Revista Filosofía

O vivir o ser feliz, pero todo a la vez no puede ser... ¿no puede ser?

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Aristóteles, quizás el hombre más sabio que haya habido nunca, decía que el mejor modo de vida es la vida contemplativa, y que los filósofos eran los más felices de los hombres. Si Aristóteles lo dice, primero hay que prestar atención, porque no era ningún mindundi, y yo hacía referencia a ello, precisamente, en mi anterior entrada. Pero segundo, cosa que no hice entonces, hay que poner entre interrogaciones sus palabras, porque algo parece que no cuadra. Si la filosofía está hecha para dar respuestas a los problemas de la vida, de la vida real, de la vida en el mundo, ¿cómo es eso de que lo mejor es la vida contemplativa, es decir, retirada del “mundanal ruido”, que decía Fray Luis de León? Y respecto de eso otro de que los filósofos son los tíos más felices del mundo… ¿De verdad que dan ese perfil? Una persona que en vez de despreocuparse y tratar de alejarse de los problemas y de las zonas de la vida que producen más angustia, resuelve, por el contrario, hacer suyos los problemas de su mundo y trata de dar razón de la angustia que asoma por tantos recovecos, en vez de huir de ella, ¿puede ser el prototipo del hombre feliz?
   Un siglo antes de Aristóteles, otro griego ilustre tenía una opinión muy diferente a la suya; hablamos de Sófocles, el gran escritor de tragedias griego, que decía: “La vida sólo es agradable en la inconsciencia”. En este mismo sentido, Ortega y Gasset recuerda la definición que Prosper Merimée daba de la felicidad y que concuerda con la de Sófocles: “La felicidad es como una gana de dormir”, decía. Pero por esa vía, la de la inconsciencia, la de la desconexión del mundo a la que llevan la vida contemplativa y el sueño, uno se va acercando a la constatación de que la expresión “vida feliz” es un oxímoron, una contradicción en los términos, porque, a medida que ese uno se va acercando a la felicidad por la vía de la inconsciencia y del sueño, se va alejando de la vida. Parecería, pues, que la felicidad, lo que más ansiamos, con quien mejor se lleva no es con la vida, sino con la retirada de la vida. Una verdad esta a la que León Felipe demostraba haber accedido cuando, de manera descarnada, escribió estos versos… o también podríamos decir esta oración:
“Señor del Génesis y el Viento...vuélveme al silencio y a la sombra,al sueño sin retorno y a la Nada infinita...No me despiertes más
   Partiendo de parámetros similares, Séneca decía: “Lo primero (…) a que se ha de quitar estimación es a la vida, contándola entre las demás cosas serviles; y, llegado el momento, consolaba de esta manera a Marcia por la muerte de su hijo: “Si, pues, la felicidad más grande es no nacer, considera como la segunda ser libertado pronto de la vida, para entrar en la plenitud del ser”
   Así que la vida no parece llevarse bien con la felicidad. Ni la vida individual ni la historia, que es el marco supraindividual en el que se desarrolla aquella. Y por eso Hegel decía: “La historia no es el terreno para la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías. En la historia universal hay, sin duda, también satisfacción; pero esta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de aquellos fines que están sobre los intereses particulares. Los fines que tienen importancia, en la historia universal, tienen que ser fijados con energía, mediante la voluntad abstracta. Los individuos de importancia en la historia universal que han perseguido tales fines se han satisfecho, sin duda, pero no han querido ser felices”. En suma, para Hegel, hemos venido a la vida no tanto para ser felices, como para perseguir los fines apropiados, o podríamos decir también: hemos venido a la vida para encontrarle un sentido. Y eso no conduce a la felicidad, sino, todo lo más, a la satisfacción personal, a la reconfortante sensación de haber hecho lo que es debido.Ortegay Gasset decía: “La vida humana es precisamente la lucha, el esfuerzo, siempre más o