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Ojoporojo #2: El Padrino

Publicado el 03 septiembre 2010 por Cosechadel66

Para la segunda entrega de Ojoporojo, una elección donde la dificultad de elegir entre una u otra visión, la cinematográfica o la literaria, se hace especialmente complicada. La novela, escrita por Mario Puzo en 1969, y la película, dirigida por Coppola en el 72, conforman un conjunto difícil de separar en sus partes. No creo que nadie oiga la palabra “Padrino”, y no piense en Marlon Brando y en sus gestos pausados pero llenos de fuerza. Y de esta manera, con la película en la retina, es una gozada leer el libro y ayudar con la imaginación a la “realidad” visual del cine. Sentaros cómodamente, y disfrutar de un buen rato que no podéis rechazar: la primera escena de la película, y su correspondiente versión literaria. Prego.

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Amerigo Bonasera siguió a Hagen hasta el despacho, donde encontró a Don Corleone sentado detrás de una mesa imponente. Sonny Corleone estaba de pie junto a la ventana, mirando al jardín. Por vez primera en el curso de aquella tarde, el Don se conducía con frialdad. No abrazó ni dio la mano al visitante. El pálido empresario de pompas fúnebres debía su invitación al hecho de que su esposa y la del Don eran amigas íntimas. En cuanto a Amerigo Bonasera, el Don estaba muy resentido con él.

Bonasera empezó su petición hábilmente y dando muchos rodeos.

– Debe usted excusar a mi hija, la ahijada de su esposa, por no haber venido hoy. Todavía está en el hospital. Miró a Sonny Corleone y a Tom Hagen, como indicando que no quería hablar delante de ellos. Pero el Don no quiso darse por enterado.

– Todos sabemos la desgracia que ha padecido tu hija –dijo Don Corleone–. Si puedo ayudarla de algún modo, no tienes más que hablar. Después de todo, mi esposa es su madrina. Nunca he olvidado ese honor. Eso era una reprimenda. El empresario de pompas fúnebres nunca había llamado “Padrino” a Don Corleone.

– ¿Puedo hablar con usted a solas? –preguntó Bonasera, ruborizado.

– Tengo absoluta confianza en estos dos hombres –dijo Don Corleone, negando con la cabeza–. Ambos constituyen mi brazo derecho. No puedo insultarlos enviándolos fuera de esta habitación.

Bonasera cerró los ojos durante un segundo y luego empezó a hablar. Su voz era apenas audible, la misma que empleaba para consolar a los familiares de los muertos.

– He dado a mi hija una educación americana. Creo en América. Este país ha hecho mi fortuna. He concedido a la chica absoluta libertad, pero le he enseñado siempre que no debía hacer nada que pudiera avergonzar a su
familia. Se hizo amiga de un muchacho no italiano. Iba al cine con él, regresaba a casa muy tarde… Pero el muchacho nunca vino a saludarnos, como padres de ella que somos. Lo acepté todo sin protestar; la falta es mía. Hace dos meses, él y otro chico se la llevaron a dar un paseo en coche. Los dos hicieron beber whisky a mi hija y luego trataron de abusar de ella. Mi hija resistió, supo guardar su honra. Entonces le pegaron como si fuera una bestia. Cuando acudí al hospital, tenía los ojos morados, la nariz rota, la mandíbula destrozada. La pobre no cesaba de llorar. “¿Por qué lo han hecho, papá? ¿Por qué tenían que hacerme esto?” No pude contenerme; yo también me eché a llorar.

Bonasera no pudo decir nada más. Estaba sollozando, a pesar de que su voz no había traicionado la emoción que sentía.

Don Corleone, como a pesar de sí mismo, hizo un gesto de simpatía, y Bonasera continuó, con la voz ahora rota por el sufrimiento:

– ¿Por qué lloré en el hospital? Ella era la luz de mi vida, era una hija muy cariñosa y muy hermosa. Confiaba en la gente, pero ahora nunca más confiará en nadie. Ya nunca volverá a ser hermosa.

