Revista Cultura y Ocio

No me pertenece

Publicado el 04 abril 2017 por Isabel Isabelquintin
pertenece
Cada vez que intento contener el llanto hay una voz junto a mí que me prohíbe hacerlo.
Llorar desahoga el corazón y purifica el alma, ahora me pregunto, cuando llueve, ¿es el cielo quien desahoga sus penas o es el llanto de la humanidad reflejado en gotas de lluvia?  ¿Es alguien que llora contigo, que se une a tu dolor? ¿Que se conmueve de tu soledad y tu tristeza o simplemente siente lo mismo que tú?

Era lo que se me ocurría mientras miraba por la ventana. Un invierno pasado por agua, lluvias torrenciales cada tarde que me obligaban a esperar en un cafetín cercano a mi trabajo.Esa tarde pagué el café y salí del lugar, el cielo tenía nubes negras pero ni una gota había caído así que me aventuré. Caminé unas cuantas cuadras y un par de gotas cayeron sobre mi cabeza, era el aviso de la lluvia. No hice caso a la advertencia y seguí mi camino.
Llevaba los pensamientos lejanos de la realidad, pensaba en él, en la distancia; en su distancia.

Cada minuto que pasábamos juntos nos alejaba más, hacía mucho que habíamos pasado de estar a centímetros, ya eran millas y no faltaba mucho para que fuesen años luz. Muy poco sentía ya que nuestros corazones fueran solo uno. Con cada paso aumentaba la intensidad y la fuerza de las gotas  de lluvia y en poco tiempo las calles estaban totalmente mojadas. En mis mejillas se confundían las lágrimas con el agua.
Sus ojos fueron lo primeo en cambiar, era el primer aviso pero decidí omitir ese detalle. Luego vi que cambió sus claves personales, que leía más, dormía menos y se iba más temprano cada mañana. Y seguí haciéndome de oídos sordos y ojos ciegos porque nos prometimos respetar el espacio y las decisiones de cada uno. Tuvo un ascenso importante y supe que lo perdía. Pero debía apoyar su progreso, alegrarme de su éxito y permanecer como en la línea de batalla, presta a lo que quisiera. El café muy temprano si es que quería verle al menos una vez al día, llevar sus trajes a la tintorería, camisas planchadas y una maleta lista tras la puerta del armario por si se presentaba un viaje de último momento. Mi marido era una sombra, un fantasma. Adquirí esa manía absurda y dolorosa de seguir el rastro que dejaba su perfume por casa luego de que se iba. Llegaba al baño, tomaba el frasco y me ponía un toque en el dorso de la muñeca, luego me tiraba en la cama, abrazaba su almohada y acercaba la mano para olerle y pensar que era él.
Eso me estaba matando, peor que si fuera una viuda.
Pero era lo que me quedaba, ya no valía llegar de sorpresa a su oficina, preparar la cena, organizar un viaje o una salida con amigos, o visitas a sus padres.Mi esposo era mío en el papel, nos unía una firma, unas capitulaciones que mi padre exigió para que nos casáramos. Es tan difícil despertarse una mañana con la certeza de que alguien ya no te ama, que no eres suficiente, que apenas le inspiras una caricia en la mejilla cuando llega tarde y se mete en la cama.
Él no lo dijo, nunca llegó a gritarme a la cara que ya no era el amor de su vida, pero es que no se necesitan palabras de confirmación cuando todo lo que te rodea ya no es lo mismo y te lo confirma. Cuando el mundo que armaste a su lado se ha partido en dos y cada cual hace lo propio en su mitad.
Se desató una fuerte tormenta, no me resguardé, seguí caminando y así,  empapada de pies a cabeza llegué a casa. Una bonita casa, que elegimos juntos, de la que nos encargamos los dos de llenar de cuadros, fotos, sillas y muebles. Porque no siempre fue así, hubo un tiempo en que si tuve marido y uno que me amaba, que sacaba excusas en el trabajo para poder vernos, que si no dormía pronto era porque juntos  nos quedábamos a despuntar la aurora a punta de besos y caricias. Ningún rincón era suficiente si se trataba de ganas, porque las ganas hacen que pierdas el control de tu conciencia y que te entregues al placer.
Llevaba tres semana aún más distante, como perdido en sí mismo y con la tristeza tatuada en su rostro, pero de esas tristezas que te matan en vida, que te absorben el alma y te dejan vacío.
Empezó un jueves luego de llegar de su juego de billar, no tengo idea de cuándo o cómo le dio por ese vicio pero cada jueves y cada sábado llegaba más tarde de lo común porque debía ir a verse con sus amigos, despejarse del estrés del trabajo y olvidarse de todo. Pero ese jueves llegó tan tempano que me pilló por sorpresa entrar en casa y encontrar las luces encendidas. Pensé que se había metido un ladrón. Pero no, me lo encontré en el sillón, mirando a la pared, taciturno y vacío… me acerqué a preguntarle qué sucedía y se excusó diciendo que eran problemas en la empresa, pero ¿qué podía ser tan grave? Casi llamo a uno de mis hermanos para saber si es que habíamos quebrado, o nos habían demandado por inconsistencias. Pero en su lugar, le preparé un trago y se lo entregué, me senté a su lado y esperé en silencio a que lo dijera. Tampoco lo hizo, no lo dijo, no musitó media palabra, pero en el aire se sentía que algo le estaba doliendo en lo profundo, que se desgarraba a girones y se ahogaba con el llanto que se negaba a derramar.
Me detuve frente a la ventana y elevé el rostro mirando al cielo, estaba gris y la lluvia no cesaba. Busqué la llave, pero tal vez no la llevaba desde la mañana. Sí, las dejé en la barra de la cocina porque debía coger el teléfono y salí a prisa, me urgía ese encuentro.
Me senté al borde de la puerta y bajo la inclemente lluvia recordé cada uno de los momentos vividos a su lado, de mis treinta y ochos años llevaba veinticinco de conocerlo. Desde el instituto nos miramos, no gustamos y con miles de ires y venires, volvimos a coincidir en la universidad. Si eso no era estar destinados, ¿qué lo era? Debo reconocer que desde el primer día me sentí colgada por él así que no le costó mucho conquistarme, tampoco se lo dejé tan fácil pero es que yo ya lo sabía, que le diría que sí a lo que fuera que pidiera.

