Revista Cultura y Ocio

Nuestra aventura en Tailandia (II): Ayutthaya

Por La Cloaca @nohaycloacas

Publicado por Rober Cerero

¿Dónde estábamos? Ah, sí, comiendo mierdas picantes en un tren.

Con la lengua más caliente que el queso de un San Jacobo y con la idea subyacente de que la caca iba a llamar a nuestra anal puerta más pronto que tarde, llegamos a Ayutthaya, la antigua y bonita capital del reino. Lo primero que hace uno cuando se baja del tren en Ayutthaya es ir a ver a la señora que, con unos 163 años, pasa sus días cruzando a los viajeros de un lado al otro del río en una barcaza que debió de haberle regalado su padre por su budista comunión. ¿Qué por qué no hacen un puente? Ah, amigo, ¿por qué inflamable significa flamable?

Ya en el otro lado del río, uno se da cuenta de que realmente está en Tailandia: Budas, ruinas imperiales, tailandeses que te piden que te hagas fotos con ellos… Y perros, muchos perros. Perros salvajes, en manadas, vagando a sus anchas, siendo los reyes del puñetero mambo. O sea, como los taxistas en las calles de Sevilla, pero con más pelo (aunque cuidao con el vello de algunos señores profesionales de la conducción).

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Pero ojo, que si los perros dominan la tierra, no ocurre lo mismo en las aguas: imagina que estás jugando en el parque, ese típico parque con estanque y puentecitos que hay en toda ciudad, y decides asomarte a uno de ellos para dar de comer a los animales. Patos, peces; pensaréis todos, ¿verdad? Bah, se nota que no habéis estado en el típico parque de Tailandia. En el típico parque de Tailandia, los reyes de estanques y lagunas son los jodidos Dragones de Komodo. Así, en seco. Y no creas que se van a conformar con comerse el pan que les tires, ¿eh? Ellos prefieren montarse el bocata con tus dedos, así que mejor no confiarse.

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El “patito” que se nos cruzó en las ruinas de Ayutthaya

Hablando de comer: después de pasar el día visitando las ruinas de la antigua capital imperial, y llevarnos algún que otro susto con las criaturas pseudo-marinas, llegó el turno de cenar, ansiosos como estábamos de explorar la vida nocturna. La cena, completamente Tai y que tuvimos que pedir por señas –¿creías que no había un país donde se hablase menos inglés que en España?-, fue seguida de un paseo por una especie de feria chunga, con muchas luces, poca gente y hasta coches de choque. Todo normal… Hasta que la caca llamó a mi puerta.

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Pero no creáis que llamó de forma educada, qué va. Llamó como cuando estabas en el patio jugando y tu madre te llamaba a voz en grito desde la ventana de la cocina para avisarte de que la cena estaba lista: ‘¡¡¡niñooooo, venga p’arriba ya, que se te enfría la sopa!!!’ Así, de 0 a 100. Estás perfecto, dando un paseo, asimilando que estás en Tailandia; y al minuto siguiente te sientes como si Daenerys y la antorcha humana estuviesen teniendo sexo salvaje en tu recto: sudores, dolor de barriga, fuego en tus tripas. ¿Recordáis cuando os dije que nuestros delicados estómagos occidentales no estaban preparados para tanto picante de golpe? Pues ahí fue cuando llegué a la conclusión.

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El interior de mi intestino grueso, en visión aumentada.

Tal fue la conclusión, que no me daba ni tiempo de llegar a nuestro hostel de 2€ la noche: estaba a punto de convertirme en la madre de dragones, al menos parecía que iba a parir uno, y acababa de romper aguas. ¿Solución? Agarrar todos los clínex posibles, correr como alma que lleva el diablo al vecino parque del Dragón de Komodo y conquistar Tailandia en cualquier matorral. FAIL.

Nada más entrar en la sombra del parque, un ejército de perros me prohibió el paso poco o nada educadamente.

