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Ni Fundidos ni Fénix

Publicado el 18 octubre 2010 por Josep2010

Ya era hora que alguien se ocupara de la figura de Don Félix Lope de Vega y Carpio, uno de los más grandes escritores de esa época tan gloriosa, el llamado Siglo de Oro, cuya vida y obras han recibido hasta ahora un tratamiento bastante pobre entre nosotros sus compatriotas.
Quizá recordando lo provechoso que resultó detenerse anecdóticamente en la figura de otro célebre escritor, Shakespeare, la musa inspiradora de Jordi Gasull e Ignacio del Moral se posó en el retrato de Don Félix incitando a españolizar el invento y lo cierto es que el personaje lo merece y nada malo hay en imitar las buenas ideas de otros.
Con un simple vistazo a la wikipedia ya habremos comprobado que el protagonista, Lope de Vega, fue un señor longevo y de vida más que interesante, con toda clase de sucesos y aventuras, con lo que, como suele decirse, el plato está servido de antemano: solo hay que saber escoger la buena vianda apetecida y saber cocinarla.
Ni Fundidos ni Fénix

La película se ha titulado, simplemente, Lope, obviando más datos. El cúmulo impresionante de personas que aparecen en el apartado correspondiente a los productores de la película cabe suponer es una muestra de las diversas empresas que han intervenido en su financiación, más el innecesario Ministerio de Cultura y el inexpugnable ICO que siempre aparece en estos tinglados.
Alguien debió decidir que la persona idónea para dirigir la película era el brasileño Andrucha Waddington. Supongo que sería alguien con poderío económico; lo que ya no supongo es que ese alguien, de cine, no sabe tanto como piensa.
Porque Waddington demuestra en Lope que sus ideas cinematográficas ni siquiera llegan al nivel de simples y como consecuencia todo se le va de las manos, derramándose sin sentido ni fuerza perdiendo a cada minuto la pulsión necesaria para mantener con brío una historia que hubiera podido ser interesante y que acaba aburriendo al espectador más voluntarioso.
La forma de filmar de Waddington es andrajosa, pobre, inconsecuente y embarullada; ni siquiera parece saber que existen diversos efectos conocidos como fundidos que suelen usarse para dar una transición de un cuadro a otro, sobre todo cuando la iluminación de ambos, pertenecientes a escenas distintas, es diametralmente opuesta: lo más claro: del día a la noche, de la noche al día; no se puede cegar al público con saltos de escenario nocturno a diurno sin transición, ni en un sentido, ni en otro. Hay que pensar en el acomodo visual del espectador: la película se rueda, se filma, para ser vista por miles de personas que estarán en una sala oscura, Waddington. Oscura. Con la única iluminación que procede de la pantalla. Si es que ni siquiera ruedan con gracia el truco de la noche americana, quedando todo empastado.
La planificación carece de ritmo salvo en un par de escenas de acción bien resueltas, pero cuando se trata de filmar escenas con diálogos, no hay fuerza visual que ampare a los personajes.
Éstos, además, están retratados de forma muy dispar; de hecho, da la sensación que el director de fotografía, Ricardo Della Rosa se dedica única y exclusivamente a realzar la natural belleza de Elena Osorio (Pilar López de Ayala) dejando a los demás a su suerte, con lo que existe un fuerte desequilibrio en el tratamiento de las dos mujeres que ocupan el corazón del protagonista, quedando la que en teoría es más noble -y por tanto con más posibilidades de ostentar galanuras- en una casi perpetua oscuridad y falta de luminosidad, una afrenta real contra la belleza de Isabel de Urbina (Leonor Watling) que a la postre será la esposa de Lope (Alberto Ammann) al que le plantan unas greñas y barbas realmente horrorosas.
El conjunto le queda grande a Waddington y me refiero a él porque, como ya he expresado en diferentes ocasiones, considero que el director es quien se lleva las palmas y los palos según sea el resultado final, porque para eso se le contrata: para que mande y ponga orden y concierto.