Mi temperatura descendió, sentí frío y recordé la fuerza de sus brazos y la textura de sus besos.
Extrañaba a ese hombre, al hombre que amaba y que decía amarme. Aunque hacía meses que él no me demostraba de ningún modo ese amor y ya empezaba a creer que lo que decía sentir era solo costumbre.
Las noches siguientes a ese jueves, sus brazos me buscaron un par de veces, y dormido, me besaba con un desenfreno irreconocible, cedía a sus caricias porque aunque no se notaba, las mendigaba, necesitaba saber que mi esposo seguía junto a mí, pero despertaba y volvía a su estado de apatía. Salía temprano porque por alguna razón no le apetecía hablarme o verme o saber de mí. Todo, claro está, era lo que yo creía, lo que me obligaba a suponer. Mi madre me preguntó que si todo iba bien, que mi hermano le comentó a mi padre que mi marido estaba distraído, absorto y deprimido. Le dije que en casa estaba normal y entonces ella me culpó con ese señalamiento de las madres antiguas que criaron hijas para ser amas de casa y madres y sumisas esposas. Que debía embarazarme, que ya estaba pasándose la hora de tener hijos sanos y lo que tendría sería nietos. Que mi padre le dejaría su herencia a ese nieto, que la empresa necesitaba seguir en manos de la familia.
Pero es que yo ya lo sabía, yo también lo quería pero no llegaba y no llegaba porque tenía un útero estéril y mi marido se cansó de buscar el milagro, el 15% de las posibilidades. Y se concentró en hacer dinero, en viajar, en ser una máquina. Yo no sabía si él los quería —hijos—pero más que nunca yo lo necesitaba, un hijo, una razón para soportar, un rayo de felicidad. Mi soledad necesitaba otro compañero. Y claro que busqué opciones, averigüé por el proceso de adopciones, vientres alquilados, fertilización artificial. Lo hice todo, en silencio, batallé sin tregua y justo ese día conseguía un contacto con una clínica fuera del país especializada en fertilidad. Por eso salí a prisa, por eso me dejé las llaves dentro y por eso estaba sentada en el escalón de la entrada pensando en cómo decírselo, en la mejor forma de revelar lo que llevaba haciendo e ideando un plan que nos sirviera a ambos para convencernos de que un hijo era lo que nuestro hipotético matrimonio necesitaba para salvase o resucitar.
Las horas pasaron, la lluvia al fin dejó de caer y yo me quedé allí viendo a la noche hacer su aparición.
Yo ahí, aun al borde de la puerta, con frío y empapada. Pero no quise llamarle, no era mal de muerte y el llegaría en cualquier momento, era jueves, ya no salía con sus amigos y solía llegar temprano para sentarse frente a su computadora y escribir; porque esa era su nueva manía, escribía, no sabía qué, pero lo hacía por horas y se concentraba a fondo, sus emociones mutaban de la risa al llanto. Era inquietante y hasta parecía que se estaba curando de alguna pena, que ya el billar no lo desahogaba sino el escribir. Yo me dormía escuchándole teclear, encerrado en el estudio y bebiendo café en cantidades ingentes.Me preocupaba su salud física y mental, pero no me atrevía a cuestionar su forma de sobrellevar su vida, o eso que le causaba placer.
Debía esperarlo, esperar allí hasta que él volviera a casa. Un rato después, el móvil sonó.
Era él, diciendo que tardaría en volver esa noche porque a mi padre se le había ocurrido citar a una junta extraordinaria.