Primero un ladrido, luego otro. Ahora hay 4 perros, ahora 6… Ahora empiezan a avanzar hacia mí. Ahora empiezan a correr hacia mí, ladrando muy fuerte. Tal fue el acojone que se me pasaron de un plumazo las ganas de evacuar, concentrando todos mis sentidos en correr mucho, muchísimo. Menos mal que el dragón que llevaba dentro desplegó las alas y me ayudó… Y menos mal que llegué al límite del parque, con sus farolas y sus coches y motos. Había salido de la zona de influencia perruna, estaba salvado… Por los coj**es.

Treinta segundos después de sentirme a salvo de D’artacan y los 8 mosqueperros, el intestino grueso me recordó el motivo de mi incursión en el parque: la caca no se había ido, no se había mimetizado con las paredes de mi recto. Así que a correr de nuevo, esta vez en dirección contraria, acabando en el primer establecimiento que vi abierto: un hostel cuya recepcionista se apiadó de mí, dejándome usar su WC-ducha con grifo anal.

¿Cómo? ¿No sabíais que en Tailandia no usan papel higiénico, sino un grifo de ducha que cuelga al lado del retrete? Pues hala, ya lo sabéis.

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Hay que ver cómo cambia la visión de la realidad cuando uno está recién cagao. Y más cuando has cagao fuego, cuando has abierto una compuerta por la que ha bajado la prima hermana de las cataratas del Niágara, pero la que lleva magma, no agua. ¡Eso sí que es vida!

Así, tras darle un poco de palique a la recepcionista con el objetivo de que no entrase en el baño, volví con el resto del grupo para dirigirnos al único bar de Ayutthaya. Era lunes, o martes, y sólo había unas 15 personas… Y un concierto. Así que ahí nos sentamos, a beber cerveza Chang y a escuchar música local, hasta que tuvo lugar el primer “encuentro amoroso” del viaje: una tipa de entre 18 y 49 años -con los asiáticos es difícil acertar, copón- se acerca a nuestra mesa, me toca el hombro y me regala una rosa de plástico.

Pero no os imaginéis que fue en plan la Feria de Sevilla o el centro de Madrid, no. Esta asiática no tenía 500 flores, una diadema de luces y mucha paciencia para con los borrachos. Esta tailandesa venía ya borracha ella, me suelta la rosa y me dice que se llama X (a ver quién es el listo que se queda con su nombre exótico), que trabaja en Bangkok en el hotel no sé qué, y que, por favor, si alguna vez voy a ir a la ciudad, vaya a buscarla, que le he gustado mucho.

Pero mi estupor no quedó ahí. 10 minutos después de prometerle que así lo iba a hacer –no se fue hasta que lo hice-, aparece otra tipa, aún más borracha que la anterior, obsequiándome con un elefantito horrible en miniatura, y pidiéndome por favor que fuese a hacerme una foto con sus amigos. No exagero cuando digo que en ese grupo había tais de todas las edades: niños y ancianos. Y todos me miraban y hablaban entre sí en lenguaje incomprensible, haciéndose fotos conmigo y pidiéndome que hablase en inglés.

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Ojo con el regalo de alianza…

Y, para rizar el rizo, después de unos minutos intentando explicarles qué narices se me había perdido a mí en Tailandia, el señor más mayor, usando de intérprete a la de la rosa de plástico, me explicó que ambas querían casarse conmigo, invitándome a que me decidiese por alguna de las dos. Amablemente les dije que me diesen unos días para pensar, que cuando fuese a Bangkok les daría una respuesta; tras lo cual, despidiéndose todos risueñamente de mí, se fueron del bar, que ya estaba cerrando, señalándonos a nosotros también que era hora de poner fin a esa surrealista y completita noche.

¿Ansiosos por saber a cuál a cual elegiré? ¿Será la rosa, o será el elefante? Lo sabréis en la cuarta, o quinta, o sexta entrega –no lo sé ni yo-: la despedida de Tailandia. Hasta entonces, sed felices y comer perdices (que eso la OMS aún no lo ha vetado).


Nuestra aventura en Tailandia (II): Ayutthaya

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