menos fallido, de ser sí mismo”. Esa lucha, ese esfuerzo de aproximarnos a lo que hemos de ser, a lo que estamos moralmente obligados a ser, no conduce, por tanto, a la felicidad, es decir, a la inconsciencia de la que hablaba Sófocles o a la gana de dormir que decía Merimée. Lo que hemos de ser, lo que esencialmente somos, es un reclamo que nos lleva precisamente a lo contrario de eso: al esfuerzo, a la lucha contra los obstáculos que se oponen a esa pretensión. Esto mismo le permitía concluir a Ortega que: “La esencia del hombre es (...) el descontento (...), que es un dolor que sentimos en miembros que no tenemos”De manera complementaria, Nietzsche afirmaba que “con la comodidad no se aviene más que la virtud modesta”; y aún más categórico se mostraba cuando decía o exclamaba: “¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar”. Y concluía: “Hace ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra”
   Si la felicidad es la inconsciencia, el hombre cabal no aspira, por tanto, a la felicidad, sino que a lo que realmente aspira es a lo contrario, a la conciencia, es decir, a poner claridad y comprensión en su vida. Unamuno era taxativo avisando de lo que esto significaba: “El dolor –decía– es el camino de la conciencia y es por él como los seres vivos llegan a tener conciencia de sí”. Y decía también Unamuno:“Sólo apurando las heces del dolor espiritual puede llegarse a gustar la miel del poso de la copa de la vida” Así que concluía con crudeza que “no hay que darse opio, sino poner vinagre y sal en la herida del alma, porque cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres”. Y concluía: “Es mejor vivir en dolor que no dejar de ser en paz”. Cioran, por su parte, citaba a Dostoievski, que afirmaba por boca de uno de sus personajes: “El sufrimiento es la única causa de la conciencia”. Y Nietzsche advertía: “Vosotros hombres superiores, ¿creéis acaso (…) que quiero prepararos para lo sucesivo un lecho más cómodo a vosotros los que sufrís? (…) ¡No! ¡No! ¡Tres veces no! (…) Vosotros debéis tener una vida siempre peor y más dura”. Coincidía en esto con el mismísimo Cristo, quién lo iba a decir, o al menos, con la interpretación que de él hacía Kierkegaard, que decía: “Cristo no se hace desdichado a sí mismo en el sentido humano para hacer dichosos a los suyos. ¡No! Se hace a sí mismo y hace a los demás lo más desdichados que, humanamente hablando, es posible… Solamente se sacrifica para que aquellos a quienes ama lleguen a ser tan desdichados como él mismo”. Y León Felipe, paradójico él, revelaba que no era al sueño, como parecía en los versos arriba citados, aquello a lo que realmente aspiraba, sino que prefería este dolor unamuniano. Estos son los versos de su otra oración:
“Yo te veo, Señor, con un hierro encendido,quemándome la carne hasta los huesos...Sigue, Señor,que de ese hierrohan salidomis alas y mi verso”
E insistía en esa manera unamuniana y kierkegaardiana de valorar el dolor en estos otros versos:
“CristoViniste a glorificar las lágrimas...no a enjugarlas...Viniste a abrir las heridas...no a cerrarlas.Viniste a encender las hogueras...no a apagarlasViniste a decir:¡Que corran el llanto,la sangrey el fuego...como el agua!
   Incluso Don Quijote parece que accedió a esta verdad unamuniana, por cuanto en la plenitud de su vida aventurera le decía a su escudero: “Déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerza de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo”. De esta otra clase de vida no precisamente feliz, el “vivir muriendo” de Don Quijote, decía Ortega: “Lo que a los hombres no nos incita a morir no nos excita a vivir”. El mismo Jesucristo había dejado dicho que“el que quiera salvar su vida, la perderá”Ortega vendría a redondear esta idea tan quijotesca de la que hablamos cuando dice: “Ser hombre significa, precisamente, estar siempre a punto de no serlo, ser viviente problema, absoluta, azarosa aventura o, como yo suelo decir, ser, por esencia, drama”
O vivir o ser feliz, pero todo a la vez no puede ser... ¿no puede ser?
