Revista Cultura y Ocio

Navidad en los villancicos de la Madre Teresa

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

Navidad en los villancicos de la Madre Teresa

En la historia de las Navidades destacan dos figuras señeras y armoniosas, como dos grandes arpas acordadas. Un hombre y una mujer. Francisco de Asís y Teresa de Jesús. Vienen de lejos, distanciados por tres siglos de historia y por muchos factores más. Pero los dos convergen ante el misterio de Belén. Los dos con su alma de hombre y de mujer, como José y María en la Navidad primera.

Teresa y Francisco hacen de la Navidad la fiesta del alma. Desde el alma pasan al folclore exterior. Francisco al «presepio». Teresa a las coplas y villancicos.

Los villancicos navideños de la Santa florecen sobre ese humus de fiesta íntima. En realidad, es ese el origen de todos los poemas teresianos. Ella vive la fiesta interior —la fiesta de la vida— sobre tres planos diversos. El más hondo es el de su fiesta mística, personal y secreta, en lo hondo del castillo. Luego, Teresa es finamente sensible y abierta a la fiesta del grupo en la intimidad de su nuevo carmelo. Y por fin, es sensibilísima a la fiesta de la familia grande que es para ella la Iglesia.

De esa triple fiesta va brotando una triple vena poética:

  • poemas líricos estrictamente personales y sumamente densos, que celebran su mística nupcial, la fiesta interior: «Vivo sin vivir en mí…», «Vuestra soy, para vos nací», «Ya toda me entregué y di…», «Si el amor que me tenéis …».
  • poemas de aire y tonada casera, cantable y danzable, para celebrar un grupo la fiesta de casa. Teresa hace versos para la toma de hábito de una recién llegada, para la profesión de una novicia (equivalente a la fiesta de bodas en el carmelo), para una procesión humorística contra la mala gente («Pues nos dais vestido nuevo/ Rey celestial»), o para comenzar el período de ayunos carmelitanos («En la cruz está la vida/ y el consuelo, /y ella sola es el camino/ para el cielo»).
  • y coplas populares, como los villancicos de amor o de requiebro que componen y cantan los aldeanos: le sirven para la fiesta litúrgica de la alegría, la Navidad. También para otras fiestas de la liturgia. Pero ninguna tan inspiradora y estremecedora como las que van desde adviento hasta Reyes. Es entonces y en ese clima festivo, comunitario y popular, cuando Teresa compone sus villancicos.

Una confidencia ocasional hecha por la Santa en el Libro de su Vida nos ofrece la clave de todo eso: la autora escribe de sí misma en tercera persona para velar de anonimato la confidencia: «Válgame Dios, cual está un alma cuando está así! Toda ella querría fuese lenguas para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos… Yo sé persona que, con no ser poeta, que le acaecía hacer presto coplas muy sentidas declarando su pena bien, no hechas de su entendimiento, sino que, para más gozar la gloria que tan sabrosa pena le daba, se quejaba de ella a su Dios. Todo su cuerpo y alma querría se despedazase para mostrar el gozo que con esta pena siente» (Vida 16, 4).

Subrayemos las palabras de la Santa. Teresa no se cree poeta. Pero en el torbellino de su fiesta interior, toda ella se vuelve lenguas y arpegios. Gozo y gloria y pena sabrosa se le desbordan en «coplas muy sentidas». Cuerpo y alma («todo su cuerpo y alma») quedan envueltos en el torbellino poético. Pena y gozo tienen que ser cantados hacia afuera: las coplas son la válvula de escape, «para mostrar el gozo que con esa pena siente». Agridulce de pena y alegría traspasarán de hecho el aire danzarín de sus villancicos.

Los testimonios de sus compañeras, del biógrafo Ribera, de Julián de Ávila el «fiel escudero» y de María de San José, no harán sino confirmar ese cuadro. Cuando llega la Navidad, ante «el glorioso niño pobrecito, hijo del Padre celestial» —como ella dirá en el Camino—, el resorte interior se vuelve incontenible. La Madre Teresa se toma villanciquera, su rostro se pone sonrosado, canta y celebra, mientras las hijas en coro baten palmas y danzan…

Buena y mala suerte de los villancicos teresianos

Aquello no era un episodio más. De la fiesta interior de la Madre Teresa nace una vena de inspiración poética. Sus monjas se contagian de lirismo. Y surgen las poetisas vendrá a reforzar con sus romances la vocación poética del grupo.

