Revista Fotografía

Nazaré y la ola de 30 metros

Por Magiaenelcamino @magiaenelcamino

“Sin querer queriendo”, decía el Chavo del ocho, aquel que llenaba mi pantalla cuando era niño (y no tan niño también). Cuando cualquier persona arranca en la práctica de alguna actividad, la que fuese, siempre está latente la posibilidad de que termine siendo tan bueno en ella, que se destaque por sobre todos sus colegas, aún sin haberse imaginado jamás que podría llegar tan alto. Esta persona será reconocida por sus pares en la disciplina, pero seguramente ese reconocimiento abandonará el mundillo al que pertenece y abordará a la opinión pública de la comunidad en general. Como un buen ejemplo puedo cita al gran René Lavand. Su obra dentro del fascinante arte de la magia, y contra la adversidad que la vida le presentó, trascendió con creces las fronteras del mundo del ilusionismo y se convirtió en genio y figura en muchísimos países del mundo. Me viene también a la mente la vida de Vito Dumas, reconocido como el navegante solitario más importante de todos los tiempos. Muchas veces sucede que los lugares donde estos “cracks” sacudieron el avispero o donde ellos nacieron, también llegan a convertirse en notorios y con el tiempo, en destinos de culto para los aficionados o seguidores, simplemente porque algo grande pasó o nació allí.

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La ciudad de Nazaré, en la costa atlántica de Portugal, y el surfista estadounidense Garret McNamara se  confabularon y pasaron juntos a la historia. Nazaré puso las olas y Don McNamara, su tabla de surf y su humanidad. Una de esas olas midió 30 metros, Garret estaba ahí y la surfeó. Logró así el record “homologado”: la ola más alta jamás surfeada. McNamara pasó a ser referente y Nazaré, lugar de culto para los surfistas. A continuación el video de semejante récord.

A mí siempre me picó el bichito de la curiosidad, para muchas cosas. Nunca intenté ni siquiera pararme en una tabla de surf. Una vez en Cuba lo intenté en una de windsurf y no logré mantenerme ni 5 segundos de pie. Claramente lo mío no es el deporte con tablas de ninguna naturaleza, pero estábamos en Portugal, viajando por su costa y pensé: “¿cómo no vamos a pasar por Nazaré? Algo groso había sucedido allí. Quiero verlo, quiero tomar la foto desde el faro, desde ese mismo lugar dónde se filmó la hazaña”. Le comenté mis ideas a Aldana y, como siempre, se prendió.

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Cada vez que llego a una ciudad costera, lo que más deseo es ir a ver el mar, aunque sea por un minuto. A Nazaré llegamos en bus y, por suerte o por decisión propia, nuestra ruta obligada era primero llegar a la costa por una calle principal, para luego dirigirnos hacia el hermoso casco histórico de casas blancas y techos de tejas de Nazaré en busca de nuestro hostel. Mi ansiedad por ver el mar estaba como siempre presente, pero algo me distrajo. De manera imposible de evitar con la vista y estratégicamente dispuesta para que eso ocurra, una enorme pantalla de led custodiaba la calle principal. En la pantalla, un video mostraba y repetía cíclicamente hasta el hartazgo a un hombre sobre una tabla de surf, y a sus espaldas, una pared de agua descomunal, avanzando y avanzando como para devorarlo. Finalmente él salía ileso para convertirse en leyenda. Tuve que ver el video completo tres o cuatro veces. Era como un imán. Luego sí, finalmente pude despegar mi vista de aquella pantalla para dedicarme a observar y deleitarme con la inmensidad del océano.

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Nazaré es una hermosa ciudad costera donde por generaciones han veraneado los portugueses en familia. Hoy, gracias a la naturaleza de sus grandes olas y por una de esas vueltas del destino es, además, destino de surfistas de todo el mundo. Nazaré lo sabe y explota ese lado mítico. Curiosos que como yo, cholulos quizás, a los que nos gusta ver lugares donde han sucedido cosas que se salen de la media, siempre seremos presa fácil de este tipo de encantos. Sucesos culturales, políticos, deportivos o del “palo” que sean, pero que se hayan destacado, siempre me atraerán.

