Revista Opinión

Pacto entre serranos

Publicado el 25 julio 2013 por Miguelmerino

- No sé, Piti, yo sólo hago que escucharos y no acabo de salir de mi asombro. Me puedo creer cualquier cosa si el que la cuenta la cuenta bien contada.

Flores del fantasma, Luis Mateo Díez

Hubo una vez un pueblo situado en una serranía de la meseta central, en el que sólo quedaban dos habitantes: el Zacarías y el Hilario. Estos dos habitantes estaban unidos por un cierto lazo familiar, ya que ambos eran viudos de dos hermanas: la Adela y la Remedios. Curiosamente, este mismo lazo que los unía, era el motivo de su encarnizada enemistad.

Unos años antes, quedaban en el pueblo, los ya mencionados, Zacarías e Hilario, y el padre y las dos hijas de la familia Trebejo. La mayor, Adela, sólo quería salir del pueblo. Para ello, contaba con la complicidad del Hilario, que también estaba deseoso de abandonar el pueblo y por supuesto con la Adela, de quien estaba perdidamente enamorado. Por el contrario, la Remedios y el Zacarias querían quedarse en el pueblo cuidando de los animales y del pequeño huerto que Zacarías tenía.

Tomás Trebejo, tenía la ilusión de que el pueblo se repoblara de nuevo con sus descendientes. Para ello contaba, en su fuero interno, con sus dos hijas, a las que lógicamente ni se le había ocurrido preguntar su opinión. Cuando les puso en conocimiento sus planes, Adela le confesó su ilusión por casarse con el Hilario y emigrar. La Remedios le dijo que no se preocupara, que el Zacarías y ella se quedarían en el pueblo y darían gustoso cumplimiento a sus sueños. Pero el padre no confiaba en que con una sola pareja se pudiera realizar la repoblación y se empeñó en que debían quedarse las dos parejas en el pueblo. Para ello, hizo valer su autoridad paterna y obligó a Adela a casarse con Zacarías y a Remedios a hacer lo propio con el Hilario. De esta forma, perderían fuerza las ansias migratorias y contaría con dos “casares” para conseguir su objetivo.

Todos aceptaron, bien que a regañadientes, las ordenes del viejo Tomás, con la esperanza de su pronto fallecimiento, pues su salud andaba muy en entredicho y de eso modo evitaban un enfrentamiento y el casarse sin la bendición paterna, algo a lo que las hijas no estaban dispuestas.

Habían llegado a un pacto secreto, que consistía en que en cuanto el viejo falleciera, cada oveja se iría con su pareja, intercambiándose las hermanas la documentación, pues aunque no eran gemelas, el parecido físico era grande. El pacto incluía, no consumar el matrimonio hasta que no estuviera cada cual con cada quien.

El tiempo pasaba y el Tomás con su mala salud de hierro, no parecía tener intención de entregar su alma a dios o al diablo. El Tomás había jurado por sus antepasados más ilustres (aseguraba contar con dos cardenales, un general y una abadesa entre sus ancestros) no morir hasta ver fructificar el vientre de sus hijas y la verdad es que su cabezonería era proverbial.

Un día, mientras Adela le hacía la cama y Remedios preparaba el desayuno, el Tomás las miró con detenimiento y se dibujó en su rostro una sonrisa de satisfacción.

- Vosotras estáis preñadas.- Aseguró mirando orgulloso para sus yernos.

Al día siguiente, cuando fueron a despertarlo, lo encontraron muerto en su cama. Lo cual confirmó a los dos hombres la preñez que sus mujeres negaban. El uno acusaba al otro de haber roto el pacto, aunque sus amadas lo negaban con vehemencia. Lo cierto es que el tiempo demostró que el viejo estaba en lo cierto y ambas barrigas fueron creciendo con la forma de una mutua y cruel acusación. Las dos mujeres, repudiadas por sus maridos y por sus amados, se quedaron viviendo en la casa paterna, mientras los hombres se fueron cada uno a su casa, desentendiéndose por completo de las mujeres.

Algunos meses después y en vista de que hacía tiempo que no veían a ninguna de las dos hermanas, sin ponerse de acuerdo, pero movidos quizás por la misma aprehensión, entraron en la casa de los Trebejo y encontraron a las dos hermanas muertas, con inequívocas señales de haberse provocado mutuamente un aborto. En esta ocasión no hubo dudas, cada uno cogió a su amada, que no a su esposa, y le dio sepultura en sus terrenos.

Desde entonces, al deshonor se sumó el odio por considerar al otro culpable de la muerte de su amor.

Qué lejos estaban de sospechar que ambos eran inocentes.


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