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Necesidad de una educación idealista

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Oct 31, 2012 in Autores

Necesidad de una educación idealista

Suelen desarrollarse muy interesantes ideologías sobre el tema de la educación nacional; pero, nos ha parecido observar en la mayoría de ellas, ya un prejuicio intelectualista, ya un prejuicio económico. El prejuicio intelectualista señala, como suprema finalidad de la educación, el conocimiento. El prejuicio económico reclama la instrucción técnica y lo que llama la preparación para la vida. Ambas direcciones, empero, erigen ideales exteriores a la vida misma del espíritu: el intelectualismo que desconoce la virtualidad intuitiva y creadora de la conciencia, y el economismo que ahoga la capacidad de abnegación y de desinterés.

No son simples afirmaciones; son verdades cuyo olvido precipita a los individuos y a los pueblos en un mar de vacilaciones estériles y de desengaños deprimentes. Primeramente, se cree que el hombre debe saberlo todo y se exasperan los cerebros en una labor inacabable que degenera rápidamente en el memorismo o en la vacua charlatanería. Luego se pasa al fervor por las especializaciones y se crean hombres incompletos en cuya intimidad jamás brilla un anhelo de libertad o de amplitud. Viene después el propósito netamente económico; se dice que el hombre debe ser, ante todo, un elemento de producción y se preconiza un vasto desenvolvimiento de la cultura técnica, sin reparar en que las altas preocupaciones del espíritu vienen a menos y se disipan y se pierden. Y, de esta suerte, la tarea de la educación se convierte en una labor impotente y pasiva, donde naufraga todo sentido superior de la vida, mientras se extiende una obscura e irremediable mediocridad.

Y es que, así como en nuestra vida personal nunca podremos adquirir libertad y felicidad si no descendemos a lo más hondo de nosotros mismos y de allí extraemos una inspiración y un ideal, en la vida social será vana toda tentativa de organización y de perfeccionamiento, si no se descubren y profundizan fuentes espirituales de generosidad.

Bergson ha demostrado que la actividad intelectual es por esencia utilitaria y orientada a la práctica. Formada con la materia y para la utilización de la materia, recuerda su origen y su finalidad, aun en las más altas construcciones científicas. Por eso la ciencia –obra maestra de la inteligencia– es un apreciable instrumento del economicismo. Teoría y práctica, intelectualismo y economicismo se reclaman, pues, de la ciencia. Veamos ahora si ella puede inspirar una verdadera educación.

Aduzcamos un hecho de constatación vulgar: cuando es exclusivo, el trabajo científico produce una verdadera deformación espiritual. En su empeño de rigor y exactitud, la ciencia descuida o interpreta mal las indicaciones vagas, pero eficientes, de nuestra vida interior; dominada por su creencia en el determinismo universal, niega las espontáneas e incoercibles creaciones de la conciencia y de la evolución; indiferente ante la cualidad inexpresable, se esfuerza por reducir a fórmulas cuantitativas el panorama siempre nuevo y siempre maravilloso de las cosas.

Y de este modo la ciencia encamina el espíritu hacia una férrea rigidez, donde se anulan las inspiraciones de la fantasía y los impulsos libres de la voluntad. De esta suerte, en moral y en arte, se entrega a una labor de edificaciones arbitrarias y funestas. Incapaz de libertarse de los datos empíricos; incapaz de intuir las tendencias profundas de la vida espiritual, la ciencia se ve obligada a proclamar, en moral y arte, el placer como el valor supremo. Y así, en moral, no puede salir del utilitarismo más o menos disfrazado y en arte, del sensualismo más o menos franco.

La verdad es que la ciencia no está capacitada para legislar en el dominio del espíritu, cuyo privilegio consiste en su aptitud para crear una esfera de valores propios, esto es, un mundo de libertad y de idealidad, sobre el mundo de las determinaciones materiales. Yerran, pues, los que imaginan que la ciencia se basta para explicar la realidad y para dar una orientación a la vida del espíritu. Yerran aún los que colocan más allá de los datos empíricos, un misterio indiferente e impenetrable. Dominados por el «prejuicio intelectualista» profesan que la inteligencia es la única facultad capaz de conocer y que, por lo tanto, lo que ella no conoce es lo inconocible.

Prejuicio que ha generado ya una ciencia sin alma, especializada, exhaustiva; ya una filosofía ilusionada con la quimera de superar la ciencia. Sin darse cuenta, la última, de que la metafísica intelectualista es y será siempre la esclava de la ciencia, destinada a registrar pasivamente los resultados de ésta, o, en el mejor de los casos, a ensayar síntesis provisionales y endebles.

Y decimos pasivamente, porque lo que comunica dinamismo al espíritu, no es la inteligencia, sino la intuición; no es la constatación inerte, sino la constante ansiedad de la vida sentimental. La inteligencia, prisionera de la lógica, jamás podía salir de sus silogismos infecundos, sin la rebeldía de una inspiración capaz de romper con la mecánica deductiva y de imponer, ante la conciencia deslumbrada, una nueva verdad. La inteligencia viene entonces a desempeñar su oficio de interpretar y de desenvolver; pretende a veces explicar la creación por una convergencia de circunstancias o por una asociación mecánica de ideas, sin que necesitemos decir que la creación misma –cualidad irreductible– queda invariablemente intacta.

Y es que el espíritu es libertad, vida, creación; y la inteligencia, abandonada a sí misma, es inercia, repetición, necesidad. La inteligencia no podrá, pues, comprender la ansiedad que impulsa a nuestra vida hacia las supremas afirmaciones con las cuales no es dable enriquecer la evolución, y que traducen la obra moral y la obra de arte. Y su incomprensión que desconoce la libertad –y por lo tanto, la actitud interior de desinteresarse y de amar– acabará por dar la razón al egoísmo y por mirar como una vana agitación la mística inquietud del alma.

