Revista Cultura y Ocio

Otro día en el paraíso (just another day in paradise)

Por Orlando Tunnermann

OTRO DÍA EN EL PARAÍSO (JUST ANOTHER DAY IN PARADISE)
Un mar de pliegues de formas geométricas se extiende por la superficie anfractuosa de unas sábanas blancas, aún tórridas a causa del infierno emanado de los dos cuerposdesnudos que admiran un paisaje de verdes prados y cimas nevadas a través de la ventana de una cabaña de color rojo a la orilla de un fragoroso río suizo. El tiempo no existe en esta parte del mundo. Tan sólo prevalece el amor, la pasión descarnada, como una hoguera incombustible. Dos semanas han pasado ya, atrapados en una burbuja de delicioso tormento. Besos y caricias bajo un techo de madera del que pende un ventilador.
Un sonido clamoroso proviene del viento y de los pájaros que surcan los cielos cerúleos. Dentro de la rústica alcoba estalla una sinfonía de gemidos guturales que germinan cuando la pasión se ha desbocado como una cascada de fuego que buscase un resquicio en la montaña para brotar brutal y salvaje. Encuentros mensuales, así lo pactaronCasiopea y Thor hace ya más de tres años. Encuentros sin identidades ni pasado conocido, vetadas quedan las confidencias; encuentros destinados a soslayar la soledad y las penumbras de las tribulaciones. El santuario suizo es el bálsamo que te abraza consolador y cicatriza las heridas; el refugio espiritual que columbra el mundo circundante a través de un catalejo que descubre horizontes de pasión y un paraíso en el que está prohibida la tristeza. A través de la ventana todo parece tangible, un edén privado al alcance de la fantasía en estado puro, imaginación, emigración a la tierra de los sueños, donde no existen los reproches y sobran las palabras, donde el único lenguaje permitido es el de los sentidos y las emociones liberadas del fardo oneroso de las etiquetas acendradas que piden permiso para besar y audiencia para acariciar. Marina es aún esbelta y hermosa a sus cuarenta y cinco años, tanto como una adolescente que se negara a abandonar la ribera de la mocedad. Matías le aventaja en una década, pero su cuerpo es recio como el de un toro sagrado y su aspecto, dominante, atractivo, apolíneo y gallardo, es el de un hombre cuyo catecismo reza que la edad es un dígito que contabiliza el tiempo que transcurrió desde que vienes al mundo. Marina anhela ya regresar al lecho y se remueve inquieta cuando Matías desliza sus manos, dos serpientes que reptan sin descanso por su columna vertebral, hacia la húmeda hendidura protegida por un bosque dorado. Gime gozosa y se convulsiona espasmódica cuando él se convierte en avezado hechicero y prodiga milagros extáticos en su cuerpo turgente; cuando la arrincona vehemente contra la pared y acopla su cuerpo elástico a las demandas del deseo inagotable de él, ensamblando cavidades, sellando sus labios con besos. Ferocidad yternura emulsionada en un arroyo de lubricidad. Los ojos negros de Matías, dos ascuas encendidas de hondura impenetrable, le arrebatan el aliento mientras se clavan en los suyos, verdes como los prados que se mecen al compás del viento al otro lado del refugio de madera. Comienza una nueva partitura, una nueva sinfonía, la carnal danza de la pasión sobre un lecho que chilla y se desgañita, mientras Matías la hipnotiza en un trance que va más allá de los sentidos, mientras la transporta a un mundo donde siempre suenan hermosas canciones, mientras ella se desvanece en sus brazos y su cuerpo ya no obedece a la razón, mientras se funden los dos cuerpos resbaladizos y convulsos, mientras se detiene el tiempo y dos sonidos guturales vuelan al unísono como gaviotas hacia los confines del universo.

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