Revista Opinión

No era una tapia cualquiera

Publicado el 30 septiembre 2013 por Miguelmerino

Al rato se escuchó la descarga de los fusiles en la lejanía, sembrando el pánico en los habitantes de Montijo.

Miguel Merino Rodríguez: dirigente obrero y alcalde de Montijo (1893-1936), Juan Carlos Molano

No recuerdo exactamente el bando que nuestro recién nombrado alcalde, por Dios, por España y por su honor, publicó para asegurarse el regreso de los rojos de mierda que habían huido como ratas en cuanto vieron a los primeros soldados entrar en el pueblo. Pero debió ser algo así:

De orden del señor alcalde se hace saber, que todos aquellos dirigentes republicanos (malditos sean y que Dios los confunda), que no tengan sus manos manchadas de la noble y leal sangre de nuestros ilustres industriales y terratenientes beneméritos (que Dios en su infinita bondad y sabiduría habrá acogido en su seno), pueden regresar al pueblo sin temor a ninguna represalia (que bien merecida la tendrían por ser unos sindiós). En el bien entendido, de que a partir del momento de su regreso, se comportarán como buenos cristianos y saludaran a la romana manera a toda autoridad que se cruce en su camino.

En Montijo a 20 de agosto de 1936 (año 1 del Glorioso Alzamiento)

Y van y se lo creen. Estos rojos de mierda, además de unos sindiós es que eran tontos. Les dejamos un par de días en sus casas, para que se enteraran bien de las condiciones miserables en las que iban a vivir los suyos a partir de ese momento y luego: guardia civil caminera los llevó codo con codo, que diría el poetastro maricón ese al que habíamos fusilado hacía dos días en Granada. Y la cara que se le quedó al ex alcalde cuando fuimos de noche, mientras dormía, a su casa y muy amablemente, con diez mosquetones apuntando a su cara y otros veinte apuntando a su familia le dijimos: ¿Tiene la amabilidad de acompañarnos? Y todavía nos miraba altivo, como perdonándonos la vida el cabrón del rojo ese. ¿Y la familia? Pues no van y le piden ayuda al párroco. Se debían de creer que porque le hubiera casado él, iba a interceder por su vida. ¡Pues estaríamos buenos! Un cura intercediendo por un sindiós. Menos mal que el cura era de los de ley y les dijo que no se podía hacer nada. Y bondadoso estuvo, yo hubiera denunciado a toda la familia y les hubiera acusado de “quemaiglesias”, que la palabra de un cura como Dios manda tenía mucho peso entonces.

Y así fue como en la madrugada del día 29 de agosto y para conmemorar la traída de la Virgen de Barbaño de su ermita a la parroquia del pueblo, fusilamos contra la tapia del cementerio a catorce rojos de mierda, entre ellos el ex alcalde.  Y como me reí cuando una de las condenadas (sin juicio, ¿qué falta hacía?) le gritó a uno del pelotón que por lo visto era su hermano de leche: ¡Sálvame, por favor, sálvame! Y éste, con el rostro muy serio y mientras revisaba el mosquetón, para que no se encasquillara, le contestó: Cállate, que no te van a hacer nada.

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En la categoría de Recuentos, escribo recuerdos pasados por el tamiz del cuento. En esta ocasión, lógicamente no he traído un recuerdo vivido. Cuando esto pasó, aun faltaban algo más de veinte años para que yo naciera. Pero entre el libro de Juan Carlos Molano y algunas frases sueltas de los hijos del protagonista, he podido escribir este cuento y adscribirlo a esa categoría, sin faltar un ápice a la verdad. Probablemente, si mi abuelo hubiera estado en el bando sublevado, podría haber escrito un Recuento muy parecido, pues en todas partes cuecen habas y en mi casa calderadas. Pero lo cierto es que mi abuelo era un obrero que llegó a alcalde y lo fusilaron por creérselo. Los sublevados eran los otros, y el cura párroco un hijoputa con muy poca caridad cristiana, que gracias a Juan Carlos Molano, tiene nombre y apellidos.

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