Revista Educación

Padilla ‘el Asíncrono’

Por Siempreenmedio @Siempreblog
GangNam

Hugo A. Sánchez / Gulf News

Hacer el ridículo es terrible. Vas caminando por la calle y de pronto te pegas de cabeza con una farola. ¡Qué vergüenza! ¿Me habrá visto alguien? Otro día estás en la biblioteca, estornudas y te sale una vela de moco por la nariz que se te pega a la barbilla, cruzándote la cara. Levantas la vista y ¡no! Estaba mirándote la estudiante despampanante. Parecen situaciones terribles, increíblemente bochornosas, pero no son nada comparadas con:

EL PESO DE LA CRUDA REALIDAD

Entre los 13 y los 32 años disfruté bailando en las discotecas, moviendo el esqueleto en la pista. Cada noche innovaba con un nuevo paso, una pirueta genial que me acercaba un poco más a los grandes del género, Fred Astaire, John Travolta, Gene Kelly. Con el tiempo progresé y en alguna sesión nocturna de baile, como quien no quiere la cosa, introduje un guiño a Baryshnikov.

—Ahora giro el tobillo así, cargo de expresión el dedo chico y creo poesía en el aire, dibujando círculos efímeros con la pata —me decía a mí mismo.

No me echó para atrás ni mi problema de olor de pies. El arte podía con todo.

Iba definiendo mi estilo, cada jornada, en los garitos de La Laguna. En alguna ocasión alguien llegó a llamarme la Isadora Duncan de Aguere, pero en hombre. Por un momento rocé la cima, el Olimpo de la danza popular contemporánea y experimental. Hasta me depilé las piernas para una experiencia estética total.

El sueño duró exactamente eso, 19 años. Justo hasta el día en que tuve ocasión de ver el vídeo de una de mis actuaciones estelares.

Me cago en aquel tipo que me grabó danzando al ritmo de Jamiroquai en el Monkey. No podía creerlo. Me ví allí, mordiéndome el labio inferior en claro gesto de inspiración y totalmente abducido por la música, pero por otra música que la que estaba sonando. Me había quitado un zapato, un calcetín y movía la pierna sin control, lanzando patadas ninja en todas direcciones. Comprobé como un grupo de chicas, al pasar a mi lado, se tapaba la nariz señalando mi pie giratorio. Más que bailar, convulsionaba.

A eso es a lo que me refiero. De pronto, en el minuto que duró aquel vídeo, cayó sobre mí todo el peso de la realidad, dos décadas de vergüenza ignorada y ahora descubierta de sopetón. No era un golpe ridículo contra un farol en plena calle, a fin de cuentas momentáneo; se trataba de media vida creyendo que iba a ser algo en el mundo de la danza, el Leroy Johnson de la calle La Rúa, el chico tinerfeño de barrio que alcanzó Broadway y que ahora, en sesenta segundos, se venía abajo.

Una semana más tarde estaba sentado al otro lado de la mesa de mi médico de cabecera. Tras ver el vídeo, pensé que podía padecer algún tipo extraño de epilepsia. Ya había dado por perdida mi carrera artística junto a Acerina Amador, así que era capaz de soportar cualquier cosa.

—Señor Padilla, padece usted un tipo de asincronía. Va al ritmo de una música, pero fuera suena otra —dijo el médico mientras anotaba algo en mi historial.

Y aquí estoy, cinco años después. Me he retirado a Bajamar, donde tengo un grupo de amigos que valora mi dominio del moonwalk y del gusano. El caso es que todavía tengo la capacidad de escuchar una música y danzar otra. Y no está tan mal, porque al menos estoy seguro de una cosa: nunca bailaré al son que me tocan. Jamás.


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