Revista Cine

Ocho apellidos catalanes

Publicado el 23 noviembre 2015 por Pablito

En 2014 irrumpió un ciclón en la taquilla española que, contra todo pronóstico, arrasó con todo lo habido y por haber. El huracán Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro) se convirtió en un fenómeno social sin precedentes, dejando para la posterioridad unas cifras -más de 56 millones de € y casi 10 millones de espectadores- y un comportamiento en taquilla pocas veces visto en nuestro país o a nivel mundial. Me pongo, pues, en la piel de los guionistas Borja Cobeaga y Diego San José -artífices indiscutibles del éxito de la primera parte, junto a otros factores como el carisma de Dani Rovira o la buena mano de Martínez Lázaro tras la cámara- a la hora de recibir la notificación de que se pone en marcha una secuela y que, de nuevo, ellos serán los encargados de escribirla, y siento auténtico vértigo. ¿Cómo igualar algo que es inigualable?; ¿Cómo superar un éxito que es insuperable? Y lo más importante: ¿cómo conseguir cumplir con las (altísimas) expectativas de un público cada vez más exigente? Los ex guionistas de Vaya semanita parecían tener la respuesta a todas estas preguntas: recurriendo al talento. Tan simple -pero tan difícil- como eso. 

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La historia de Ocho apellidos catalanes arranca cuando Koldo (Karra Elejalde) viaja hasta Sevilla para comunicarle a Rafa (Dani Rovira) que, trás romper con él, su hija Amaia (Clara Lago), se ha enamorado de un catalán (Berto Romero). Desesperados, ambos deciden poner rumbo hacia una hipotética Cataluña independiente para alejar a la joven de los brazos de su nuevo amor. Sin querer caer en el debate estéril sobre si esta segunda parte es peor o mejor que la primera, lo que sí es cierto es que es una película con mayor entidad cinematográfica, a lo que ha contribuido enormemente una mayor inyección presupuestaria por parte de Telecinco Cinema, que se reafirma con esta película como la productora cinematográfica más importante de España. Establecemos por tanto que, a nivel técnico y de escenarios, la película está incluso por encima de su predecesora. En el otro lado de la balanza, hay quien dice que esta entrega pierde frescura respecto a la original, cosa con la que no estoy de acuerdo. Cierto es que aquí se diluye el factor sorpresa típico de las primeras partes, pero con todo y con eso la película se las ingenia para resultar entretenida. Y tiene, además, algo que la primera no tenía: una Rosa María Sardá absolutamente en su salsa, demostrando en cada aparición que es la comicidad personificada. 

Si a ella le sumamos el resto de actores, los ya veteranos Machi, Elejalde, Rovira y Lago -aunque entre estos dos últimos se haya esfumado parte de la química de antaño-, una trama más elaborada que la de la primera parte y a un director tan experimentado como Martínez Lázaro nuevamente como capitán del barco defendiendo la jugada con energía -director que siempre tuvo claro que sólo se pondría al frente de la secuela de haber una buena historia que contar- la película tenía todas las papeletas para ser el éxito que finalmente ha sido, recaudando en su primer fin de semana casi 8 millones de €, el mejor estreno del 2015 en nuestro país. En cualquier caso, si de algo he de estar agradecido a Ocho apellidos catalanes, es por la cura de humildad que ha supuesto para todos los críticos de cine, demostrando que no son -no somos- tan importantes: cuando una película llena las salas consecutivamente -máxime en época de crisis-, el público ríe sin parar e, incluso, aplaude al finalizar el pase, es por algo. Es la opinión que debe importar al lector de estas líneas que aún no haya visto la película, más de lo que un servidor o cualquiera de mis colegas puedan o podamos escribir sobre este film. Hitchcock decía que, para él, el cine eran 400 butacas que llenar, y no le faltaba razón. 

 

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Pero en Ocho apellidos catalanes no todo es perfecto, ni mucho menos: es una lástima que un espectáculo que iba sobre ruedas, con una habilidad pasmosa para reírse de forma tan sana y saludable de los tópicos territoriales y, por consiguiente, de nosotros mismos, se precipite al vacío en sus últimos 20 minutos de forma tan inmisericorde -la escena de la boda, mal resuelta, roza peligrosamente el umbral del ridículo-, así como lo metida con calzador que está el personaje de la absolutamente desaprovechada Belén López o cierta sensación a déjà vu generalizada. Por lo demás, nada malo que decir de una película que garantiza, como mínimo, una docena de situaciones jocosas, como ese epílogo grabado a fuego en la historia de la comedia española; momentos o réplicas en los que, sí o sí, te tienes que reír. El resultado no va a ganar ningún Oscar, está claro, pero lo mejor de todo es que tampoco lo pretende. 


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