Los dos últimos grandes estudiosos de la poesía teresiana —Angel Custodio Vega y Víctor García de la Concha— discutirán si las otras poetisas de los carmelos serán meras discípulas e imitadoras de la Madre Teresa, o más bien ella será una de tantas en el coto poético, incluso superada con creces por muchas de sus hijas.

Pero hay algo indiscutible. Es mérito cierto de los villancicos teresianos haber puesto en marcha un fenómeno singular: la espiritualidad carmelitana necesitará en adelante expresarse en verso. No será solo la primera generación de discípulas de la Madre Teresa y fray Juan de la Cruz. Cuando en pleno siglo XIX surja la figura de santa Teresita, no escapará a esa necesidad.

¡Suerte! Pero con algo de contrasuerte o de contratiempo, los versos de Madre Teresa, incluso sus villancicos, nacidos de la fiesta interior para poner alma en el folclore del grupo, desembocarán inconteniblemente en los centones y repertorios de coplas y villancicos de los carmelos. Se amasarán y entremezclarán con poemas y glosas debidos al estro de aquella primera generación. Ocurrirá que alguno de sus poemas —por ejemplo, el «vivo sin vivir en mí»— se entrelazará y fundirá con otro gemelo, de san Juan de la Cruz.

Aun hoy sigue siendo inextricable aquella madeja.

Copiados y recopiados los villancicos de la Santa en los cuadernos caseros de carmelo, tardarán demasiado en ser editados. Solo en 1606 comparecen tímidamente algunas estrofas en la biografía de la Santa atribuida a Diego de Yepes. Entretanto, sus poemas manuscritos seguirán difundiéndose en Francia, Italia, Bélgica y Polonia.

Pasará más de un siglo hasta que entren en liza los primeros ensayos críticos que intenten desenredar, seleccionar y agavillar en un florilegio todos los poemas de la Santa. Pero era ya demasiado tarde. Cuando por fin en el último tercio del siglo XIX un teresianista insigne, don Vicente de la Fuente, se proponga editarlos —por primera vez—, en una colección de escritores clásicos (la Biblioteca de Autores Españoles), tropezará con un muro de dificultades. Su gusto personal, resabiado de tardío romanticismo, le hará ir de escollo en escollo: atribuirá a la Santa poemas ajenos, y sobre todo desechará de su florilegio villancicos auténticos y preciosos por juzgarlos burdamente pastoriles e indignos de su pluma.

Cuando en nuestro siglo otros dos grandes teresianistas —Silverio de Santa Teresa y Efrén de la M. de Dios— afronten nuevamente la tarea seleccionadora, para deslindar los genuinos versos teresianos de los ajenos, se encontrarán con que ni uno solo de ellos ha llegado a nosotros autógrafo, tal como había brotado de la pluma de la Autora.

Solo recientemente hemos tenido la suerte del hallazgo, no en España, sino en Italia. En dos carmelos teresianos: Florencia y Savona. Lo descubierto eran fragmentos autógrafos de cinco poemas. Restos del naufragio. Con toda probabilidad en el periodo barroco, tan ávido de reliquias de la Santa, el pequeño cuaderno en que esta había reunido parte de sus poesías, había sido tijereteado y viviseccionado para rellenar tecas y relicarios devotos. Con todo, entre los fragmentos salvados del naufragio, se hallaba la joya de varios villancicos. Habían rodado de mano en mano, de carmelo en carmelo. Probablemente habían hecho el recorrido de Francia y Bélgica, hasta llegar al norte y centro de Italia.

El ramillete de villancicos de la Santa

Hagamos el recuento del tesoro. Lo que nos queda es poco, pero precioso. En total, ocho villancicos, uno de ellos fuera de serie. Tienen título inseguro y no siempre original. Por eso, en el recuento, vamos a designarlos por el primer verso de cada poema.

Villancico primero: «¡Ah. pastores que veláis!».  Villancico típicamente pastoril. Por la hechura poética, la escenita en que se desarrolla y los temas que va glosando. Solo un pastor comparece por su nombre: Gil. En torno a él se mueven pastores anónimos, el rebaño, el lobo… y el Cordero «Hijo de Dios soberano». Sentimientos y problemas van rebotando de un pastor a otro. Sobre dos motivos fundamentales: “que no nos roben el Cordero!” y cómo es posible “que muera Dios soberano” ¡Pero en el fondo sigue flotando una tierna pena amorosa, que no es de los pastares sino de la autora!

