Revista 100% Verde

Naturaleza devastada

Por Peterpank @castguer

Puesto porJCP on Oct 14, 2012 in Autores

Naturaleza devastada

La observación de la actividad agrícola y del estado de los bosques en el presente muestra, como rasgo cada vez más destacado, el ascenso, en número, extensión y gravedad, de las plagas y enfermedades de los cultivos y del arbolado. Ello impone, por un lado, un uso creciente de fitoquímicos, en la agricultura convencional, y de venenos de origen vegetal u orgánico, que no son inocuos ni para la entomofauna auxiliar (incluidas las abejas) ni para las aves beneficiosas ni para los “consumidores de salud”, en la agricultura ecológica capitalista. Por otro, el recrudecimiento de patologías ocasiona los rendimientos decrecientes relativos en las diversas formas de agricultura,suceso cardinal que se ha puesto de manifiesto en los últimos 20 años.

Las causas de tan preocupante estado de cosas están en la raíz misma del actual orden social, por lo que no pueden ser superadas o solventadas (salvo de manera parcial y transitoria, y sólo para empeorar, por lo general, aún más la situación a largo plazo) con recetas fáciles e indoloras, como preconizan algunos, sin transformar de forma total y suficiente el vigente sistema político, que ha hecho de la agricultura y el medio ambiente su rehén.

Así se desprende incluso de la simple enumeración de los más significativos factores causales del estado ascendente de las patologías agrarias y silvícolas: 1) degradación de los suelos, hiper-erosión y desertificación; 2) disminución y creciente irregularidad de las precipitaciones, con ampliación de la sequía estival, letal en las áreas de clima mediterráneo; 3) mala calidad de las aguas de riego; 4) uso a colosal escala de maquinaria, en particular de la pesada, inevitable al estar la gran mayoría de la población confinada en las áreas urbanas; 5) ruptura de los nexos naturales entre agricultura, ganadería y silvicultura; 6) acidificación y contaminación por metales pesados de las tierras, lo que es imposible de evitar en una sociedad urbana e industrial, 7) uso de especies y variedades supuestamente más “productivas” pero en realidad cada vez más enfermizas y vulnerables; 8) generalización del trabajo asalariado en la actividad agraria, resultante del auge del nuevo latifundismo de las sociedades mercantiles, notable por la baja calidad de su quehacer y por el maltrato que da a suelos y masas forestales; 9) uso creciente de productos tóxicos, químicos o vegetales, asi como de prácticas atentatorias contra la salud de los suelos, como el desherbado térmico de la agricultura ecológica; 10) dramático retroceso del bosque autóctono, con sus secuelas, disminución de las lluvias, cambios negativos en el clima, acidificación y declive del porcentaje de materia orgánica de los suelos; 11) dominio cada día mayor del ente estatal sobre el agro, como Estado español y como Unión Europea, lo que somete la agricultura a la devastadora lógica de la razón de Estado.

En todo ello hay poco de novedoso. El debilitamiento que la modernidad (cuya esencia es el auge del artefacto estatal y de sus criaturas) está ocasionando en el medio agrario y natural es estudiado con detalle por Isabel Azcárate en “Plagas agrícolas y forestales (siglos XVIII y XIX)”, obra minuciosa, si bien no exenta del filisteismo propio del mundo académico, el cual lleva a eludir la cuestión más espinosa e importante, la responsabilidad fundamental del Estado en los males que azotan, cada vez con mayor furor, a campiñas y serranías indistintamente. Así, el inicio de la modernidad en nuestros bosques ha de fecharse en 1748, cuando es promulgada la Ordenanza de Montes de Marina, que entregaba a punta de bayoneta una buena parte del bosque alto maderable, en general de naturaleza comunal, a la marina de guerra, para la construcción y reparación de los navíos de combate que demandaba el mantenimiento de las colonias americanas y la pugna con la otra gran potencia, Inglaterra, por la hegemonía mundial. Desde entonces, las perentorias exigencias del aparato estatal han determinado, como causa primera la marcha de la agricultura, lo que se pone de manifiesto en la nefasta obra de Jovellanos, el “Informe de Ley Agraria” de 1795,quintaesencia del pensamiento ilustrado, que progresistas, hipermodernos, socialdemócratas e izquierdistas loan con ardor, precisamente porque impone la hegemonía del artefacto estatal en el agro (lo que está enunciado incluso en el título,pues tal significa “Ley Agraria”), además de instituir la propiedad privada capitalista y la hegemonía del aciago “interés particular”, lo que ha terminado por liquidar la libertad política y civil, los bienes comunales o concejiles y los múltiples sistemas de ayuda mutua propios de la ruralidad de antaño.