—No pasa nada —respondí—, espero que no sea muy grave y que llegues pronto porque he dejado las llaves dentro y estoy un poco mojada.
Lo que menos quería era importunarle, buscaba sin descanso formas de hacerle fácil la vida aunque él no lo notara.
—¿Hace cuánto que estás fuera? Voy enseguida, no quiero que pesques un resfriado.—No  hace mucho, y no debes venir. Puedo esperar.
Me colgó, solía cortar sin despedirse.
Pasó media hora, me entretuve leyendo en el móvil. Era adicta a leer casos de éxito en parejas con pocas posibilidades para embarazarse.
—¡Estás empapada! —escuché su voz y elevé el rostro.
Era lo más emotivo que había escuchado de su boca en semanas. Sonreí un poco al verle, vestido de traje pero con la corbata suelta porque las detestaba. Si mi padre lo vio seguro que apretó los puños. Nunca le gustó que mi marido no fuera el hombre trajeado de domingo a domingo como él, así como se lo inculcó a mis hermanos. Pobres, aunque mi suerte no fue distinta. Mamá era otro general de las normas de etiqueta y protocolo.
Me tendió la mano para ayudarme a levantar, era un caballero, eso ni mi padre lo podría refutar.
Su contacto me calentó, pero no la piel, sino la esperanza. Algo lucía distinto en él esa noche. Que tampoco sabía si era buen presagio o uno terrible. Pero prefería vivirlo de cerca así que la acepté. Se quitó el abrigo largo y me lo puso sobre los hombros, de inmediato me transporté al pasado, a nuestras locuras, a un día en la playa en pleno invierno. Se quitó la americana y me la puso encima, me abrazó y supe lo que era estar protegida, resguardada. Esa noche también apretó mi cintura con uno de sus brazos y me acercó a su pecho mientras llegábamos a la puerta.
Desconcertada era poco, pero no llegaba a aturdida. Quizá sorprendida.
Me dejé guiar, él abrió la puerta y di un paso. Luego se movió rápidamente, encendió la calefacción del salón y la chimenea.
—Date un baño de agua tibia, abrígate y baja. Te prepararé té.
Sé que no lo asimilé al instante, o soñaba o el frío me estaba haciendo alucinar. Hasta creí que en algún momento entré en estado de hipotermia y que por eso imaginaba situaciones que incluyeran calor.
—¿Me oíste? —preguntó y luego acarició mi mejilla.
Había sido real, estaba ocurriendo.
Subí al baño y seguí sus instrucciones mientras pensaba en que mi marido estaba sufriendo de trastorno de personalidad y que debía empezar a documentar sus actuaciones y me concentré en pensar en ello. En sus posibles personalidades.
—No te quedes mucho rato.
Se asomó en la ducha y yo me congelé, me cubrí lo que pude con las manos aun cuando era lo más ilógico del mundo, era mi marido. Uno que ya no me tocaba, pero mi marido al fin de cuentas.
Negué con la cabeza, él se dio vuelta y yo me puse champú.
Mi cabeza daba vueltas, quería saber si esa mirada que me dio significaba algo, si le había gustado verme desnuda o si era parte de la rutina. Casi grito cuando sentí unas manos apretarme la cintura. Me tensé, apreté los ojos y el estómago se me contrajo. Juro que casi temblaba. Sus manos volvieron a tocarme, a acariciarme, pasearon por mi espalda, resbalaron por mi trasero y terminaron en mi cabeza ayudándome con el champú. Lo miraba fijamente, no parpadeaba por poco ni era consciente de que respiraba. Casi era como si se tratara de otro hombre, uno que no conocía o que hacía mucho que no veía.Si sus dedos me estaban volando la razón, cuando me besó, el juicio me abandonó. Todos los besos que nos dimos volvieron a mí, los lugares, los momentos, las horas, los olores…, la vida. Porque los besos suelen ser soplos de vida más potentes que un desfibrilador cuando un corazón está muriendo.
