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“No hay quien te devuelva lo que un día no supiste y ahora sabes”: El relevo, historias de la pequeña América y un recuerdo para Peter Yates

Publicado el 23 enero 2011 por Esbilla

“…ya no hay quien te devuelva lo que un día no supiste y ahora sabes”

Los Enemigos

“No hay quien te devuelva lo que un día no supiste y ahora sabes”: El relevo, historias de la pequeña América y un recuerdo para Peter Yates
Pese a haber manifestado ya mi aversión a los obituarios parece que no voy a poder escapar, o al menos no sistemáticamente, de homenajear de tanto en tanto a algunos de los caídos en combate. En este caso, y por mediación/petición, de un viejo compinche como John Space toca desempolvar un poco la figura honesta de Peter Yates quien fallecía el pasado 9 de Enero sin mayores alardes. Olvidado desde prácticamente finales de los 80, reciclado con cierto éxito a la televisión en los 200 y con su mejor época focalizada entre mediados de los 60 y mediados de los 70 nunca fue una figura, no creo que, ni siquiera tras el triunfo descomunal de Bullit fagocitado por Steve McQueen, casi nadie se preguntara nunca deseoso por la siguiente película de Peter Yates. Era un hombre al servicio, al servicio del cine, de la industria o de las estrellas, pero no por ello dejó de ser un realizador de ciertas inquietudes, honrado siempre e inspirado unas cuantas veces. Ya había pasado por aquí con la mencionada Bullit, el film que le ha hecho ganar una cierta posteridad y con la que me parece su obra maestra y uno de los títulos más impresionantes del gran thriller norteamericano de los 70, The friends of Eddie Coyle (en España: El Confidente) y ahora regresa con una pequeña sorpresa del año 1979 y su trabajo más especial: El relevo.

“No hay quien te devuelva lo que un día no supiste y ahora sabes”: El relevo, historias de la pequeña América y un recuerdo para Peter Yates
Pero primero un poco de retrospectiva. Yates comienza a llamar la atención y a labrarse un nombre como eficaz profesional trabajando como ayudante de dirección u ocupándose de la segunda unidad en diversas producciones británicas o norteamericanas filmadas en Inglaterra durante la primera mitad de los 60. Alterna por igual trabajos dentro del free cinema, trabaja para Tony Richardson en El animador (1960) y Un sabor a miel (1961) y para el espléndido director de fotografía Jack Cardiff en la prestigiosa Hijos y amantes (1960) con desempeños en comedias para artistas de moda, Serious charge, para un Cliff Richard (y sus Shadows) que tendría futura importancia, o con repartos estelares, Operación Robinson en 1960, contando con nada menos que James Mason, George Sanders y Vera Miles, ambas realizadas por Guy Hamilton. También participa en superproducciones como El albergue de la sexta felicidad, su debut en 1958 a las órdenes de Mark Robson o el popular film de hazañas bélicas como Los cañones de Navarone, rodado en 1961 por el reivindicable J. Lee Thompson, al igual que Hamilton u otros casi contemporáneos como Terence Young, Michael Winner, Bryan Forbes o hasta Richard Lester, importaciones británicas al mercado hollywoodiense que confiaba en su habilidad artesanal, sus acabados modernos y una nada desdeñable habilidad con los actores para lograr una cine diferente para una década diferente en cuanto a gustos como iba a ser la de los 60. Si durante esta etapa aprendió el oficio, se familiarizó con diferentes sistemas de producción y presupuestos y pudo acercarse al trato con las estrellas, lo cual tuvo sin duda una influencia
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en su futura asimilación americana donde era reclamado con asiduidad como director para estrellas en ciernes, su siguiente gran facultad, la de director de acción, sin duda comenzó a fraguarla en su siguiente etapa profesional, la televisión. Después de que Cliff Richard se acordase de él para su nueva película pop de 1963 Vacaciones de verano y tras otra ignota comedia titulada One way pendulum, protagonizada por el cómico Eric Sykes, de la que nada sé más allá de poder intuir ciertos parentescos con otros filmes de la época como El honrado gremio del robo (1963, Cliff Owen). Yates será reclamado por la televisión en dos serie consecutivas; primero las aventuras de Simón Templar en El Santo para Roger Moore entre el 63 y el 65 y luego un título de culto para el no menos de culto Patrick McGoohan, Cita con la muerte (o Danger Man) un show de espionaje sofisticado en el cual el divo interpretaba al implacable John Drake y que sirvió como punto de partida para la fascinante El prisionero.