Estaba temblando y su rostro, por lo general pálido, había adquirido un intenso color grana.

– Acudí a la policía –prosiguió–, como todo buen americano, y los dos muchachos fueron arrestados. Las pruebas eran abrumadoras. Se confesaron culpables y el juez los condenó a tres años de cárcel, pero suspendió la
sentencia. Salieron en libertad el mismo día. Yo estaba de pie en la sala del tribunal, y comprendí que había hecho el ridículo. Al pasar, esos dos me sonrieron con sorna. En ese preciso instante le dije a mi esposa: “Debemos acudir a Don Corleone, si queremos que se haga justicia”.

El Don tenía la cabeza inclinada en señal de respeto por la pena de Bonasera. Sin embargo, cuando habló, las palabras sonaron frías, con la frialdad de la dignidad ofendida.

– ¿Por qué acudiste a la policía? ¿Por qué no viniste a mí desde el primer momento?

– ¿Qué quiere de mí? –dijo Amerigo Bonasera con voz apenas perceptible–. Pídame lo que quiera, pero atienda a mi ruego.

Pese a sus palabras, su tono tenía cierto deje de insolencia.

– ¿Y qué es lo que me pides? –dijo Don Corleone, con voz grave.

Bonasera miró a Hagen y a Sonny Corleone y negó con la cabeza. El Don, sentado todavía en la mesa de Hagen, se inclinó hacia el empresario de pompas fúnebres. Bonasera dudaba. Luego acercó los labios a la velluda oreja del Don, hasta rozarla. Don Corleone escuchó tal como lo hace un cura en el confesionario: con la mirada ausente, impasible, remoto. Estuvieron así durante mucho rato. Al cabo Bonasera se enderezó, se separó del Don, que le miraba gravemente, y con la faz encendida sostuvo aquella mirada.

– Eso no puedo hacerlo –respondió el Don finalmente–. No hay nada que hacer.

– Pagaré todo lo que me pida –dijo Bonasera en voz alta y clara.

Al oír estas palabras, Hagen hizo un movimiento nervioso con la cabeza. Sonny Corleone, con los brazos cruzados, sonrió sardónicamente y se alejó de la ventana para acercarse a los otros tres.

Don Corleone se levantó con el rostro tan impasible como siempre.

– Tú y yo hace muchos años que nos conocemos –dijo con una voz helada como la muerte–. A pesar de ello, hasta hoy nunca me habías pedido consejo ni ayuda. Ni siquiera soy capaz de recordar cuándo fue la última vez que me invitaste a tu casa para tomar café, a pesar de que mi esposa es la madrina de tu única hija. Seamos francos: has rechazado mi amistad porque no querías deberme nada.

– No quería verme envuelto en líos –murmuró Bonasera.

El Don levantó la mano en señal de disconformidad.

– No. No hables. Creías que América era un paraíso. Tenías un buen negocio y vivías muy bien. Pensabas que el mundo era un edén del que podías tomar todo lo bueno. Nunca te has preocupado de rodearte de buenos y verdaderos amigos. Después de todo ya tenías a la policía y los tribunales para protegerte. Nada malo podía ocurrir; ni a ti ni a los tuyos. Para nada necesitaban a Don Corleone. Muy bien. Has herido mis sentimientos, y no soy de los que dan su amistad a quienes no saben apreciarla, a quienes no me tienen en consideración.

El Don hizo una pequeña pausa, y antes de continuar dirigió a Bonasera una sonrisa a la vez cortés e irónica.

– Ahora acudes a mi diciendo: “Don Corleone; quiero que haga justicia”. Y no sabes pedir con respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día de la boda de mi hija, me pides que mate a alguien y dices –aquí el Don se puso a imitar la voz y los gestos de Bonasera–: “Pagaré todo lo que me pida”. No, no. No te guardo rencor, pero ¿puedes decirme qué te he hecho para que me trates con esta absoluta falta de respeto?

– América se ha portado bien conmigo. Quería ser un buen ciudadano y que mi hija fuera americana– dijo Bonasera, con la voz ahogada por la angustia y el temor.