Incomprendidos existen, empero, el sacrificio moral, la belleza profunda. Algo significarán sin duda, estas rebeldías que trasfiguran como una luz, siempre nueva y siempre secularmente venerable, la fisonomía de la humanidad. Alguna indicación nos traerán de la remota esencia de las cosas y de nuestra vinculación con el todo, cuando con ellas y por ellas nos sentimos más felices, más libres y mejores –sin que valga la abnegación intelectual, ante la palabra afirmativa de nuestra conciencia íntima.

Si el espíritu tiene la capacidad de vivir una vida superior y autónoma, la tarea de la educación está ya enunciada. Tarea de alumbramiento, que diría Sócrates; porque si la definición de la conciencia es la libertad, y la educación trata precisamente de suscitar una vida original y libre, es claro que su obra consistirá en revelar el espíritu a sí mismo. Sobre la malla de apetitos e intereses hará prevalecer la generosidad desinteresada y abolirá la esclavitud de ideologías inanimadas con el soplo de una inspiración renovadora.

Llamamos filosófica a la educación así orientada, sin que tengamos necesidad de detenernos en manifestar que ella no es, como suele creerse, una abstracta geometría de conceptos, sino, por el contrario, una serie de intuiciones vivientes y de sugestiones encaminadas a despertar en las conciencias las dormidas virtualidades de la actividad moral y estética.

La educación filosófica se distingue de la estrictamente científica por su contenido y por su método. Mientras la ciencia –apta para tratar de la materia– petrifica el espíritu cuando de él se ocupa, la filosofía –apta para penetrar en la vida del espíritu– idealiza, transfigura la materia. Que, por una ley inefable y profunda, cada vez que recogemos nuestra esenciabilidad, nos es posible trascender de nosotros mismos y, participando en la amplitud de un mundo superior, abrazar la creación entera con un ademán de amor. «La filosofía se encarga, dice Eucken, de este movimiento hacia la iluminación interior de la realidad». Es el espíritu que penetra, purifica, ennoblece las cosas; es la mirada de simpatía que alumbra la existencia; es, en suma, la libertad que se afirma y avanza, incorporando en su marcha todos los esfuerzos aislados e impulsándolos en el sentido de una síntesis vital. La filosofía condensa estas aspiraciones, reúne estos esfuerzos, recoge estos estímulos, no para fijarlos en un sistema muerto, sino para vivificarlos con una comprensiva intuición. «Su principal función no es, escribe el ya citado Eucken, proporcionar doctrinas bien definidas, sino elevar interiormente el proceso de la vida, aumentar lo que hay en nosotros de autónomo y de original, hacernos capaces de ver las cosas más en conjunto, con más interioridad, con más esencialidad».

Esta visión inmediata e interior de la realidad nos la ofrece, sobre todo, el arte, creando un ideal de vida y hundiendo en las profundidades de las cosas, una mirada de adivinación. De aquí la preponderante significación del arte en la labor educativa. Papel que nada quita a la libertad absoluta de aquél, puesto que lo que aquí preconizamos, no es que el arte se convierta en un medio, sino, precisamente, en el fin ideal de la vida, sinceridad de visión, interioridad, expresión verdadera –que es la palabra, el color o la acción moral– he allí un programa de vida, que se reclama de una inspiración netamente estática. Sólo que entonces la exigencia de probidad artística es más imperativa que nunca. «El arte, ha escrito bellamente Mauclair, es una obligación de honor que es preciso cumplir con la más seria, con la más circunspecta probidad.» Y la vida es un arte sublime, que impone  fervientemente, la verdad más estricta.

Y creemos llegada la oportunidad de decir que cuando hablamos de la orientación científico-económica, nos referimos tan sólo a su exclusivismo y a su unilateralidad. Nadie está, en efecto, autorizado para negar la alta significación del trabajo científico, ni la vital necesidad del económico. Pero aquí se impone una importante aclaración: la ciencia no alcanzará su alto significado de desinterés y la actividad económica será impotente para colaborar con el propósito ético, si no interviene el espíritu con su libertad, confiriendo un sentido y dotando a la ciencia y a la práctica de una vida interior. La ciencia, impulsada por la adivinación de los privilegiados y la práctica elevada desde el puro utilitarismo hasta la expansión generosa y altruista, pondrá en la existencia un noble sello de dignidad. Por manera que en la efusión de esperanzas y de empeños, resuene la armonía de una ideal fraternidad.

En fin, es necesario repetir que la suprema dificultad de las cuestiones sociales, la pone siempre el egoísmo y que, en consecuencia, nada se conseguirá, entre nosotros, si no se trabaja por una completa renovación del ambiente espiritual. Labor difícil, tal vez imposible. No importa. Si el esfuerzo se perdiera, anulado por fuerzas antagónicas, de la materialidad, quedaría, por lo menos, esa entidad impalpable y eterna de un deber que se supo cumplir. Después de todo, en la vida, que es siempre una aventura, poco o nada ha de lograr quien carezca de valor para afrontarla. En la incertidumbre de lo porvenir está nuestra inquietud, pero también reside en ella, nuestra fuerza moral. Y nuestra creación será tanto más bella, cuantos mayores hayan sido los obstáculos y más graves los peligros.

Mariano Ibérico Rodríguez

[ Dedicado a la joven  Menchu, por su noventa aniversario. Gracias Maestra(Javier)]

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