalso. Propuse que pidiéramos libre para preparar la visita; la sugerencia fue aceptada y la dirección dio el visto bueno. El miércoles viajamos temprano por la mañana cuatro maestros y por fin pudimos admirar la obra. Estaba ubicada en una suave colina que formaba una especie de plazoleta circular. Las aceras, amplias, y la rotonda permitían que el público pudiera acudir en gran número y tener una vista excelente.
En las manzanas adyacentes había pocas casas y abundantes arboledas. La elección del emplazamiento se había discutido bastante en la prensa. Prestigiosos urbanistas opinaban que la topografía opuesta, es decir, el anfiteatro, era la más adecuada, y no faltaron, por cierto, partidarios de que el cadalso se instalase en el gran teatro de verano de la ciudad. La disputa se había resuelto burocráticamente con un decreto presidencial, y allí estaba, la excelencia hecha patíbulo. Había que reconocer que el diseñador o diseñadora había tenido un gusto exquisito, gusto que se manifestaba en un admirable sentido de la armonía y las proporciones.
Ninguno de nosotros había visto antes una m
  •   La madre que se define por los éxitos de sus hijos o las faltas es codependiente.  
  •    El padre que siempre tiene que ser fuerte y bueno para sostener a la familia es codependiente.
  •   La persona que constantemente se ocupa de otras personas sin su consentimiento es codependiente.
  •   La persona que compulsivamente intenta controlar a los demás, aunque sea en nombre de su interés superior, es codependiente.
  •   La persona que no puede dejar una relación abusiva es codependiente.
  •   La persona que no puede establecer límites sanos es codependiente.
  •   La persona que no puede salir de una relación por el que la otra persona no está mental, emocional o físicamente disponible es codependiente.
  Hay una periodista y escritora a la que le ha interesado mucho este tema y sobre el que ha publicado varios libros, Melody Beattie. Para ella es fundamental que nos desapeguemos de los demás, que no intentemos cambiarlos, esto lo resume ella muy claramente en el siguiente texto:
  “A fin de cuentas, los demás hacen lo que quieren hacer. Se sienten como se quieren sentir (o como se están sintiendo), piensan lo que quieren pensar, hacen las cosas que creen que necesitan hacer y cambiarán sólo cuando estén listos para cambiar. El hecho de que ellos no tengan razón y nosotros si, no importa. Tampoco importa que se estén lastimando a si mismos. No importa el hecho de que nosotros podríamos ayudarles si nos escucharan y si colaboraran con nosotros. NO IMPORTA. NO IMPORTA. NO IMPORTA, NO IMPORTA (…) La única persona a la que puedes o podrás cambiar es a ti mismo. La única persona a quien te corresponde controlar eres tú.
  é a mis colegas lo que estaba ocurriéndome con la bici y alguno me sugirió que fuera a la policía. Entonces dije que bueno, no era mala idea, tal vez iría un día de esos: simulé que el hecho en realidad no tenía para mí mayor importancia No sabía en aquel momento por qué no me entusiasmaba nada la idea de hacer una denuncia en la comisaría pero unas horas más tarde terminé de comprender que habría sido una especie de deslealtad, casi una delación a la dueña de la bicicleta.

Una de las maestras dijo durante el recreo que por qué no viajábamos varios en el coche de ella hasta el cadalso. Propuse que pidiéramos libre para preparar la visita; la sugerencia fue aceptada y la dirección dio el visto bueno. El miércoles viajamos temprano por la mañana cuatro maestros y por fin pudimos admirar la obra. Estaba ubicada en una suave colina que formaba una especie de plazoleta circular. Las aceras, amplias, y la rotonda permitían que el público pudiera acudir en gran número y tener una vista excelente.
En las manzanas adyacentes había pocas casas y abundantes arboledas. La elección del emplazamiento se había discutido bastante en la prensa. Prestigiosos urbanistas opinaban que la topografía opuesta, es decir, el anfiteatro, era la más adecuada, y no faltaron, por cierto, partidarios de que el cadalso se instalase en el gran teatro de verano de la ciudad. La disputa se había resuelto burocráticamente con un decreto presidencial, y allí estaba, la excelencia hecha patíbulo. Había que reconocer que el diseñador o diseñadora había tenido un gusto exquisito, gusto que se manifestaba en un admirable sentido de la armonía y las proporciones.
Ninguno de nosotros había visto antes una máquina de matar más hermosa. Estaba hecha de roble, con apenas algún detalle labrado y unas discretas taraceas en lo alto, que para nada mitigaban la sobria elegancia del conjunto. Yo había llevado un lienzo y, como disponíamos de todo el día, pude hacer unos cuantos bocetos e incluso terminar un óleo antes de las cuatro de la tarde. Unos nubarrones densos y compactos y unos árboles casi sin hojas ofrecieron un fondo inspirador y bastante adecuado al motivo central. Quedé conforme con el resultado y los elogios de mis colegas y de algunos vecinos que miraban mientras yo pintaba en el viento frío me hicieron sentir orgulloso. Habría querido que ella, la muchacha romántica de mis sueños, hubiese visto mi cuadro. ¿Dónde estaría? Pensé intensamente en ella, la evoqué tal como la había visto, con una nostalgia angustiosa y agridulce.