   Así pues, nos encontramos ante un trascendental dilema: o vida o felicidad; cuanta más vida, menos felicidad, y viceversa. Y no todos se han inclinado a favor de la vida. Por ejemplo, Buda, del cual decía Ortega:“¿Qué es la vida para Buda? La vida es sed, es ansia, afán, deseo. No es lograr, porque lo logrado se convierte automáticamente en punto de arranque para un nuevo deseo. Mirada así la existencia, torrente de sed insaciable, aparece como un puro mal y tiene sólo un valor absolutamente negativo. La única actitud razonable ante ella es negarla. Si Buda no hubiese creído en la doctrina tradicional de las reencarnaciones –sigue diciendo Ortega–, su único dogma hubiese sido el suicidio (...) ¿Cómo salvarse de la vida, cómo burlar la cadena sin fin de los renacimientos? Esto es lo único que debe preocupar (al budista), lo único que en la vida puede tener valor: la huida, la fuga de la existencia, la aniquilación”. Así que el mismo Ortega concluye: “El sumo bien, el valor supremo que Oriente opone al sumo mal de vivir, es precisamente el no vivir, el puro no ser del sujeto”.
   No solo desde Oriente llegaba la recomendación de esta vía hacia la felicidad que pasa por la renuncia. También Séneca abundaba en esa manera de ver las cosas con reflexiones como esta: “¿Basta la virtud para vivir feliz? Siendo perfecta y divina, ¿por qué no ha de bastar? Incluso es más que suficiente. ¿Pues qué puede faltar al que está exento de todo deseo? ¿Qué necesita del exterior el que ha recogido todas sus cosas en sí mismo?”. El caso es que que si tratamos de suprimir en nosotros, como querían Buda o Séneca, el ansia, el deseo, la sed insaciable, ha de ser a costa de, en esa misma proporción, apagar la vida, que es una función de aquellas pasiones irresolubles. Antonio Machado venía a decir eso mismo en estos versos sublimes:
“En el corazón teníala espina de una pasión;logré arrancármela un día,ya no siento el corazón... ... Aguda espina doradaquién te pudiera sentiren el corazón clavada”    Cioran también lo decía según su propio estilo: “Nos empeñamos en abolir la realidad por miedo a sufrir. Coronados nuestros esfuerzos, es la propia abolición la que se revela como fuente de sufrimiento”.
   Bien, hasta aquí he ido construyendo una argumentación en la que parece que concluyo que la felicidad es, paradójicamente, algo así como una desgracia o un estorbo, algo, en fin, que está contraindicado para la buena marcha de la vida. Es en momentos así cuando mi alter ego me avisa de que toca sacar a relucir el argumento contrario, o al menos complementario, puesto que, como decía mi admirado Carl Gustav Jung, “la experiencia, por poco vasta que sea, demuestra que las cosas tienen, por lo menos, dos caras, y a menudo más”. Y mi no menos admirado Unamuno lo confirmaba cuando decía que “la vida (...) es contradicción”.
   Decíamos, pues, que algo se había quedado como incompleto en nuestro razonamiento, algo no cuadraba en eso de que la felicidad viene a ser como un inconveniente para la vida. Bueno, no es de extrañar: la filosofía está hecha de pensamientos que no acaban de cuadrar con la realidad; por eso los filósofos van elaborando sus filosofías contradiciendo lo que habían dicho sus predecesores, no porque estos no tuvieran razón, sino porque no tenían la suficiente. La realidad es paradójica, contradictoria, y el pensamiento es lógico, no admite la contradicción, así que entre la realidad y la filosofía hay amor, pero es un amor imposible.