El texto de Azcárate muestra que desde finales del siglo XVIII las enfermedades y plagas de los cultivos y de los montes se recrudecen. Un ejemplo de ello es la tinta del castaño, que en pocos años, junto con otras patologías, nos privará de este maravilloso árbol, la cual era desconocida hasta finales del siglo XVIII, lo que indica que era de presencia e importancia desdeñables. Hoy lamentamos, tras la grafiosis, que ha liquidado casi por completo al olmo, árbol emblemático del mundo agrario tradicional, bajo cuyos ejemplares más copudos se solía reunir el concejo abierto aldeano, “la seca” de los quercus, que está destruyendo miles y miles de encinas, robles y otros cada año.

Las investigaciones no han logrado hallar un agente patógeno causal y, lo más probable, es que resulte del debilitamiento de las masas arbóreas por la sequía estival resultante de la cerealización y deforestación a descomunal escala, los agentes tóxicos que, provenientes de las ciudades y áreas industriales, son difundidos a través del aire y la lluvia, y las pésimas prácticas silvícolas que ingenieros, doctores y otros expertos dan al monte.

Frente, al parecer, imparable decaimiento de los actuales cultivos, acosado por las enfermedades y las plagas, se yergue la vitalidad de las adventicias, las “malas hierbas” de los oficialistas. Es significativo que para combatirlas haya que acudir, en la agricultura convencional, al uso de tóxicos muy potentes, en la forma de herbicidas, que se han de aplicar en dosis crecientes y combinadas cada año agrícola, debido a que aquéllas se hacen progresivamente inmunes y sobreviven. El dato a retener es que el 60% al menos de las “malas hierbas” pueden usarse como alimento humano o como forraje, lo que indica en qué dirección ha de buscarse una solución al vigente estado de cosas. Pero el obstáculo es político, pues tales vegetales han de consumirse, por lo general, sobre el terreno, lo que significa que en las sociedades urbanas, donde la gran mayoría de la población vive en ciudades, su utilización a gran escala no es posible, lo que nos deja a merced de la alimentación basada en productos de la agricultura, con la enorme cantidad de nocividades que ello lleva aparejado. Las ciudades “sostenibles” que preconizan ciertos autores socialdemócratas de izquierdas, como Sevilla Guzmán, Naredo, Martínez Alier, González de Molina, Labrador y otros, son, ante todo, ciudades, por tanto realidades biócidas de manera constitutiva e irremediable, como lo evidencia el caso considerado.

Para los citados tratadistas todos los males del universo rural, de la agricultura y del medio ambiente se resuelven con más y más intervención del Estado y de la Unión Europea, lo que convierte al que es la causa cierta de las principales nocividades, el Estado, en quimérico remedio. Su fe en las leyes medioambientales, en el intervencionismo legicentrista, por tanto, en el actuar del SEPRONA (Servicio de Protección de la Naturaleza, de la Guardia Civil) es inconmovible. De ese modo, escudándose en un “anticapitalismo” puramente verbal y demagógico, dado que el Estado actual es el fautor y protector por excelencia de la gran empresa y de la propiedad privada absoluta (por ejemplo, del neo-latifundismo en curso, mucho más funesto que el de antaño, entre otros motivos porque en él se hace la agricultura más devastadora de los suelos), lo que hacen, so pretexto de aliviar los problemas medioambientales, es contribuir de manera no desdeñable a desarrollar el actual Estado policial. Por ello, en mi libro “Naturaleza, ruralidad y civilización” dedico un cierto espacio al examen crítico de las propuestas de aquéllos. En él muestro que el universo agrario lleva siglos padeciendo la vesania del Estado, que éste es también hoy su nocividad decisiva, y que, al considerar lo agrario, sólo una posición coherentemente antiestatal puede ser anticapitalista sin comillas.

Un caso que pone en evidencia a las “soluciones” dentro del sistema, aquí-y-ahora, tan del gusto de ecologistas oficialistas y agrónomos académicos es el de las eólicas. Los campos de aerogeneradores, cada día más numerosos y nutridos una vez que se han hecho una parte más del sistema capitalista de producción de electricidad, están ocasionando una mortandad de aves y murciélagos favorecedora del ascenso de las plagas, al disminuir los depredadores naturales de los insectos. Por ejemplo, la carpocapsa de los frutales de pepita, plaga de muy difícil tratamiento en convencional tanto como en ecológico, tiene en los murciélagos su más notable enemigo natural, pero los parques eólicos están diezmando a aquéllos.

Ciertamente, la situación no está para juegos verbales ni floreos sofísticos. Las patologías de los cultivos y los montes son cada vez más, cada vez más graves y cada vez menos tratables con los remedios disponibles. La naturaleza antropizada y la agricultura artificializada se presentan progresivamente debilitadas y exhaustas, de tal modo que en unos pocos decenios, si no se introducen cambios decisivos, se alcanzará una situación crítica. A estas alturas no hace falta insistir en que la tan apoyada desde las instituciones comunitarias y españolas agricultura ecológica no sólo no resuelve o al menos palia la situación existente sino que introduce, en ocasiones, prácticas sobremanera nocivas, como es, además de las citadas, la utilización en grandes cantidades de feromonas para eliminar a los insectos nocivos, que muy probablemente actúan en el organismo como disruptores hormonales de imprevisibles y temibles efectos, las cuales pueden llegar a crear incluso nubes bajas por vaporización, suceso capaz de estatuir situaciones de pesadilla.