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Aún así el calibre como director de acción de Yates no se mide en realidad hasta su consagración en 1967 con El gran robo (Robbery en el original, fue editada en VHS en España y luego nunca más se supo). Un título personal, el único guionizado por él mismo de toda su carrera, y una ficcionalización del recientísimo asalto al tren correo de Glasgow, que había tenido lugar en 1963 convertida en un “criminal procedural” minucioso, estiloso y vibrante. Beneficiado, además por el protagonismo carismático del gran actor Stanley Baker, a quien había conocido durante el rodaje de Los cañones de Navarone, y un formidable grupo de característicos (Frank Finlay, Barry Foster, George Sewell,…). la película fue un moderado éxito y su brilantez, ya en color, llamó al atención de la industria americana que buscaba directores que ofrecieran exactamente aquello que Yates tenía: vanguardia asumible por todos los públicos.

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Bullit es en gran parte eso, un ojo puesto en la contemporaneización de moldes clásicos (la Brigada Homicida de Don Siegel, por ejemplo) y el otro en su ruptura/deconstrucción (el A quemarropa de Boorman) con el añadido de suponer una vehículo (en todos los sentidos) perfecto para el lucimiento de una nueva estrella. La operación no puede saldarse mejor, especialmente para McQueen, convertido de inmediato en mucho más que un actor, en un icóno. El film, por su parte, resiste el tiempo con brillantez, permanece elegante y sobrio, con el punto justo de experimentación tan habitual de la época. Para Yates supone una entrada en la industria gloriosa, pero también una hipoteca, que, como en tantos otros casos parece saldarse con una especie de pacto alterno consistente en el consabido: una para mi, otra para la industria. Aunque en realidad esto casi nunca es así y menos cuando se trata de artesanos como el británico, los cuales trabajaban por encargo la mayoría de las veces, moviéndose para conseguir proyectos de interés o que se amoldaran a sus mejores características. No será el caso de su siguiente film, la “dramedia” John y Mary, la cual explica por si misma con bastante claridad las servidumbres del oficio.Es, otra vez, una producción al servicio de las nuevas estrellas de la época, cuya disimilitud física con las del Hollywood clásico debía traducirse unos nuevos moldes expresivos, en este caso inspirados en el cine europeo y en su mayoría pendientes de soluciones totalmente coyuntural
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es. Además se trata de un trabajo subsidiario, una continuación, vía Dustin Hoffman del tono y modismos de la insufrible El graduado de Mike Nichols.

La Guerra de Murphy, un año después, resulta mucho más interesante pese a estar de nuevo, totalmente al servicio del one man show de Peter O’Toole, al trasladar con mucha garra (guión del formidable Stirling Silliphant) los motivos del Moby Dick de Herman Melville al contexto de la 2ªGM, con un mecánico empeñado en hundir un U-Boat alemán que comanda el Capitán Kronos “hammerita”, Horst Janson. Sobre Un diamante al rojo vivo, mejor decir poco, para no ensañarse principalmente. Una comedia sin gracia sobre robos perfectos y ladrones patosos para el supuesto talento de Robert Redford, acompañado por George Seagal para la ocasión. Lo peor es que parte de una novela del gran Donald E. Westlake que encima se supone adaptada por otro excepcional escritor como es William Goldman. Casi como contrafigura de este bodrio (que hay que reconocer tine sus defensores) se levanta The friends of Eddie Coyle, archisórdido, desesperado y desolador thriller con un Robert Mitchum en la cumbre. Obra maestra absoluta, cruda y lúcida, tierna e implacable. Tristemente olvidada hoy y un fracaso en su día. Yates regresa entonces a los subproductos para estrellas y lo hace de la peor manera con una comedia nuevamente subsidiaria, ahora sobre el ¿Qué me pasa doctor? (1972) de Peter Bogdanovich. En

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¿Qué diablos pasa aquí? (hasta la distribución española se había enterado del objeto de la operación) la pareja de alocada y soso, ahora un joven matrimonio con problemas financieros, la forma para la ocasión la inaguantable Barbra Streisand y el muy soso Michael Sarrazin, incomprensiblemente convertido al estrellato tras el Danzad, danzad malditos de Pollack en 1969.

