Revista Cultura y Ocio
Quizá lo que hemos perdido sea el sentido de las palabras, el significado que albergan. De hecho no creo que público y digno posean la acepción que razonadamente hemos venido usando en cualquier debate ideológico. Lo mismo es la ideología la que lo está contaminando todo, corrompiendo cierto estado del bienestar, no el que los socialistas vendían como idílico. No se trata de que la derecha incivil, la que privatiza y la que amarra al individuo y lo expone al criterio voraz de los mercados, haya barrido para casa y esté alegremente, refrendada por una mayoría en el arco parlamentario, eliminando todo lo que les molesta, los asuntos que les molestan. Si volviera al poder el PSOE acometería reformas que no contentarían a toda la población. No hay consenso en nada, no creo que pueda haberlo: ni uno mismo está en continuo consenso con su forma de comportarse, pero lo de la escuela es perverso. Otras perversiones podrían añadirse, sin salirnos de la desazón que nos aturde, del sentimiento de desafecto por la política que reina en la opinión pública. Todo este alejamiento entre el gobernante y el gobernado no debe aducirse exclusivamente al lamentable sistema financiero ni al esfuerzo, quién duda que titánico, de pagar las deudas antes de comenzar a ahorrar de nuevo. Lo que no se acepta, a pesar de esos indicios razonablemente legítimos, es que sea la educación o sea la sanidad las que paguen los desperfectos. La dignidad de lo público está seriamente violentada. Lo público está herido de muerte. El moribundo avanza, parece que no pierde del todo el resuello, pero está a poco de de verdad fenezca. No lo habrá matado en exclusiva el gobierno de Rajoy: es la connivencia de la sociedad la que ratifica la paliza que le están dando en algún callejón oscuro de las leyes.
Lo que mi amigo Fernando Oliva, un verdadero hombre renacentista instalado en este cambalache de siglo, ha hecho con su montaje fotográfico es la mejor felicitación navideña posible. No he visto otra que zarandee con más atrevimiento la pasividad con la que afrontamos el cataclismo que se nos cierne. No llegaremos a esto, no vamos a volver al pasado pobre de la España gris de la posguerra, pero sobrevuela la impresión de que no está lejos el día, de seguir así las cosas, en que ese pasado pobre de esa España gris hinque la rodilla en el suelo y vea cómo está el panorama. Siempre gana el dinero: sirve para que quienes lo posean aborten en Londres o estudien en Dusseldörf. Es tan hipócrita el resultado de las reformas que escandaliza que prosperen. Es tan diáfana la sensación de que estas medidas no les incumben a los ricos que los pobres, los de solemnidad y los recién inscritos en el censo, están indignados. Cómo no estarlo. Al paso que vamos sacaremos el cobre de las pizarras digitales para venderlo y poder pagar el recibo de la luz en las escuelas. Será como el famoso tren de los hermanos Marx. O como al ínclito Buster Keaton en El maquinista de la General, desmontando ese mismo tren para que el tren continúe su viaje. Un viaje a ninguna parte probablemente.
No es una Navidad feliz en modo alguno. No creo que haya ninguna que lo sea; fiestas religiosas en su origen pero brutalmente transformadas en una celebración laica o consumista o capitalista, en donde más crudamente se evidencian las diferencias entre las clases sociales. Va uno por la calle sin que nada le espolee a pensar en el espíritu. Es solo la carne, la gloriosa carne la que manda. No eres nadie si no tienes una visa que expoliar, no eres nada si no te dejas engatusar por la voz meliflua de los altavoces de El Corte Inglés, informándote de que si compras dos botellas de Ribera del Duero te regalan una tercera. Es el mercado el que gana. Y quizá está bien que sea así. Yo nunca he conocido otras navidades. No he vivido ninguna revelación religiosa que me haya enternecido por dentro. Sigo siendo una criatura materialista. Una que confía en que la palabra delito sustituya a la palabra pecado de una vez por todas. Una que desconfía de que la fe recompondrá la pérdida de valores que algunos colocan como el verdadero veneno que está haciendo que la sociedad enferma. No dudo que está enferma, pero la salvación está en los pupitres que Fernando Oliva ha registrado en su amarguísima felicitación navideña. Si algo bueno hay en el prometedor futuro depende de esos pupitres. Si el gobierno de turno (no olvidemos que los gobiernos funcionan por turnos, afortunadamente) escatima medios para que resplandezcan, el país se va a la mierda. En Navidad o en pleno verano. Esa es la dirección previsible. Que El Roto termine mi angustia.