El Don aplaudió.

– Has hablado bien, pero que muy bien. Así pues, de nada puedes quejarte. El juez ha dictado sentencia. América ha dictado sentencia. Cuando vayas al hospital, lleva a tu hija un ramo de flores y una caja de bombones, eso la
consolará. ¡Alégrate, hombre! Después de todo, no ha sido nada grave; los muchachos eran jóvenes y alegres, y uno de ellos es hijo de un político muy influyente. No, mi querido Amerigo, siempre has sido honrado. A pesar de que hayas despreciado mi amistad, debo admitir que para mi la palabra de Amerigo Bonasera vale más que la de cualquier otro hombre. En fin, dame tu palabra de que vas a olvidarte de todo, como harían los americanos. Perdona y olvida. La vida está llena de desgracias.

La cruel y desdeñosa ironía de estas palabras, la ira contenida del Don, hicieron temblar al pobre empresario de pompas fúnebres, quien, a pesar de todo, aún encontró fuerzas para decir con arrogancia:

– Sólo le pido que haga justicia.

– El tribunal ya hizo justicia –adujo Don Corleone, con sequedad.

– No –replicó Bonasera, con un gesto de obstinación–. Hizo justicia a los jóvenes, pero no a mí.

Con una ligera inclinación, el Don dio a entender que había sabido apreciar la sutil diferencia.

– ¿Cuál es tu justicia? –preguntó seguidamente.

– Ojo por ojo –respondió Bonasera.

– Has pedido más. Tu hija está viva –señaló el Don.

– Que sufran como sufre ella –convino Bonasera.

El Don aguardó a que el otro siguiera hablando. Bonasera hizo acopio de valor.

– ¿Cuánto quiere? –dijo en tono desesperado.

Don Corleone le volvió la espalda, queriendo indicar que la entrevista había terminado. Pero Bonasera no se movió.

Finalmente, como un hombre de buen corazón que no puede enfadarse con un amigo descarriado, Don Corleone se volvió hacia el empresario de pompas fúnebres, que estaba tan pálido como uno de sus cadáveres. No cabía duda; Don Corleone era amable y paciente.

– Ante todo ¿por qué temes mostrarme lealtad? –dijo–. Acudes a los tribunales y tienes que esperar meses. Te gastas el dinero en abogados que saben perfectamente que sólo conseguirás ponerte en ridículo. Aceptas la sentencia de un juez que se vende como la peor de las rameras. Anos atrás, cuando necesitabas dinero, ibas a los bancos, pagabas unos intereses ruinosos y aguardabas, sombrero en mano, como un pordiosero, mientras ellos metían sus narices en tus asuntos para asegurarse de que podrías devolverles el dinero. Después de hacer una pequeña pausa, la voz del Don se endureció.

– En cambio, si hubieses acudido a mí, mi bolsa hubiera sido tuya. Si hubieses acudido a mí en demanda de justicia, aquellos cerdos que dañaron a tu hija estarían llorando amargamente desde hace tiempo. Si por desgracia, por circunstancias de la vida, un hombre honrado como tú se hubiese creado algún enemigo, éste se hubiera convertido automáticamente en enemigo mío –el Don apuntó con el dedo a Bonasera–. Y créeme, te hubiese temido.

Bonasera inclinó la cabeza.

– Quiero su amistad. La acepto –murmuró.

Don Corleone apoyó la mano sobre el hombro de Bonasera.

– Bien, tendrás justicia –aseguró–. Algún día, un día que tal vez nunca llegue, te llamaré para pedirte algún pequeño servicio. Hasta entonces, considera esta justicia como un regalo de mi esposa, la madrina de tu hija.

Cuando la puerta se cerró detrás del agradecido empresario de pompas fúnebres, Don Corleone se volvió a Hagen.

– Encarga este asunto a Clemenza y dile que se asegure de emplear gente preparada, gente que no se emborrache con el olor de la sangre –ordenó–. Después de todo, y aunque este ayuda de cámara de cadáveres desee lo
contrario, no somos asesinos.

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