Revista Filosofía

Nuestra fortaleza es la parte más prominente de nuestra vulnerabilidad

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Resumen: En algún sentido, vivir es añadir capas concéntricas de enmascaramiento al ser vulnerable y frágil que una vez fuimos y que, allá al fondo, aún seguimos siendo. Muchos filósofos y gente brillante en general vienen a servir de ejemplo de esa ley psicológica según la cual hay que tocar fondo para coger impulso y convertirte en un personaje destacado    Vayamos al fondo del asunto, a lo que incluso está por debajo de la filosofía, sirviéndole de sustrato y fundamento: en la superficie se mantiene y se muestra el personaje más o menos homologable que hemos logrado ser; pero al fondo, en ese fondo al que ahora pretendemos llegar, acurrucados, temblorosos, amedrentados, frágiles, seguimos siendo quienes fuimos antes de acumular el conjunto de méritos más o menos consistentes que hacen que cursemos por la vida como seres aceptables. Si nos quitáramos la máscara, si desvistiéramos al personaje, ¿seguirían tomándonos en consideración desde nuestro entorno social, incluso desde la parte más inmediata de ese entorno: nuestros amigos, nuestra familia, nuestra pareja? ¿No redunda en un poderoso sentimiento de soledad la sospecha de que no somos aceptados por ser quienes somos, sino por la validación que nos presta el personaje que hemos generado, el personaje que, en algún sentido, representamos? Blaise Pascal, sobresaliente filósofo y matemático del siglo XVII, gran escrutador de las profundidades del alma, se preguntaba yendo a esta raíz de la cuestión de qué es lo que nos hace aceptables: “Si alguien me ama por mi buen juicio o por mi memoria ¿me ama a mí? ¿A mí, a mí mismo?” Y respondía desengañado: “No, pues la pérdida de estas cualidades no supondría la pérdida de mí mismo”. Ese “mí mismo”, pues, es el que desde siempre somos, el que ya éramos antes de que llegáramos a cubrir nuestra desnudez con el manto, casi diríamos que con el camuflaje, de nuestro personaje. Ludwig Wittgenstein, otro singular filósofo, del siglo XX ya, mantenía una sospecha parecida: la de que era amado por su dinero (su padre fue uno de los hombres más ricos de Austria y del mundo) y por su filosofía, pero no por sí mismo.  Nuestra fortaleza es la parte más prominente de nuestra vulnerabilidad    “Sí mismo”… ¿quién es ese “si mismo” tan necesitado, tan menesteroso y virtualmente desatendido, que necesita presentarse a través de su rol social para conseguir hacerse un sitio, para alcanzar a tener un currículum vitae con el que admitan contratarlo en un trabajo, una forma de ser agradable para que los amigos le inviten a cenar, un atractivo físico y moral para que alguien quiera ser su pareja, unas virtudes lo suficientemente relevantes como para que sus hijos le reconozcan como un padre o una madre aceptables, e incluso estén orgullosos de él o ella…? Nos justificamos gracias a lo que hemos llegado a ser, pero por debajo sigue latiendo el niño indefenso, débil, sin nada propio aún que aportar, y que solo puede recibir cariño si este es incondicional, y ser aceptado si a cambio no se le exige nada, porque nada puede aportar.    Resulta llamativo observar cómo detrás de los filósofos más sabios y de los hombres más brillantes que ha dado la historia suele haber biografías en muchos sentidos deficitarias, en las que hubo infancias perturbadas por significativas carencias afectivas, anomalías del carácter que se hacen sitio junto a los rasgos de genialidad, crisis o trastornos psíquicos recurrentes, o tendencia a la enfermedad o a padecer dolores de los que cabría sospechar que son de carácter psicógeno. Según la perspectiva desde la que aquí estamos proponiendo observar todo esto, tales personalidades, al adquirir su meritoria singularidad, lo que ante todo estarían haciendo es intentar sobreponerse de esa manera a sus insuficiencias de partida, y habría sido la especial intensidad de aquellas privaciones, reales o sentidas como tales, las que les habrían obligado a un sobreesfuerzo para llegar a alcanzar el estatus, el ropaje de personalidad con el que sentir que uno merece ya ser aceptado, o incluso, de una u otra forma, querido. Sin embargo, aquellos déficits originales seguirían siendo una herida abierta que no solo se llegaría a intentar cerrar con esa acumulación de méritos que invisten al personaje que se logra ser, sino que también se trataría de obturar a través de aquellas diversas anomalías caracteriales a las que nos referíamos.    