Revista Opinión

No más metáforas, ni ironías

Publicado el 11 noviembre 2013 por Felipe Alcalde @ALCALDEArt
Dentro, el fresco era encantador y sincero. A mí, al menos, nunca me ha engañado ni disgustado con sus formas. Salvo, eso sí, por su pretensión de querernos más vestidos. Pero al entrar en la habitación de al lado, que era la calle; me recibió su adversario. El que viste de amarillo me sacudió tal bofetada, que por un momento me pregunté si acaso me castigaba por haberle sido infiel. Me cubrí la cabeza con una gorra en señal de respeto. Y también, porque el deslumbrante discurso del señor de amarillo ensordecía la vista y cegaba la mente, como si su típica radiación ultra-violenta estuviese compuesta por uvas reales maduradas en barrica de roble.
Sobre aquella mujer que va calzada –o al menos debería, pues nadie la llama “la descalza” –, soplaba un brutal huracán de metal. Su viento amainaba con el rojo, y retomaba su furia con el verde. Aquel vendaval frenético corría entre dos bulliciosos ríos. Estas corrientes discurrían, por la izquierda, alegres hacia la playa y, con semblante cansado, hacia su casa por la derecha.   
De esos dos ríos quería revelarse un rumor olfativo que, si bien parecía dulce en el río de la izquierda; tornábase agrio y salado en el de la derecha, confluyendo ambos tufos sobre el cauce del huracán, sobre el que creaba, al unísono, una melodía agridulce. 
De que una melodía no tiene por qué ser bella por necesidad, ya no necesitaba más pruebas. Había disfrutado terribles sonatas, pero ninguna tan chocante como la de aquel encantador hedor nauseabundo.
Sólo una vez me había sido regalada una sensación equivalente a la que ahora celebraba mi sentido del olisquear –que celebra como quien celebra un especialmente triste entierro –, y fue durante un feliz evento en mi niñez, en el que mis dos compañeros de los pupitres laterales decidieron hacer pinitos en sus asuntos. Las dos fragancias otoñales –aquellas que vienen de algo que cae –se hicieron poderosas y, a mi alrededor, edificaron su bastión. Ni siquiera mi profesor de religión habría podido camuflar ese especial sentir de la tocha mía; cuando, elevando su brazo hacia Dios, los fértiles a la vez que ya secos torrentes axilares –de los que las extrañas paraidolias de su camisa daban fe –exigían, sin remedio, la atención de todos.
Antes de seguir, quiero avisar al desafortunado lector de que, si bien estará ya empezándose a hinchar por tener que descifrar tanto lenguaje para obtener tan poco; lo que queda es mucho peor.    Para dar un poco por el culillo, voy a decir esto mismo en delicioso lenguaje administrativo-político-artístico:
   “Anteriormente a dotar de continuidad al relato del personaje en su curioso a la par que cotidiano momento narrado, no sería feliz el hecho de no mostrar la voluntad de hacer partícipe al bienamado lector de que, si bien el plausiblemente confuso razonamiento de lo antes expuesto pudiese parecer harto enmarañado a la vez que someramente recompensado; menos claro y más obscuro es aún, si cabe la amarga posibilidad, el porvenir argumental que de seguro tendrá infructuoso lugar en las venideras lamidas de pulgar –de no estar leyéndolo en e-book, se entiende –de esta humilde colección de manchada celulosa laminada. Resultaría enormemente gratificante el valorar la verosímil posibilidad de efectuar esta corta disertación mediante la utilización de estandarizaciones semejantes a las de uso en los ámbitos del proceder administrativo y del modo de hacer empleado para la elaboración de los clarísimos, breves y concisos discursos políticos” He aquí la prueba de que:
Por muy hastioso Que lo de después pueda parecer, Aún puede vérseme como majete Comparado con lo odioso Que puedo llegar a ser.
Y, entonces, la vi.    Allí estaba, exuberante, inamovible, grandiosa, electrizante… Era tal cual me la había imaginado durante mis mejores ensoñaciones. Irradiaba una belleza imponente, me cegaba una pasión incorregible y atroz; perversa podría decir, por aquella voluptuosidad que se presentaba altanera ante mis incrédulos ojos. No daba, realmente, crédito a lo que estaba presenciando. Tal alarde de majestuosidad no podría ser real. Estaba ahí, inmutable al paso de las horas, los días, los años, los milenios, las eras... Era la divinidad hecha ente. Era la perfección ante mi vista, la majestad ante mi pequeñez.  
Me dije a mí mismo: “Tengo que ir… ¡Tengo que hacerlo!” Y me lancé frenético hacia la heladería como si no hubiese mañana, como si todo dependiese de que alcanzase esa magnífica meta; esa lejana visión, ese objetivo aparentemente inalcanzable que se hallaba al menos a tres metros y cincuenta y siete centímetros de mi; y que se podría asemejar a aquel objetivo hacia el que uno corre vanamente durante un sueño.
Pero nada excepto aquello que después pude ver podría explicar por qué en ese momento pasó por mi cabeza un desfile de abominables modelos. La II Guerra Mundial, el Diluvio, las injusticias sociales en la clase trabajadora, la Santa Inquisición, las más inenarrables atrocidades, las mayores salvajadas jamás imaginadas por un buho, el feudalismo, la peste negra, la gripe aviaria… No, en la heladería no había sabor a galleta María. Tendría que prescindir de ese sabor, mi favorito. 
Y, cierto es que tengo que retractarme en cierto modo de la perfección del increíble establecimiento con preciosas humedades adornadas por interesantes telas de araña y sagaces cucarachitas de la especie americana correteando con dulzura por los entrañables suelos llenos de mugre, bajo las encantadoras mesas no cojas, sino inválidas. Podría decirse de las mesas, además, que eran tetrapléjicas, pero ello no habría supuesto un gran descubrimiento pues, generalmente, las mesas no necesitan caminar. Tan solo conozco un caso en el que…   …otra persona había encontrado un puesto de helados del que más tarde quiso contarme algo… Pero… ¡mejor lo dejo para otra ocasión! Creo que la madeja tiene que liarse, y no voy a desenmarañarla en absoluto, que por ello soy modisto de telares mentales. No me quedo más con el tema de los helados pues, si no, tal vez el lector pueda empezar a ver un amago de inicio argumental. No verá tal cosa; ya le he avisado de que es desdichado y no tendrá suerte. Voy a liarlo todo aún más hasta que parezca un jersey lastimoso de verdad verazmente entreverada y revertidos versos enrevesados revisados al revés.Muy bien. Pues entonces, vamos al grano.
-FIN-

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