Revista Cultura y Ocio

No he salido de mi noche

Publicado el 18 abril 2024 por Rubencastillo
No he salido de mi noche

Pensemos en una mujer. Una mujer cualquiera. Puede ser usted, si es mujer. O incluso usted, si es hombre. Da lo mismo. Esa persona (acudamos al término genérico) tiene que ingresar a su madre en un centro asistencial donde cuiden de ella, porque su enfermedad de Alzheimer ha alcanzado un nivel duro, inasumible. Y esa persona, sabiendo racionalmente que ha hecho lo correcto, pero a la vez sintiéndose culpable, va escribiendo lo que siente durante ese amargo proceso. “Me puse a anotar, en trozos de papel, sin fecha, frases, comportamientos de mi madre que me aterrorizaban. No podía soportar que semejante degradación se apoderara de mi madre. Un día soñé que le gritaba enfadadísima: ¡Deja de estar loca de una vez!”. Seguro que usted, hombre o mujer, siente la aspereza de ese grito en su garganta. Su madre, gracias a la cual llegó a la vida, se encuentra ahora en una zona atroz, “muerta y viva a la vez”. Eso, inevitablemente, conduce a los momentos de crisis (“Me da miedo que se muera. A veces pienso incluso en traérmela otra vez a casa”), aunque la persona que habla tenga claro que para dibujar la crónica de este proceso debe elegir con cuidado las palabras, para que las lágrimas no dificulten la comunicación con quienes escuchamos (“Evitar, al escribir, dejarme llevar por la emoción”).

La francesa Annie Ernaux traga saliva y tiene la entereza descarnada de dejarnos ver lo que escribió en esos cuadernos, en esas hojas sueltas que durante varios años fue recopilando. Y digo bien: “entereza descarnada”. Porque no todo es aquí amor, dulzura y buenos recuerdos, sino también acíbar, traumas, reproches, olor a pis y mierda imposible de contener. No hay maquillaje. No hay violines. No hay luces brillantes. Hay sinceridad, porque no se trata de una invención novelesca sino de una experiencia auténtica y, por tanto, desgarradora. La escritora francesa, enfrentada al desvalimiento degradado de su madre, siente que debe mantener el control, para no ingresar en la inutilidad o en la locura (“Todo se ha invertido, ahora es mi hijita. NO PUEDO ser su madre”). Pero, aun así, resulta inevitable que las dudas la corroan en algunos momentos de este libro (“No sé si es una tarea de vida o muerte la que estoy haciendo”), porque la figura de la madre termina por convertirse en un espejo oscuro, en el que la autora vislumbra destellos de lo que ella misma podría vivir dentro de unos años (“Cegadora: ella es mi vejez, y siento en mí la amenaza de la degradación de su cuerpo, sus pliegues en las piernas, su cuello arrugado”).

En cuanto al título, permítanme que no les desvele su origen ni su explicación. Les dejo que ustedes descubran su enigma leyendo esta obra turbadora, dolida y muy, muy triste.


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