Revista Ciencia

No habrá culpables: el miedo es libre

Por Albertoastu
Como voy a contar experiencias personales, no estoy apoyado en datos científicos, ni en propuestas políticas, ni mucho menos en verdades absolutas.

Voy a contar una historia que tiene nombres y apellidos, que no voy a dar porque alguno de sus protagonistas sigue vivo, y todavía activo.En ellas me baso para seguir creyendo que no habrá culpables, y aunque los intereses sean otros, mayores o más ruines, los que queman el monte en Asturies, no buscan especular con urbanizaciones. Viven en ese monte, viven en ese pueblo. Ven las noticias y no sienten que hayan hecho ningún mal. Ellos prenden porque es así. Se hace así. Hay que quemar el monte para limpiarlo, o porque es mío, o porque es de otro. Porque se quema para que entren las vacas. Porque no me dieron la subvención. Porque es como "se limpia" el monte.Mis abuelos son de la Cuenca del Nalón, de un valle cerrado y alto, ramal del río principal en la parte más hullera de la cuenca. Un valle de bosques de castaños, pueblos casi abandonados (ahora) y un rosario de prados y huertas cada vez más perdidas.El fuego no deja de ser un aliado natural en esos prados y huertas. Los "borrones" se quemaban en invierno en el medio de la huerta recién limpia de los restos del año y preparada para cavar "a palote" para sembrar.También las "sebes", si se desmadraban mucho se podían quemar, y restos de vegetación de prados que llevaban tiempo sin usarse y se quitaban felechos, árgomes o escayos, y se quemaban. En estos casos no se iba solo. Cuando se quemaba una sebe estaban los dueños de las tierras colindantes, se ponían de acuerdo para cuidar el fuego. El fuego debía ser ante todo seguro, dominable.

No habrá culpables: el miedo es libre

Este incendio fue estos días en la misma zona, e igual que en el pueblo de mis abuelos, son castaños pegados a las casas.

Desde hace unos años la gente de la zona ha envejecido mucho, y algunos fuegos se han escapado un poco de control. Algún accidente siempre se puede dar. Pero había un fuego distinto. Un fuego voraz y descontrolado, un fuego que llegó en más de una ocasión hasta el límite de las casas y quemó alguna cuadra, alguna chabola de aperos. Un fuego que daba miedo.Era un fuego de otoños o de inviernos secos. Con viento del sur, cuando más daño hace, cuando las hojas de los castaños crepitan solas por la falta de agua. Y esos días mis padres llamaban a mis abuelos a diario para ver si todo iba bien. Porque podía ir mal. Muy mal. Porque esos días de viento del sur podía empezar a arder el castañéu. Siempre de noche, siempre a la una o las dos de la madrugada, siempre con viento del sur, y siempre en varios sitios casi al mismo tiempo.Y no siempre el fuego pasaba de largo.A mí no me contaban quién los había provocado. Tampoco hacía falta. Lo sabías. Lo sabías cuando pasaba a tu lado, lo sabías cuando después del fuego metía sus yeguas a pastar los brotes en primavera, lo sabías cuando ayudaba a los bomberos a apagar el mismo fuego, y lo sabías cuando altivo y más joven, te enfadabas en casa y exigías que lo denunciasen. Porque sabías quién era.Y la respuesta triste y seca era la misma: ¿Para qué? No lo puedes demostrar. No puedes pillarlo, y si lo pillas lo sueltan ¿Para qué?  ¿Para que una noche que tus abuelos estén solos empiece a arder la "tená" (pajar)?Y aprendes a callar. Y a mirar de otro modo. Y a temer al viento del sur. No habrá culpables, porque el miedo es libre y hay gente que piensa que toda la tierra es suya.


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