Revista Opinión

Nietzsche contra el feminismo

Publicado el 22 junio 2016 por Hugo

Se ha dicho, en parte porque él fue el primero en decirlo, que de tan especial que es la obra de Nietzsche, es difícil calificarla de filosofía. Lo cual es cierto, aunque quizá por otras razones. Está, paradójicamente y pese a su deseo de no estarlo, más cerca de la obra moralizadora y partidista, incluso de la agitación política, que de la obra filosófica. Ahora bien, ello no le resta valor, ni interés. Al contrario. Se lo da, pero en otro marco, en otro método: uno más político (bonapartista à la mort!), más personal (no por casualidad admiraba a Montaigne), más psicológico (Dostoyevski, su ruso favorito), más pasional; un marco, también, más terrenal, menos de torre de marfil. Uno, a fin de cuentas, que yo preferiría de no ser por su moral radicalmente enfrentada al anarquismo y al feminismo (en el fondo, lo mejor de la moral judeocristiana y su credo igualitario, críticas y contradicciones aparte), dos de las aportaciones o progresos morales más importantes de los últimos doscientos años (de "extramoral", por cierto, apenas tiene el nombre, autoengaño recurrente). En Más allá del bien y del mal, 1886 (en verdad, más acá del bien y del mal), escribe lo siguiente:
Ya ahora se alzan voces femeninas que, ¡por San Aristófanes!, hacen temblar, se nos amenaza con decirnos con claridad médica qué es lo que la mujer quiere ante todo y sobre todo del varón. ¿No es de pésimo gusto que la mujer se disponga así a volverse científica? (…) Si con esto una mujer no busca un nuevo adorno para sí -yo pienso, en efecto, que el adornarse forma parte de lo eternamente femenino-, bien, entonces lo que quiere es despertar miedo de ella: con esto quizá quiera dominio.
(...)
Delata una corrupción de los instintos -aun prescindiendo de que delata un mal gusto- el que una mujer invoque cabalmente a Madame Roland o a Madame de Staël o a Monsieur George Sand, como si con esto se demostrase algo a favor de la «mujer en sí». Las mencionadas son, entre nosotros los varones, las tres mujeres ridículas en sí -¡nada más!- y, cabalmente, los mejores e involuntarios contraargumentos en contra de la emancipación y en contra de la soberanía femenina.
(...) 
No acertar en el problema básico «varón y mujer», negar que ahí se dan el antagonismo más abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar aquí tal vez con derechos iguales, educación igual, exigencias y obligaciones iguales: esto constituye un signo típico de superficialidad (…). Por el contrario, un varón que tenga profundidad (...) no puede pensar nunca sobre la mujer más que de manera oriental: tiene que concebir a la mujer como posesión, como propiedad encerrable bajo llave, como algo predestinado a servir y que alcanza su perfección en la servidumbre; tiene que apoyarse aquí en la inmensa razón de Asia, en la superioridad de instintos de Asia: como lo hicieron antiguamente los griegos, los mejores herederos y discípulos de Asia, quienes, como es sabido, desde Homero hasta los tiempos de Pericles, conforme iba aumentando su cultura y extendiéndose su fuerza, se fueron haciendo también, paso a paso, más rigurosos con la mujer (…). 
El sexo débil en ninguna otra época ha sido tratado por los varones con tanta estima como en la nuestra. Esto forma parte de la tendencia y del gusto básico democráticos, lo mismo que la irrespetuosidad para con la vejez: ¿qué de extraño tiene el que muy pronto se vuelva a abusar de esa estima? Se quiere más, se aprende a exigir, se acaba considerando que aquel tributo de estima es casi ofensivo, se preferiría la rivalidad por los derechos, incluso propiamente la lucha: en suma, la mujer pierde pudor. Añadamos enseguida que pierde también gusto. Desaprende a temer al varón: pero la mujer que «desaprende el temor» abandona sus instintos más femeninos. Que la mujer se vuelve osada cuando ya no se quiere ni se cultiva aquello que en el varón infunde temor o, digamos de manera más precisa, el varón existente en el varón, eso es bastante obvio, también bastante comprensible; lo que resulta más difícil de comprender es que cabalmente con eso, la mujer degenera. Esto es lo que hoy ocurre: ¡no nos engañemos sobre ello! En todos los lugares en que el espíritu industrial obtiene la victoria sobre el espíritu militar y aristocrático la mujer aspira ahora a la independencia económica y jurídica de un dependiente de comercio: «la mujer como dependiente de comercio» se halla a la puerta de la moderna sociedad que está formándose. En la medida en que de ese modo se posesiona de nuevos derechos e intenta convertirse en «señor» e inscribe el «progreso» de la mujer en sus banderas y banderitas, en esa misma medida acontece, con terrible claridad, lo contrario: la mujer retrocede. Desde la Revolución francesa el influjo de la mujer ha disminuido en Europa en la medida en que ha crecido en derechos y exigencias; y la «emancipación de la mujer», en la medida en que es pedida y promovida por las propias mujeres (y no sólo por cretinos masculinos), resulta ser de ese modo un síntoma notabilísimo de la debilitación y el embotamiento crecientes de los más femeninos de todos los instintos. Hay estupidez en ese movimiento, una estupidez casi masculina, de la cual una mujer bien constituida - que es siempre una mujer inteligente - tendría que avergonzarse de raíz.
(...)
Desde luego, hay bastantes amigos idiotas de la mujer y bastantes pervertidores idiotas de la mujer entre los asnos doctos de sexo masculino que aconsejan a la mujer desfeminizarse de ese modo e imitar todas las estupideces de que en Europa está enfermo el «varón», la «masculinidad» europea; ellos quisieran rebajar a la mujer hasta la «cultura general», incluso hasta a leer periódicos e intervenir en la política. Acá y allá se quiere hacer de las mujeres librepensadores y literatos: como si una mujer sin piedad no fuera para un hombre profundo y ateo algo completamente repugnante o ridículo; casi en todas partes se echa a perder los nervios de las mujeres con la más enfermiza y peligrosa de todas las especies de música (nuestra música alemana más reciente) y se las vuelve cada día más histéricas y más incapaces de atender a su primera y última profesión, la de dar a luz hijos vigorosos. Se las quiere «cultivar» aún más y, según se dice, se quiere, mediante la cultura, hacer fuerte al «sexo débil»: como si la historia no enseñase del modo más insistente posible que el «cultivo» del ser humano y el debilitamiento, es decir, el debilitamiento, la disgregación, el enfermar de la fuerza de la voluntad, han marchado siempre juntos (…).


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