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Tahiel corría feliz por la costanera. Había terminado por ese día el estrés que para él representaba viajar en bus sin poder caminar y moverse tanto como en el tren. Ya estábamos alojados y nosotros también caminábamos relajados, dentro de lo que nos permitía Tahiel. El olor a pescado comenzó a invadirlo todo. Hasta Tahiel detuvo su paso y se dio vuelta para mirarnos como solicitando una explicación: “¿qué es este olor tan feo papá?”, seguro que pensó. Una cantidad de bastidores con esterilla de alambre adornaban la playa unos cuantos metros más adelante. La curiosidad mató al gato y mucho más en este caso. Nos acercamos y en los tejidos de alambre había varias clases de pescado, incluso pequeños pulpos, secándose al sol. Una técnica tan antigua como olorosa, que se sigue realizando en la actualidad. Muchas familias que veranean en la ciudad tienen como uno de los principales atractivos degustar pescado y la mayoría de los restaurantes los ofrecen en sus menús.
Unos metros más adelante nos topamos con una exposición de réplicas de los barcos con los que los primeros pescadores de la zona se adentraban al mar y con los que se utilizaban como barcos salva vidas. El escalón que separaba la costanera de cemento de la arena no fue lo suficientemente alto como para que Tahiel no saltara y comenzara a correr entre las embarcaciones. Después de sacarlo de la zona y evitando que se suba a alguna, seguimos camino y llegamos otra vez hasta la inmensa pantalla de led. La imagen volvió a conmoverme. “Vamos hasta al faro”, le dije a Aldana. “No, ya es tarde. Mejor caminemos y mañana vamos”, me respondió. Era verdad lo que decía, pero mi ansiedad nunca me abandona.

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Emprendimos el regreso otra vez por la costanera y como de costumbre Tahiel arrancó a correr, esta vez quizás escapando del mal olor a pescado cuando volvimos a pasar por los bastidores. Mientras corría miraba para atrás, se reía y parecía como si me esperara, pero no dejaba de correr. Yo lo corría y le gritaba que no se de vuelta, que mirara para adelante. A veces me hacía caso y otras, aterrizaba. Esa vez pasó lo segundo. Llegué hasta él, lo levanté y le acaricié sus manitos, que tan oportunamente colocó y evitó males mayores. Yo esperaba que Aldana apareciera detrás de mí de un segundo al otro para evaluar al herido y por supuesto, hacerle upa. Pero eso no sucedió. La busqué con la mirada y la vi agazapada, detrás de su cámara de fotos, apuntándole arteramente a una mujer con la típica vestimenta femenina, que aún conservan algunas mujeres de Nazaré: siete faldas, una por sobre la otra, y un pañuelo en la cabeza. La cantidad de faldas se debe, según la leyenda, a que las mujeres de los pescadores los esperaban sentadas en la playa y cuando las temperaturas bajaban, cada pollera protegía del frío las diferentes partes del cuerpo.

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Antes de llegar al hostel con los víveres recién comprados para cocinar, pasamos por el lugar donde se accede al funicular que se utiliza para llegar a la parte alta de la ciudad. Averiguamos los precios y los horarios y mi ansiedad aumentaba cada vez. Quería llegar al faro. Quería ver desde ahí la inmensidad del mar e imaginarme esa ola de 30 metros. Pero debía esperar. Creo que en los viajes aprendo a manejar un poco mi ansiedad, pero me cuesta. Faltaba cenar, tratar de dormir a Tahiel y luego dormir nosotros.

Al otro día finalmente subimos. El funicular nos dejó casi frente al Santuario de Nuestra Señora de Nazaré. Recorrimos la parte de la zona alta de la ciudad, disfrutamos de las vistas y caminamos plácidamente hacia el faro. La época del año conspiró para que las grandes olas que caracterizan a esta saliente brillaran por su ausencia. Me hubiese gustado verlas en vivo y en directo. Las que pude observar no tendrían 30 metros, pero tampoco eran para despreciar. La visita la disfruté igual de solo imaginar lo que este muchacho había logrado. En el faro hay un pequeño y sencillo museo con un video que muestra una entrevista a McNamara, con el consabido video de su hazaña, y algunos objetos relacionados con el mar.

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Después del paseo decidimos bajar caminando (y corriendo a Tahiel). Las casas blancas con balcones amarillos o ventanas azules nos acompañaban en el recorrido y hubo un detalle que llamó nuestra atención: muchas de ellas tenían imágenes religiosas en sus fachadas.

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El resto de los días en Nazaré fueron de caminar, ir a la plaza para que Tahiel juegue, cocinar, sacar fotos y, por las noches hacer magia callejera. Una familia más en un balneario turístico más. O casi.

Este era el bracito donde desayunábamos todas las mañanas. Muy económico y siempre con gente local. Una de esas mañanas Tahiel se compró con su simpatía a todos los presentes y los hizo divertir un rato.

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En esta oportunidad, visitamos el mercado local y mientras corría de un lado para el otro se detuvo en el puesto de las bananas. “Manana, manana, manana”, repitió hasta que eligió las que quería.

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Como les contamos en la guía para viajar con bebés y niños pequeños, destinar horas al entretenimiento de los chicos es fundamental. 

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Una noche de magia callejera.

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Nazaré y la ola de 30 metros

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