Villancico segundo: «Hoy nos viene a redimir /un zagal, nuestro Pariente». También esta es una composición deliciosamente pastoril. Pero cambia el cuadro. En el diálogo tercian tres pastores: Gil, Llorente y un anónimo. Como un pastor más, entra en escena el niño que “nos viene a redimir” y que es pariente “de Bras y de Menga y de Llorente”, gente también del gremio pastoril. En el diálogo contrasta el papel de los pastores resabidos —Gil y Llorente— con la postura contemplativa e iterativa del pastor anónimo, a cuyo cargo está el estribillo al fin de cada estrofa: “Gil, que es Dios omnipotente”.

Villancico tercero: «Pues el amor». Escena entre dos pastores, Pascual y Llorente. Debaten paradojas: amor y temor, un Dios nacido en pobre cortijo, pero acosado de «fuerte amorío». Etcétera. La serie de objeciones y soluciones conducen acompasadamente al estribillo final de cada estrofa: «no hay que temer/muramos los dos!»

Villancico cuarto: «Migallejo, mira quién llama/ángeles son, que ya viene el alba». Se entrevé el amanecer. Bras y Migallejo (Miguelejo?) atisban la alborada. Pero la alborada es una zagala, la Virgen Maria. No hay alusiones al Niño, ella sola llena el cuadro. Y los dos pastores la piropean con ingenuidad.

Villancico quinto: «Vertiendo está sangre». Está dedicado a la circuncisión de Jesús. Entreteje sentimientos de pena y gozo, de sorpresa y admiración ante la sangre vertida, sangre de niño. Comienza: “Vertiendo está sangre. / ¡Dominguillo, eh! / Yo no sé por qué». Efectivamente, son Dominguillo, Brasillo y Llorente los consternados ante la sangre del zagal. Y, como siempre, concluyen en redondo: «Gran inconveniente / será no amarlé / Dominguillo. eh!».

Villancico sexto: «Este niño viene llorando. / Mírale, Gil, que te está llamando». Dedicado igualmente a la circuncisión de Jesús. Pasa de la sangre al llanto del niño. Entre un dúo de pastores: la tierna llamada de la letrilla la dirige Pascual a Gil, porque el Niño está llorando, y lo está llamando. Con un entorno sombrío: sangre, guerra y amorío. Los dos pastores concluyen el diálogo en la última estrofa: «Dime, Pascual, qué me quieres/ que tantos gritos me das? / —Que le ames, pues te quiere/y por ti está tiritando. /Mírale, Gil, que te está llamando».

Villancico séptimo: «Pues que la estrella/es ya llegada». Único villancico dedicado a la Epifanía. Su motivo central, llevar el aguinaldo al Niño y a la Zagala: “Llevémosle dones”. Entre ellos, el don definitivo, el propio corazón: “Dale el corazón/y yo esté empeñada. /Vaya con los Reyes/ la mi manada». Como en los villancicos anteriores, también en este se sigue un elemental esquema poético y escénico. Sin preámbulos ni prestación previa de los actores, se entra directamente en el diálogo, para dar paso a una serie de sentimientos que se van alternando y que permiten a la autora dar rienda a los suyos propios.

Por fin, un villancico fuera de serie. Fue la Santa misma quien lo designó como villancico. Lo incluyó en la serie de los compuestos por las hermanas del Carmelo de Toledo durante las navidades de 1576-1577, villancicos “sin pies ni cabeza”, según ella, pese a lo cual “todo lo cantan” sus monjas toledanas. Lo trascribe para su hermano Lorenzo (carta del 2.1.1577), que pasa en Ávila las primeras navidades españolas de indiano enviudando. Está convencida de que “lo ha de enternecer esta copla”. Ya no hay pastores de por medio. Los versos son pura efusión lírica del alma de Teresa, que tiene la mirada atónita en la hermosura de su Dios:

«iOh hermosura que excedéis
a todas las hermosuras!
Sin herir dolor hacéis,
y sin dolor deshacéis
el amor de las criaturas».

Tras otras dos estrofas, sigue el buen humor de la carta: «No se me acuerda más. ¡Qué seso de fundadora! Pues yo le digo que me parecía estaba con harto cuando dije esto» (cuando compuso el villancico).

Más allá de los versos, de las escenas pastoriles y de la gavilla de sentimientos entreverados en cada estrofa, los villancicos de Ja Madre Teresa dan paso a su mirada contemplativa, fija sobre el misterio. En el fondo diluyen una fina catequesis de la Navidad y reflejan algo de la oración y de la teología teresiana del misterio de la Encarnación.

Tomás Alvarez, OCD
Ávila de Santa Teresa nº 20 (dic. 1981), 10-11


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