La aplicación de los remedios concretos a los mencionados males de los terrenos de labor y los bosques demanda primero, como es lógico, la conquista de la libertad, que es al mismo tiempo política, civil y de conciencia (lo que incluye desmontar esa monstruosidad que es la llamada “sociedad de la información”, o adoctrinamiento inmisericorde del sujeto medio desde la cuna a la tumba), libertad que no existe bajo el actual sistema de dictadura política, ordenado por la constitución de 1978.

Precisamente, el apoyo a tal documento jurídico-político, o el silencio “hábil”, “táctico”, ante él, es otro hecho que manifiesta la verdadera naturaleza de los autores arriba denostados. Ello equivale a decir que únicamente una transformación social integral que ponga fin a la existencia misma del ente estatal, que ha sido, desde hade 300 años, y es el enemigo número uno de lo agrario y lo medioambiental, resulta ser la inexcusable precondición política.

Algunos, ante la gravedad de la situación y la urgencia de acudir con remedios, recaen en la vieja práctica ecologista y “verde” de empeñarse en persuadir a las instituciones de que se han de tomar tales o cuales medidas, presentadas como necesarias también para los intereses de las élites mandantes organizadas como Estado, advirtiendo que de no ser así avanzamos hacia “la catástrofe”. Tal modo de proceder, que suele combinarse con la idea de movilizar en manifestaciones autorizadas y otras acciones respetuosas para “presionar” a las autoridades, olvida tres hechos decisivos: 1) la esencia misma del Estado, su razón de ser, es maximizar el poder que ejerce sobre el pueblo, no realizar el bien común en este o en cualquier otro asunto; 2) los Estados, en el plano mundial, existen en pugna eterna unos con otros; 3) el capitalismo es hijo queridísimo del Estado, no su adversario, supervisor o ente limitante, como sostiene el reaccionario credo socialdemócrata. Ello equivale a decir que las instituciones no están interesadas en resolver los problemas agronómicos y silvícolas planteados, salvo si de ello resulta un acrecentamiento de su poder de prohibir, ordenar y sancionar, de dominar y mandar, en el interior y en el exterior.

Además, la eterna pelea entre Estados no deja recursos suficientes a ninguno de ellos para acudir a remediar los males de la agricultura y el medio natural más allá de un grado insignificante, destinado a calmar a la opinión pública (tarea en que tienen la cooperación de “verdes” e izquierdistas), pues el que gaste ahora en ello más allá de un punto resultaría por ello mismo debilitado en los aspectos más fundamentales, los militares, económicos, diplomáticos, policiales y mediáticos. Por la misma causa, las exigencias estratégicas (militares en primer lugar, como pruebo en mi libro) que han contribuido a configurar la agricultura tal y como es en el presente, están hoy más activas que nunca. Todos los artefactos estatales del planeta disputan ahora desesperadamente por más y más poder y dejan el tratamiento de las nocividades medioambientales para después de haber alcanzado una victoria decisiva sobre sus rivales. Ciertamente, en ese momento la devastación habrá alcanzado cotas colosales, pero a los Estados les importa la victoria ahora, en las condiciones que sean, no lo que sucederá dentro de unos decenios.

Ello se agrava aún más en la hodierna situación mundial, cuando la gresca entre las potencias se está agudizando muy deprisa, debido a la senilidad de EEUU, las sordas reyertas de poder en el seno de la UE (España desea, por ejemplo, un rango más apropiado dentro de ella, superior al actual, acorde con su estatuto de potencia imperialista ascendente, logrado gracias sobre todo a los gobiernos del PSOE que ha habido desde el final del franquismo, así como al general dominio en nuestra sociedad de la ideología progresista, sostenida por la izquierda radical, el feminismo de Estado, el ecologismo, el nacionalismo burgués y otros movimientos), el rapidísimo ascenso de China, el también remarcable de la India, así como de potencias regionales que anhelan ser imperiales como Venezuela o Brasil, y la revitalización de Rusia. Ello constituye el peor escenario posible para el buenismo medioambiental y agronómico, y explica, al mismo tiempo, el alineamiento con las instituciones de casi todo el ecologismo (o de lo que queda de él), pues en una situación que tiende a hacerse crítica a medio plazo, las totalidad de las fuerzas estatistas han de arrimar el hombro. Ello, dicho lisa y llanamente, viene a significar que sólo una revolución fundante de una sociedad libre puede crear las condiciones políticas imprescindibles para restaurar el gran decaimiento y degeneración de los cultivos y de los bosques que ahora deploramos.

Félix Rodrigo Mora


Volver a la Portada de Logo Paperblog