Digamos que, a partir de aquí la filmografía de Yates no mejora precisamente, encadenando otra infumable comedia de acción y un nuevo exploit. Tirando de su habilidad para rodar persecuciones le cae encima un engendro titulado El madre, la melones y el ruedas, acerca de la rivalidad entre ambulancias en Los Ángeles. A la indigencia de la historia se une un reparto imposible: Bill Cosby, Raquel Welch Y Harvey Keitel. Abismo será el plato precocinado de temporada. Caliente todavía el éxito ciclópeo del fenomenal Tiburón de Steven Spielberg en el 75, se coge cualquier otra novela de Peter Benchley con tema marino y se factura algo que recuerde, aunque sea lejanamente, presencia del Robert Shaw incluida. Nick Nolte en plena vorágine Hombre rico, hombre pobre intenta lanzar su carrera y por lo demás queda el placer de una Jaqueline Bisset

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a remojo y más guapa que siempre. Para sorpresa de propios y extraño y cuando parecía que la orilla hollywoodiense se alejaba entre títulos de cada vez más lejano interés para el público Yates resurge con un film-sorpresa (su impacto fue tal que incluso provocó una secuela con forma de serie televisiva de breve vida) que además resulta ser de los mejores de su carrera: El relevo, sobre el que ya me extenderé luego.

Pese a todo las cosa no cambien demasiado y los 80 comienza más o menos donde se había desarrollado los 70, en las lindes de cine-best seller. En 1981 tocan William Hurt, lanzado por Lawrence Kasdan en esa tórrida relectura de los códigos del noir que fue Fuego en el cuerpo, y una Sigurney Weaver en proceso de feminización tras ser la aguerrida Ripley en Alien. Christopher Plummer y James Woods intentan dar empaque pero El ojo mentiroso sigue siendo una fórmula aguada con forma de intriga/romance. Su regreso a Gran Bretaña resulta todavía más espantoso y se salda con la aburrida Krull, un merenguenado que toma elementos de La guerra de las galaxias y de Excalibur para ofrecer a cambio un compost apelmazado con protagonistas horribles y estética ramplona pese a un notorio desembolso. A Yates le comenzaba a fallar el pulso.

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Su siguiente trabajo, La sombra del actor, sube notablemente el nivel, suponiendo tanto uan excepción en estos años como su último buen trabajo. Y es otra película de actores (nominaciones a los Oscar incluidas), eminentemente teatral y escrita por Ronald Harwood según sus propias experiencias como asistente personal del mítico Sir Donald Wolfit, rotundo divo shakespeariano célebre entre los amantes del horror por su truculento protagonista para La sangre del vampiro (Henry Cass,1958) cuyo trasunto es aquí encarnado por Albert Finney, siendo el “vestidor” el no menos talentoso Tom Courtenay. Curiosamente Yates reencontraba en 1983 a dos de los actores más representativos de aquel free cinema en el cual él mismo se había iniciado. Finney, además lo reclamaría años después, en 1995, para una pequeña película irlandesa, Una razón para luchar, acometida en unos años donde el cine del país obtuvo su momento-moda a ráiz de los éxitos de Neil Jordan con Juego de lágrimas (1992) o del mediocre Jim Sheridan con En el nombre del padre (1993). Como se ve el sino de Yates era el de ir a remolque. Poco más ofrecen los 80. Un título totalmente desconocido, Eleni, que cuenta con una atractivo reparto que une a John Malkovich, Kate Nelligan y Linda Hunt entorno al asesinato 30 años antes, en Grecia de la madre del protagonista;  Sospechoso, un thriller judicial del momntón para Cher y Dennis Quaid donde vuelve a coincidir con Liam Neeson, ya presente en Krull, la atractiva y malgastada intriga retro
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propuesta en La casa de Carroll Street con la inexpresiva Kelly McGuillis y el eternamente desaprovechado Jeff Daniels envueltos en un complot entorno al Comité de Actividades Antiamericanas a principios de los 50 y una lánguida decadencia progresivamente telefilmera que comienza en 1989 con la burda Un hombre inocente, en muchos aspectos derivación todavía más miserable del Encerrado que para Stallone dirige ese mismo año el apreciable John Flynn.
Poco más, a no ser recordar su albor como director para una miniserie, creo que se llegó a ver en España, que versionaba Don Quijote con protagonismo de dos intérpretes extraordinarios, John Lithgow y Bob Hoskins. Quedan sin recordar ni comentar algunos otros telefilmes de esa época cuyo interés se me escapa, francamente. Contemplada en conjunto la obra de Yates no parece muy estimulante, apenas cuatro o cinco películas, varías de ellas formidables, en medio de un mar de mediocridad. Pero no por ello merece el olvido, desde luego. Obsesionado como todavía estamos por al autoría, los artesanos siguen escapándose entre los dedos. Y más aquellos que ejercieron su oficio en un tiempo en el cual este ya era ninguneado por sistema. Yates fue condenado por sus éxitos, los cuales le obligaron a un tipo de carrera dentro de una industria llena de dudas y cambios como era la norteamericana en las décadas de los 60 y 70. Dependía del material de partida y carecía del genio necesario para sublimarlo cuando era mediocre, aunque si poseía la intuición y la profesionalidad necesarias para no desperdiciarlo cuando ofrecía potencial. Fue uno entre tantos, no un autor de álbumes conceptuales, sino solamente de canciones.