Aceptemos que la responsabilidad relativa a los decorados caiga en el séquito de productores que racanean recursos en un quiero y no puedo ya demasiado habitual y demos por buenos los figurines que realiza Tatiana Hernández con tanta economía; pero la sección de maquillaje y estilismo es francamente horrorosa: Waddington parece caer en la teoría que extiende a toda la antigüedad la mugre de forma excesiva, porque el oficio de barbero ya era conocido en la época de Lope de Vega (su paisano Cervantes toca su héroe con una bacina de barbero, Waddington) y los peines eran utensilios archiconocidos: carece de lógica que Lope se agencie un traje vistoso prestado y no se arregle ni pelambrera cochambrosa ni barbas despeinadas para ir de visita buscando trabajo.
En la parte técnica Waddington demuestra no estar a la altura de la producción que se supone dirige, pero es en la parte humana, la que corresponde a la dirección de actores, cuando el brasileño se define como incapaz de llevar adelante el trabajo que le han confiado.
Lo cierto es que no quisiera hallarme en la tesitura de tener que elegir un actor para representar dignamente a Lope de Vega; pero de lo que sí estoy seguro es que, caso de encontrarme con la imposición de Alberto Ammann como protagonista, le haría sudar mucho hasta conseguir una interpretación mínimamente acorde al personaje. Supongo que la graciosa concesión de un premio por su labor en Celda 211 es lo que ha inducido a alguien a pensar que sería capaz del empeño, pero no. Craso error.
Da la sensación que Waddington se ha limitado a rodar sin más dejando al elenco que hiciera lo que le viene en gana; o lo que es peor, dándoles indicaciones que acaban por ser nefastas: hay momentos en los que los personajes se hablan en susurros y están totalmente solos, y la falta de calidad de los intérpretes acaba por producir murmullos ininteligibles.
Seguro que saldrán voces -no aquí, pero sí en foros más concurridos- que pretendan defender a capa y espada la cinematografía española actual: no hay más que ver con calma esta película con el grupo de actores secundarios para caer en la cuenta de lo mal que estamos, porque ninguna de esas supuestas figuras del cine español consigue levantar pasión alguna en sus intervenciones como secundarios: ni siquiera el veteranísimo Juan Diego se salva, porque sin nadie que le corrija las más de las veces se le va el acento andaluz cerrado y no se le entiende nada, él que ha sido capaz de emocionarnos en el pasado; el único secundario que merece mención es Antonio Dechent porque demuestra voz y oficio, sin ser una maravilla, pero sobresaliendo por encima incluso de los protagonistas.
Porque aunque el guión no sea mucho más allá que una colección de lugares comunes sin demasiada fuerza ni en la trama ni en los diálogos, hay cuatro contadas ocasiones, con textos del real Don Félix Lope de Vega, que ponen a las claras la capacidad de cualquier actor que se precie de serlo; aprovechar unas letras clásicas para robar una escena es un truco tan viejo como el propio cine hablado y si nos referimos a unas letras archiconocidas, ya tiene delito que se malgaste la oportunidad ofrecida. Y esto es lo que hace el tal Ammann cuando destroza la métrica rítmica de uno de los sonetos más conocidos:
Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto:
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aún sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
(Soneto de repente, de Don Félix Lope de Vega y Carpio, El Fénix de los Ingenios.)

Por si hay dudas, un soneto se compone de dos cuartetos y dos tercetos, todos ellos con versos endecasílabos: léase con calma y verán qué bien suena, mientras los suman y comprueban cómo se cuentan.
Si será famoso el soneto que incluso en otros países se dedican a traducirlo y se cuestionan la mejor forma de hacerlo.
Y va el argentino Ammann y quizás más preocupado por ocultar su acento natural, lo declama con más pena que gloria. Antes, en Argentina, también había buenos actores capaces de declamar con pasión. En esto, cada día nos parecemos más a Hollywood.
El conjunto resulta una vez más decepcionante y se queda a medio camino de lo que pudo haber sido y no fue: un personaje como el Fénix de los Ingenios con una vida tan azarosa y un talento tan desorbitante puede dar para una buena historia que prenda la atención del espectador y le incite a conocer más; la idea de centrarse en un período corto de la vida de Lope de Vega es muy acertada, pero el desarrollo de la trama por parte de los guionistas se muestra débil y poco interesante y los elementos que deben representarlo, orquestados con mano débil por Waddington, no logran alzar el vuelo.
Otra oportunidad perdida. Otra vez será.


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