Revista Cultura y Ocio

Pánico – @EvaLopez_M

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

“De nada se ha de tener tanto miedo como del miedo”
Franklin Delano Roosevelt

Recuerdo que antes de tener a nuestra primera hija, nuestros viajes casi siempre eran improvisados y planificados sobre la marcha. Poníamos el dedo en algún lugar del mapa, y prácticamente nos decidíamos en ese mismo momento. A veces, hasta sin hacer ni siquiera reservas de hotel, nos lanzábamos a la aventura con muy poco equipaje, pero con las maletas tan repletas de ilusión por compartir destino y sueños, que apenas las podíamos cerrar.
Y siempre, con más o menos acierto, todos resultaban inolvidables y mágicos.

Después llegó Emma a nuestra vida para colmarla, y supuso para nosotros un punto de inflexión entre nuestro ritmo algo desenfrenado, y la sensata y maravillosa tarea de ser padres.

PADRES. Qué palabra tan grande, tan cargada de responsabilidad, de aprendizaje mutuo y continuo sin libro de instrucciones; tan necesariamente vacía de ego y egoísmo. Tan sinónimo de amor incondicional y absoluto.

Nos convertimos en padres a la misma velocidad que en protectores, psicólogos, profesores, nutricionistas y superhéroes.
Y nadie nos prepara para la más mínima desgracia que les pueda ocurrir; para afrontar sus miedos, frustraciones y decepciones, ni tampoco para que no nos duelan siempre mucho más que las propias.

En esto de intentar organizarnos perfectamente la vida con Emma estábamos, cuando decidimos hacer un viaje a París para celebrar allí su cuarto cumpleaños.

Y ahora, olvidar todo lo que os he contado antes sobre las improvisaciones. Porque para cualquier salida de casa, la cuestión era tener en cuenta que no faltara en la mochila el más mínimo detalle. Ropa de cambio, jarabes, tiritas mágicas, agua y comida siempre a mano… y aún así siempre faltaba algo, que era perfectamente sustituible por muchos besos y abrazos.
Y si esto era para ir al parque, imaginaros la odisea que supuso para mí organizar nuestro primer viaje en avión con ella.

A París, la ciudad de la luz, del amor, de la maravillosa arquitectura, de la fascinación… Y desde entonces, para nosotros también, del recuerdo del pánico.

Estuvimos cinco días recorriendo París y el sexto nos trasladamos a Disneyland, en el que habíamos reservado hotel otros tres dias de estancia.

Al llegar, alquilamos allí, en el mismo parque, un carro de bebé para desplazarnos, ya que aún se cansaba a menudo de andar.
Tampoco te prepara nadie para el deslumbramiento que siente una niña de cuatro años (y nosotros) en un lugar así de fantástico. Se pasaba el día con los ojos y la boca muy abiertos, admirando el color y la algarabía a su alrededor.

Dio la casualidad de que representaban el espectáculo de “El Rey León” en uno de los teatros. Dejamos el carrito alquilado junto a una multitud de éstos apiñados en las puertas, y entramos a verlo con ella.
Fue algo magnífico de lo que disfrutamos muchísimo.

La salida estaba estratégicamente colocada para que te obligara a pasar por una gigantesca tienda de souvenirs. Y claro, a mi hija se le pegaron a las manos una gran variedad de juguetes.
Hablamos y los tres juntos decidimos con calma cuáles se comprarían; me encaminé hacia la caja para pagarlos, pero al llegar me percaté de que mi cartera la llevaba mi marido.
Me giré para pedírsela y entonces fue cuando lo vi solo. Solo.
Fueron cinco segundos en los que mi marido cogió el móvil para contestar una llamada y entonces Emma… se soltó de su mano.

Al principio intenté mantenerme serena.

Empezamos a buscarla por la tienda, pensando que quizás se habría distraído con algún muñeco que le llamara la atención y que saldría sonriendo en cualquier momento de detrás de alguna estantería. Empecé a llamarla. Primero discretamente, después gritando su nombre por todos los sitios.

Procuré tranquilizarme para explicarle a los empleados cómo era la niña, pero a pesar de que entiendo y hablo bien el francés, en ese momento no acertaba a articular correctamente ninguna palabra.
Entonces se nos ocurrió que podría haberse ido ella sola hacia el carro, y fuimos en seguida los dos hacia allí a buscarla. Pero el carro tampoco estaba.
No estaba.
Ni el carro.
Ni ella.
Y yo iba a desmayarme en cualquier momento.
Todo empezó a darme vueltas.

Mi marido se puso casi más nervioso que yo, y me dijo que me quedara allí por si aparecía, mientras él se iba corriendo hacia la puerta por si alguien la había cogido y salía de allí con ella.

Pánico.
Creo que jamás he sentido el mismo pánico que sentí y que recuerdo de ese momento.
Pánico a estar en otro país.
Pánico a no volver a verla nunca.
Pánico a ver su foto en alguno de esos carteles de niños desaparecidos.

La mente es capaz de imaginar cosas atroces en décimas de segundos. De ponerse en lo peor y de que truenen en ella a la vez todas las alarmas.

Me quedé paralizada. La gente empezó a arremolinarse alrededor mío. Escuché a alguien decir claramente en español: «Se han llevado a una niña en su mismo carro. La han secuestrado».

Justo en ese momento, noté que el corazón me empezaba a latir con tanta fuerza que dejé de escuchar nada que viniera o existiera fuera de mí.

Fue entonces cuando llegó una especie de ángel y sosteniéndome en un abrazo me devolvió a la realidad. Me buscó con los ojos la mirada y me explicó que mi hija estaba en una sala del parque a la que llevaban todos los niños que se perdían.
Luego averigüé que había todo un dispositivo de protocolo organizado que se desplegaba en estas ocasiones.
Pero claro, eso no teníamos porqué saberlo.

De camino me encontré a mi marido y los dos fuimos a buscar a nuestra pequeña.
Y allí estaba, feliz y jugando con otros niños en la misma situación, ajena al pánico que había supuesto esos quince minutos para nosotros, sin saber nada, absolutamente, de ella.

Con el tiempo fuimos padres por segunda vez, y lo cierto es que sé de primera mano que el amor jamás se divide sino que se multiplica, pero con él, también, el miedo a lo desconocido que está por venir.

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