En este sentido, es bastante común entre los pensadores más destacados el hecho de que se procuraran seguidores atraídos por la genialidad de sus ideas, a los que, sin embargo no consentían después ninguna clase de discrepancia o aportación de opiniones que en algún sentido pudieran divergir de las de sus maestros. Parecería así que estos exigen una incondicionalidad en su adhesión que vendría a ser una especie de compensación por la inseguridad en la recepción de afectos que quedó afincada en su alma en edades tempranas. Es el caso, por ejemplo, de Descartes, que llegó a tratar a su discípulo Henricus Regius como “hermano”, y que era correspondido por este con un devoto afecto. Sin embargo, Descartes acabó tensando las relaciones de modo extremo al exigir a su discípulo que todo lo que escribiese fuese primeramente aprobado por él. Al final, como era de prever, esas relaciones se rompieron. En esta un tanto apresurada búsqueda de paralelismos que aquí estamos llevando a cabo, podríamos encontrar que la herida afectiva que quedó abierta en la infancia de Descartes, y por la que se coló esta anomalía de su carácter, fue la que tuvo su origen en la prematura muerte de su madre, cuando tenía trece meses de edad, y en la también temprana separación de su padre, que se ausentaba del hogar durante cuatro o seis meses al año, y a veces el año entero.    No todos los casos son tan evidentes: Immanuel Kant fue muy querido por sus padres, y les correspondió de la misma manera. Sin embargo ello no impidió que pensara de esta forma sobre las primeras etapas de su vida: “Muchas personas imaginan que los años de su juventud son los más agradables y mejores de sus vidas; pero en realidad no es así. Son los que producen más perturbaciones”. Los déficits que de una u otra manera quedarían como restos de aquellas vivencias infantiles y juveniles habrían de servir de semilla a, por ejemplo, la acusada hipocondría que le persiguió durante toda su vida, y también estarían implicados aquellos déficits en este peculiar síndrome que hace a tantos seres sobresalientes sospechar de la fidelidad de sus allegados. Y así, cuando los discípulos más brillantes de Kant empezaron a tener ideas propias, sin dejar nunca por ello de ejercer adoración hacia su maestro, se sintió traicionado por ellos. Respecto de Fichte, el más brillante de todos, llegó incluso a negarse a oír hablar de él, y en una carta abierta sobre su filosofía, citaba el proverbio: “Líbrenos Dios de nuestros amigos, pues de nuestros enemigos ya nos cuidaremos nosotros”. Otro caso que evidencia estas peculiares carencias que conducen a la inseguridad de ser aceptado es el de Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología. Ello explica que cuando sus discípulos fundaron un anuario de fenomenología para dar mayor publicidad a las ideas de su maestro, él llegó al extremo de declarar que lo que pretendían era aniquilar el significado fundamental del trabajo de toda su vida. Algo muy semejante ocurrió con Sigmund Freud, el cual, rodeado de brillantes seguidores, vivió siempre acosado por la sensación de que le traicionaban cuando pretendían tener también ideas propias, y exigía a sus discípulos una incondicional fidelidad que estos a menudo no eran capaces de respetar, lo que les llevó a dramáticas rupturas con su maestro.    Todos estos pensadores se aferraban al parecer a su cuerpo de ideas como algo que garantizaba su propia identidad, aquello por lo cual quedaba asegurada su valía personal, la robustez del personaje que habían alcanzado a ser, y todo ello quedaba amenazado no por ataques virulentos de sus más inmediatos seguidores, sino por divergencias intelectuales que no llegaban a poner en cuestión lo más esencial de sus enseñanzas. Todos ellos parece como si estuvieran afectados por el síndrome que podríamos titular de inseguridad afectiva, aquella que a Blaise Pascal le hacía sentir que el cariño que los demás eventualmente le dedicaban, no era propiamente él su receptor, sino que se le tributaba a su personaje. Y buscaban de forma compensatoria aquella seguridad de ser queridos que en el fondo no sentían exigiendo extrema fidelidad a sus seguidores.

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