Revista Diario

Odio las fiestas

Por Chak

Odio las fiestas No lo puedo evitar: me cagan las fiestas. O al menos me caga la idea que tengo de ellas. Todo tipo de fiestas y reuniones.
Siento que el ser humano no debería juntarse tanto y por tanto tiempo. Al final casi siempre las reuniones terminan en un distanciamiento. ¿Por qué a los humanos nos gusta juntarnos sólo para hablar o bailar? El resto de los animales sólo se reune para cazar para reproducirse o para matarse. Sólo el hombre tienen la necesidad de reunirse por el sólo gusto de estar acompañado. Bueno, al menos eso creo. No soy etólogo.
Apenas me dicen que habrá una fiesta, comienzo a angustiarme. Entre más formal sea (una boda o una graduación), es peor. Comienzo a preguntarme dónde será y cuánto tiempo me llevará llegar al lugar, cómo llegaré y una vez ahí, ¿qué voy a hacer? no tomo, no fumo, no bailo, no hablo. A veces creo que tampoco estoy vivo. Así que ¿para que ir a la fiesta? Como sea, sería como si en realidad no fuera. Voy, pero no estoy.
En el caso de las reuniones menos formales como las comidas y parrilladas, sucede más o menos lo mismo, aunque con la variante de que no me preocupa tanto qué me voy a poner y mucho menos qué se va a poner mi esposa. Porque en las fiestas formales es una obligación estrenar no sólo vestido sino zapatos y bolsa. Cada fiesta se convierte en una pequeña sangría.
Me pregunto por qué a la gente le gusta tanto hacer fiestas. Y luego recuerdo mi propia boda y comprendo de qué se trata: compartir.
Yo no quería hacer esa fiesta cuando me casé, pero una cosa lleva a la otra y cuando me di cuenta estaba eligiendo el menú, el salón y el brincolín para los niños.
Es sin duda uno de los mejores recuerdos que tengo en mi vida, a pesar del desastre que fue en sí la fiesta: no llegó el maestro de ceremonias, la comida se sirvió muy tarde, no hubo vasos de vidrio, no partimos el pastel y la canción que bailamos no era la que habíamos escogido. Mi esposa lloraba. Yo estaba profundamente conmovido por el apoyo y la comprensión de todos nuestros invitados (al menos eso quiero recordar). A pesar de todo lo mal que lo estábamos pasando, tuvimos la suerte de contar con una familia y amigos empáticos y alegres. Al final, todo el mundo se llevó un grato recuerdo de aquella noche.
Compartir. Esa es la clave. Se comparten las alegrías y las penas. Se comparten los sentimientos y las ideas. Sólo me pregunto ¿por qué si compartir parece tan fácil a mí me angustia tanto?
Veo a mi suegra y mi esposa que apenas se ven por la mañana y comienzan a hablar y hablar, y hablar. A veces creo que las mujeres tienen una llave rota por donde se les escapan las palabras y los recuerdos. Porque el 85% de las cosas que cuentan son sucesos pasados que extraen de alguno de los miles de cajones que tienen para el caso.
Yo, en cambio, parece que tengo la boca cerrada a piedra y lodo. Aún cuando hay cosas que contar, incluso las cosas importantes, me las guardo. Quizás en el fondo envidio a todas esas personas que sin mayor problema pueden ventilar no sólo su propia vida sino la de los demás. No envidio ser chismoso, más bien la facilidad que muchos tienen para expresar lo que piensan y lo que sienten.
Y es en las fiestas, en las reuniones donde esto aflora. Entre los amigos y la familia... Ambas palabras no dejan de provocarme cierto escalofrío cuando las junto con la palabra fiesta.
No recuerdo ya cuántas fiestas he echado a perder. Si quieren una mala fiesta, por favor no dejen de invitarme.
¿Qué cómo lo logro? Fácil. Soy capaz de reventar a la más calmada de las almas. "Sabes qué, que yo creo que no vamos. no tengo ganas", digo ya con las llaves de la casa en una mano y el regalo en la otra.
"Si no estás lista en 15 minutos ya no vamos. No tiene caso".
Recuerdo que un 31 de diciembre tuve un ataque de ansiedad y furia. Manejaba al auto hacia la casa de una de mis tías para recibir el año nuevo. La discusión con mi esposa se salió de control dentro del auto. Me amarré en plena avenida, me subí a la banqueta y salí del auto, literalmente aullando de coraje. No recuerdo cuál fue el pleito, pero estaba completamente fuera de mis casillas. Me hinqué junto a una de las llantas del coche y de un puñetazo abollé la salpicadera. Ni siquiera me dolió la mano. Eché a andar por la calle, di vuelta en un callejón y comencé a azotarme la cabeza en la pared mientras chillaba como un niño de segundo año.
No sé si pasaron cinco o veinte minutos. Cuando regresé mi esposa estaba fúrica porqué no sabía qué hacer con esos arranques de histeria que me daban cada vez que había una fiesta.
Aún hoy, cada vez que hay fiesta, es un remar contra la corriente: yo que no quiero ir y ver a nadie, y el resto de la gente que me exige, que me requiere, aunque ni ellos mismos saben para qué.
Eso son para mi las fiestas: un intenso remar en contra de la corriente. Un llanto escandaloso a mitad de la noche, el seco sonido de mi cráneo al chocar con la pared, discusiones, pretextos, explicaciones incoherentes de las ausencias y la promesa de que nunca más se va a repetir nada de esto.

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