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El relevo (Breaking away)

1979

EEUU

101 min.

Guión: Steve Tesich

Música: Patrick Williams

Fotografía:Matthew F. Leonetti

Montaje: Cynthia Scheider

Reparto: Dennis Christopher, Dennis Quaid, Daniel Stern, Jackie Earle Haley, Barbara Barrie, Paul Dooley, Robyn Douglass, Hart Bochner, Amy Wright, Peter Maloney

Breaking away, o El relevo en su simplificador título español es un ejemplo de esa capacidad de Yates para intuir el buen guión y potenciarlo con su estilo vigoroso y su notable dirección de actores. En principio una típica historia americana de fin de la adolescencia, asunción de responsabilidades y sueños demolidos que consigue superar la mayoría de los lugares comunes y los tópicos blandengues de este tipo de cine gracias a la absoluta modestia con la que están abordados. Contándolos todos con la sinceridad de la primera vez y logrando que, en base a esta limpieza, a esta franqueza, se sostengan incluso momentos tan discutibles como su parcialmente triunfalista final, en el cual los perdedores, por una vez, ganan.

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Provista de un encanto especial, de una melancolía dulzona de fin de verano y de verdadera credibilidad apuntalada por un guión excelente, y al parecer de cierto contenido autobiográfico, escrito por Steve Tesich, el cual reincidiría en la temática ciclista con la muy mediocre American Flyers en 1985, dirigida por el olvidado John Badham para un juvenil Kevin Costner, y que le valió un Oscar (si es que esto significa algo, en cualquier caso añadir que estuvo nominada a la mejor película, director, banda sonora original para Patrick Williams y mejor actriz de reparto para una estupenda Barbara Barrie). Sencillo pero no simplón, como demuestra la inteligencia de algunas de su líneas -cuando Dave vuelve magullado después de que sus mitificados corredores italianos le hallan humillado le dice a su padre:”Todo el mundo engaña. Solo que yo no lo sabía”. Irónicamente el ha estado engañando a su vez a la guapa estudiante universitaria interpretada por Robyn Douglass haciéndose pasar por un estudiante de intercambio
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italiano (sic.)- y la profundidad de su historia de orgullo frente a la adversidad y de frustración asumida con resignación dolorida -el padre de Dave (Dennis Christopher), un tanto sobreactuado Paul Dooley (dato curioso, Dooley y Christopher ya habían sido padre e hijo un año antes para Robert Altman en Un día de boda), antiguo cantero en una industria ahora declinante y ahora vendedor de coches de dudosa moralidad, le explica a su hijo como talló la piedra para aquellos edificios que, una vez levantados, parecía demasiado buenos para ellos-. Nuevamente esta ración de autenticidad, de honestidad en lo narrado, permite vadear la consabida peripecia de rivalidades entre los chicos locales (representación de la América proletaria) y los universitarios (la burguesía capitalista) teñida toda de cierta molesta obviedad ideológica y coronada con una carrera ciclista, el relevo del título español, que Dave y sus amigos ganarán en una exhibición de pundonor y sacrificio.
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Yates sortea o mejor dicho los emplea a favor del agridulce discurso de fondo, la alegría de las pequeñas victorias frente a la certeza de la derrota vital pero todo ello enmarcado no en un film discursivo, sino descriptivo, dotado de un muy apreciable sentido de la observación (el rodaje callejero en el mismo pueblo de Bloomington donde se desarrolla la acción y la credibilidad que aportan los intérpretes no profesionales ayudan lo suyo) que fía la transmisión de ideas a la sutileza y sobriedad de la puesta en escena con un cuidado especial por los espacios y lugares como entes dramáticos –la antigua cantera ahora convertida en pantano donde los amigos se bañan que comienza a ser invadida por los universitarios, o planos tan brillantes y categóricos como aquel que encuadra la llegada de la novia de Moocher (Jackie Earle Haley) a la casa de este: un viejo edificio desvencijado en el que vive solo porque su padre ha tenido que marchars