   Ayer mismo, mientras comía en familia, y después de recitar de manera desenfadada un par de poemas, mi hija me preguntaba intrigada que por qué me aprendía de memoria los poemas. Le contesté que por necesidad de mantener el ritmo. El ritmo, le dije también (no sé si regando ya fuera del tiesto, considerando que era una conversación improvisada y sin más pretensiones) es el poso que va dejando el universo en su búsqueda de lo reconocible, en su intento de apaciguarse a base de encontrar aquello que merece la pena repetir, en vez de dispersarse en el caos de lo múltiple, informe, irregular, imprevisible y cacofónico. Todo en el universo tiene ritmo: la respiración, el corazón, las mareas, las fases de la luna, el regreso del sol cada mañana… la poesía. Nosotros mismos nos pasamos la vida buscándole el ritmo, aquello sobre lo que quisiéramos insistir, reiterarnos, apaciguarnos. Perseguimos lo que entendemos que vale la pena repetir, volver sobre ello una y otra vez. Spinoza decía: “Cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser (...) el esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma”. Así podemos entender que, como decía Ortega, “una de las cosas más gratas de la vida (es) una habitualidad”. Y Kierkegaard, que en la primera parte de este artículo tan partidario se mostraba del sufrimiento, viene ahora y dice: “He aquí la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que nunca”. Incluso Nietzsche, el mismo que aspiraba a hacer de la vida un incansable estar siempre yendo más allá de donde se ha llegado, exclamaba: “Oh, cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial anillo de los anillos, ¡el anillo del retorno!”.
   ¿Y qué es la felicidad sino sentir que hemos llegado a donde queríamos y eternamente repetir esa sensación? Ortega parecía tener una idea contrapuesta de la felicidad, puesto que decía: “Las cosas (...) no como poseídas u obtenidas contribuyen a hacernos felices, sino como motivos de nuestra actividad”. Pero esta idea de la felicidad vendría a coincidir con la del descontento de la que él mismo hablaba, con el “vivir muriendo” de Don Quijote, con la vida esforzada y sufriente a la que se refería Unamuno. Un concepto este de “felicidad”, pues, al que le salen muchas goteras, y que haríamos mejor en llamarlo “satisfacción interior”. Así que habríamos de ir en busca del complemento paradójico de esta idea de la felicidad que se nos queda estrecha, y extenderla hacia eso otro que es la necesidad de ritmo, de repetición, de apaciguamiento de nuestras inquietudes. Séneca, esta vez, vendría en nuestra ayuda, puesto que decía:“Es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene”. Y entre los buenos consejos que el mismo Séneca dedicaba a Lucilio (no se sabe quién era Lucilio), estaba este nada desdeñable: “Por lo que me escribes, y por lo que siento, concibo buenas esperanzas, ya que no andas vagando y no te afanas en cambiar de lugar. Estas mutaciones son de alma enferma; yo creo que una de las primeras manifestaciones con que un alma bien ordenada revela serlo es su capacidad de poder fijarse en un lugar y de morar consigo misma (…) Quien está en todo lugar no está en parte alguna”. Aristóteles decía, precisamente, que cada cual tenemos nuestro topos, nuestro lugar, y en estos tiempos de tanta movilidad social y de tanto ansiolítico, quizás no fuera mala idea intentar descubrirlo. Porque, de nuevo Ortega nos confirma en que “un ansia infinita de permanencia trasciende de lo más adentrado de nosotros”, y en que el hecho de que nos hayamos “creado algo estable, eso es el verdadero sentido del mundo”.
   En suma: el ritmo, la repetición, tratar a las cosas que queremos como si fueran a ser eternas y volver sobre ellas una y otra vez, más allá de que sea una ilusión que añadimos al ser de esas cosas, contribuyen a habilitar un rinconcito en la vida en el que, aunque sea a ratos y siempre provisionalmente, sentir que es posible la felicidad. 

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