Hicimos un picnic en una arboleda cercana, enfundados en nuestros abrigos de invierno, un poco asombrados del frío cortante, estando como estábamos hacia el final de la primavera. Dividimos las tareas. Mientras unos recogían testimonios de los pobladores de la zona sobre cómo se habían llevado a cabo los trabajos, otros ubicamos y entrevistamos a dos de los carpinteros que habían levantado el cadalso. Hacia las seis de la tarde encontramos al verdugo y concretamos una entrevista con él para las ocho de la noche. Con todo ese material en nuestro poder, y tras un par de horas más de trabajo nocturno en la escuela dimos por concluida la preparación. Convinimos en que dedicaríamos el día siguiente a informar a los alumnos, a trabajar con el material y la experiencia que habíamos juntado, de tal manera que el viernes por la mañana saliéramos con nuestros niños preparados rumbo al lugar de la ejecución.
Una vez en casa, después de haber cocinado, aproveché uno de mis bocetos e inicié un nuevo cuadro con acrílicos. Me fui a dormir tarde. Esa noche yo estaba en una plazoleta y veía a la mujer que me gustaba con el hombre que le gustaba. No era yo y aquella visión me llenaba de un sentimiento ambiguo. Yo me tenía lástima, pero al mismo tiempo pensaba: "Qué suerte, qué bien: hace lo que quiere y es feliz". Iban muy juntos del brazo y atados el uno al otro con una cadena cerrada con candado.
Yo no podía verles el rostro. Iba a subirme a la bicicleta y de pronto empezaban a llegar niños, cada vez más, y me dificultaban el paso. Iban en una dirección contraria a la mía. Yo tenía que llegar a la bicicleta pero la multitud de niños avanzaba contra mí en medio de un silencio atroz. "Hacia dónde van", me preguntaba. "¿Hacia dónde?" La muchacha con su hombre no se veían más. Mi bicicleta se me hacía inalcanzable y lejana. Me di media vuelta y vi el patíbulo, primero en acrílicos y luego en sepia. Recostada contra la máquina había una bicicleta romántica de mujer. Era una fotografía de la que yo acababa de salir.
El jueves por la mañana tuve que ponerme guantes, bufanda y un sobretodo. La escarcha perduraba en los jardines hacia las ocho y cuarenta y cinco. Los árboles estaban casi sin hojas y la primavera se había retirado, desalojada por un día invernal extremadamente frío. Las bicicletas continuaban encadenadas y ahora la de ella tenía las gomas sin aire.
En la clase trabajé concentrado y atento, como refugiándome de un presentimiento funesto o una noticia aciaga. Tratamos importantes aspectos históricos, sociales y técnicos relativos al arte de matar delincuentes. Hicimos varias rondas de preguntas y respuestas y cuando sonó la campanilla de la salida tuve la certeza de que, por lo menos mis alumnos, asistirían al espectáculo atentos, en silencio y sin sentir la necesidad de hacer preguntas.
Llegamos al lugar. La rotonda estaba cercada y custodiada por numerosos funcionarios del Ministerio del Interior y solo podía accederse pagando entrada o con un vale gratuito, como el que yo tenía. A la una, cuando el frío arreciaba, hicieron uso de la palabra el Presidente de la Comuna y los Ministros. A las dos de la tarde nevaba y el espectáculo adquiría una belleza acendrada, como en blanco y negro. El verdugo era el mismo que habíamos entrevistado. Condujo hasta el cadalso a una mujer encadenada que caminaba a su lado y parecía bastante maltrecha y cuyo rostro no se veEs importante resaltar, que con algo de esfuerzo por nuestra parte podremos dejar de comportarnos de manera codependiente y así conseguiremos que nuestra calidad de vida mejore enormemente.
(1) Fuente: Melissa Karnaze
ía debido a la capucha. Hizo su trabajo con maestría en medio de un silencio impresionante.
Nunca más vi a la muchacha de mis sueños. Quién sabe por dónde andará, quién sabe si aún se acordará de mí. Las bicicletas románticas parecen haber encontrado su destino. Hasta el día de hoy continúan encadenadas la una a la otra, tal vez felices, oxidándose en la intemperie del tiempo escaso.
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Leonardo Rossiello nació en 1953 en Montevideo. Es escritor e investigador, profesor en la Universidad de Gotemburgo (Suecia). Autor de Solos en la Fuente, La Horrorosa Tragedia de Reinaldo y La Sombra y su Guerrero (primer premio del concurso Narradores de la Banda Oriental en 1992).
Con "Bicicletas Románticas", Rossiello ganó el Premio Casa de América Latina, del concurso Premio Juan Rulfo 1996.

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