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e a Chicago a buscar un trabajo que nunca encuentra: Yates relaciona mediante un sencillo movimiento hacia atrás que amplía el encuadre la casa hecha polvo con el castillete abandonado de una cantera asomando por detrás-.

Esta dirección imperceptible, de pulso verista, apenas roto por los momentos de libertad y soledad de Dave en su bici donde la música clásica italiana, la carretera, la velocidad y al imagen componen un cuadro casi irreal, emocionante y transmisor perfecto de las sensaciones del protagonista (curiosamente y tras romperse el sueño italiano la bici perderá este significado y la carrera final será recogida con un dispositivo de teleobjetivos y lentes largas) y cuya atención a los ritmos y mecanismos de la máquina, en combinación con una cinemática mez

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cla de planos cortos y generales recuerda obligatoriamente a la persecución de Bullit y refrendan la habilidad de Yates par registrar la acción. Algo que se acompaña con su buena mano para los intérpretes, un cuarteto de, por aquel entonces jóvenes valores: Dennis Quaid, atlético y guapo es Mike, el líder natural, estrella deportiva en el instituto y ahora desorientado y rabioso porque se da cuenta de sus escasas posibilidades; Moocher, dispuesto a casarse y a intentarlo, orgulloso y reservado pese a su aspecto desafiante recae en el peculiar físico del excelente Jackie Earle Haley, el más conocido del reparto ya que se había revelado unos años antes, en 1976 en aquella saga de comedias desastrado-deportivas sobre Los Picarones, al primera de las cuales, un estruendoso éxito en su estreno dirigió Michael Ritchie para la pizpireta Tatum O’Neil y el siempre genial Walter Matthau; Daniel Stern se ocupa de dar vida a Cyril, su desgarbado aspecto, sus ojos saltones y torpeza natural ayuda a crear un personaje entrañable, de payaso triste como muy bien hace notar Yates: en el momento del triunfo, cuando todos reciben cariño de alguien cercano o se reconcilian,
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él está solo. Dave, el ciclista que sueña con ser italiano, que se escuda en al fantasía para no reconocer su realidad resulta el mayor acierto de reparto y el descubrimiento de un talento prodigioso y desperdiciado, el de Dennis Christopher claro, protagonista de otro título de culto como el extraño psychokiller tierno de la mitómana Fundido a negro (Vernon Zimmerman, 1980) y personalidad de una sensibilidad desarmante, heredero directo de gente como Anthony Perkins o Roddy McDowall. Un tipo de actor sin hueco en la industria cuya ingenuidad casa a la perfección con una película como Breaking away. En ambos hay algo que no puede explicarse, algo más irracional que otra cosa, algo de romance adolescente, algo de abismos de la madurez, algo de renuncias, algo de desencanto y algo de triunfos en minúscula.
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