Me dejé llevar, me fui con él hasta donde quiso llevarme.
Viajé por toda nuestra vida, por toda nuestra historia.
Pero al finalizar el camino me sentí diferente, me sentí otra mujer y no digo que una renovada, amada por su esposo y convencida de que la crisis había pasado. No, la mujer que me sentí en ese momento no tenía ni mi nombre, ni mis ojos, ni piel; si era la mujer que mi marido amaba, pero no era yo.
Porque me besó como bebiendo del mar cuando ya no soportas la sed y no te queda más, me acarició como si mi cuerpo no fuera el mío y le sobrara y le faltara para ser el que quería que fuera. Mi marido era un náufrago que decidió aferrarse a mí para volver a casa. Porque era lo que tenía, porque si no era yo, se hundía.
Abrí los ojos, vi su expresión mientas me penetraba y apretaba los parpados como intentando ver a alguien que no era yo. Y sufría, sé que sufría intentando materializar en mí a otra mujer.
No me retiré, no grité, no lloré, no le dije que era un maldito traidor.
Permití que se desahogara conmigo, porque fue la forma que encontró para decírmelo, aunque con el primer beso que me dio lo supe.
—¿Por qué la dejaste?
Eso le pregunté cuando reposábamos sobre las sábanas y nuestra respiración ralentizaba.
—Ella decidió irse.
Suspiré, algo de alivio me llenó y a la vez el desconsuelo. Ella se fue porque él no fue capaz de dejarla.
—¿Quieres el divorcio?—No. ¿Qué quieres tú?—Un hijo.
Lo escupí de golpe, sin anestesia. Porque era lo único que en vedad deseaba, con un hijo sería feliz con un hijo me olvidaría de todo.
—¿A pesar de todo?—Ella se fue, pero yo me quedé. Eso debe decirte algo.—Qué soy un imbécil.
Sonreí un poco.
—¿Por qué no quieres el divorcio? Eso podría hacerla volver.—Nunca pidió que te dejará, nunca le dije que lo haría y no es lo que quiero.—¿Qué nos une? ¿Qué nos espera?
Se me iba la vida con esa pregunta, siempre he sabido que soy alguien que soporta cualquier cosa y por más que me doliera, pasaría por encima de ello y seguiría como si nada. Esa era yo.
—No lo sé, pero tampoco podré darte el dinero que no tengo y que tu padre estipuló que debía pagar si te pedía el divorcio.—¿Entonces es por dinero?¡Di que no! ¡Di que no!—Jamás fue por eso y lo sabes. Tampoco lo es ahora, pero no podemos divorciarnos.—Puedo decirle a mi padre que te engañé, que ya no te amo, que quiero otra cosa.—Quiero que te quedes, que intentemos tener ese niño y no miremos atrás. ¿Podemos?Me miró, sereno, seguro, era él, de nuevo era él.—Podemos.
Con mi respuesta vino una certeza, que quedó grabada en piedra con sangre. Porque acabábamos de hacer un pacto, el cerraba un trato conmigo como lo hacía todos los días en el trabajo. Iba a darme lo que yo quería en retribución por haber tenido una amante. Y aunque prometió que era un episodio que podríamos olvidar, ahogar en el fondo del baúl de los recuerdos, yo lo sabía, lo tenía muy claro, que ese hombre, su amor, sus labios, su piel, su alma y corazón; ya no eran míos.
Él ya no me pertenece.¡Gracias por leer!

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