Revista Cultura y Ocio

Navidad

Por Ada
NAVIDADMiro el nacimiento. Tengo diez años, mi padre lo acaba de montar y nosotras atendemos las instrucciones. Tenéis que girar la palanca despacio, nos dice a mi hermana y a mí, cuando le dais la vuelta a la derecha aparece esta luz blanca que simula el sol y es de día, y cuando le dais la vuelta a la izquierda se va escondiendo el sol y aparece la luna; a la vez, se encienden todas estas luces pequeñitas porque al ser de noche las casas de los pastores, el castillo de Herodes y las fogatas se iluminan. Si además apretamos este botón el agua sale de las montañas y el río empieza a moverse. Toda la plataforma estaba cubierta de musgo y trozos de corcho, había arena y las montañas habían sido construidas de escayola, forradas con un saco de pita marrón en el que se mantenían las ovejas y por donde llegaban, siguiendo la estrella, los Reyes Magos. Nosotras no decíamos nada, la emoción nos agarraba la garganta y las manos temblorosas, que por turnos, giraban la manivela a derecha y a izquierda. Por las tardes, cuando volvíamos del colegio, mi madre, envuelta en una manta, nos miraba desde el sillón en el que estaba tumbaba y a ratos nos decía: Parad un poco, dejad descansar al día y la noche.
Ahora, cuando miro los nacimientos enormes de los centros comerciales o de las iglesias, siempre me doy una vuelta alrededor en busca de una manivela que girar. Pero no la encuentro. Las luces modernas, intermitentes y cantarinas, llevan una carga de nostalgia, de dolor, de esa tristeza azul que huele a mandarina y sabe a castañas cocidas con anís. Los paquetes de regalos llevan la voz de mi madre atada con cintas de abrazos y besos, llega desde una cama en la que nos metíamos con ella a desenvolver la ilusión.


María Jesús SilvaImagen: farm4.static.flickr.com/3122/3127697646_ffff4

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