Revista Cine

Para torear y casarse hay que arrimarse: Las novias de Drácula (The brides of Dracula, Terence Fisher, 1960)

Publicado el 16 enero 2017 por 39escalones

Para torear y casarse hay que arrimarse: Las novias de Drácula (The brides of Dracula, Terence Fisher, 1960)

Aquí tenemos al bueno de Peter Cushing dirigiendo el tráfico vampírico en la Transilvania de Las novias de Drácula (The brides of Dracula, 1960), secuela de la celebrada aproximación de Terence Fisher y la factoría Hammer a la obra de Bram Stoker que encumbró casi instantáneamente a Christopher Lee, quien abandonó la serie antes de regresar a ella en Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula: prince of darkness, 1966). En este caso, una vez derrotado y destruido el malvado conde, son sus “hijos” (y no sus novias, que no vienen a cuento), resultado de su espiral de horror y sangre, el objeto de temor de transilvanos y visitantes incautos.

Para torear y casarse hay que arrimarse: Las novias de Drácula (The brides of Dracula, Terence Fisher, 1960)

El guión de Jimmy Sangster, Peter Bryan y Edward Percy es un desbarre total para quien aguarde algún tipo de rigor en la conservación del tono y los temas de la obra original de Stoker. Muy al contrario, productora y director, sabedores de los puntos fuertes de su éxito precedente, persisten en las virtudes llevaron al público a las salas en el intento de repetir fórmula y réditos: espléndida ambientación, morbo sexual y amplias dosis de violencia macabra allí donde el cine de Hollywood tenía acostumbrado al espectador a muertes limpias y asépticas. Pero la película introduce un elemento novedoso, distintivo y muy estimable, que permite contemplarla como algo más que una simple película de vampiros al servicio de la explotación de un fenómeno comercial: la relación entre el barón Meinster (David Peel) y su madre, la baronesa (Martita Hunt; qué hermosos, por cierto, los cariñosos fragmentos que Alec Guinness dedica a esta actriz en sus memorias). El barón, el más distinguido de entre las víctimas de Drácula, está al mismo tiempo retenido y mantenido por su madre, consciente del horror en que su hijo se ha convertido pero incapaz de renunciar a su maternal instinto protector.

El comienzo de la película, todo el preludio que antecede al desencadenamiento del terror y a la aparición de Peter Cushing-Van Helsing hacia la primera media hora de un metraje de apenas 80 minutos, es brillante. La narración nos introduce en la llegada a Transilvania de la joven Marianne Danielle (Yvonne Monlaur), que va a ejercer como profesora en una residencia de señoritas, y a la serie de extraños y amenazantes personajes que la rodean a su llegada, así como a los lugareños que comprenden los impensables peligros que acechan a una joven apetitosa en unos parajes como aquellos. El terror mudo, los cruces de miradas, las insinuaciones, las formas de hablar del mal sin invocarlo directamente, constituyen lo más acertado de este inicio: los dueños de la posada donde Marianne se ve obligada a hacer noche, su manera de intentar protegerla de los depredadores que maniobran para hacerse con ella (como con tantas otras antes), primero intentando que siga viaje y luego ofreciéndole refugio seguro en su casa, sus caras de horror e inmensa compasión cuando la ven aproximarse lentamente hacia una trampa mortal, la alegría sincera al comprobar que sobrevive a su primera noche en ese castillo diabólico… La película continúa en ascenso hasta que Marianne descubre la realidad del barón Meinster, encerrado en su casa, encadenado en un ala cerrada del edificio, tachado de loco (aunque la verdad última sea otra mucho más lúgubre y sangrienta). La madre, casi de tintes hitchcockianos, que protege a su hijo demoníaco de quienes por ello pueden querer matarle, al mismo tiempo que se ve obligada a emular sus crímenes para seguir alimentándole, lo cual a su vez supone el menor mal posible ante la indiscriminada multiplicación de víctimas potenciales en caso de que pudiera deambular libremente en las noches de invierno por los bosques y montañas transilvanos… Una vez establecido el drama y liberada la bestia, la película se convierte en una convencional historia de vampiros, con el barón a la caza y captura de la heroína, dejando un puñado de víctimas de muy buen ver a su paso, y los esfuerzos de Van Helsing y el párroco y el cura del pueblo por atajar la maldición sanguinolenta que acaba con las vidas de las jóvenes de la zona. En este punto destaca el personaje de Greta (Freda Jackson). Como el propio Van Helsing proclama, ningún vampiro puede sobrevivir sin un guardián humano, alguien que custodie y vigile su sueño. En el caso del barón, esta es Greta, la sirvienta de la baronesa Meinster, que lo crió y cuidó desde niño y que siente la necesidad de seguir velando por él incluso en su actual realidad de monstruo. La baronesa no es ajena a este sentimiento ni siquiera cuando el barón escapa de su cárcel y la somete a su trágica maldición. Cuando se topa con Van Helsing, la baronesa no hace nada por hacer proselitismo del vampirismo; muy al contrario, ententiendo muy bien que es una víctima de la tragedia, se resigna a su final, renuncia a enfrentarse al doctor, se compadece del punto al que ha llegado su vida (o su no vida), y encuentra en la conclusión que le ofrece Van Helsing una salida digna a su callejón sin salida.

Así pues, la segunda mitad de la película transita por las demarcaciones comunes al cine clásico de vampiros, el intento del vampiro por seguir acumulando víctimas y siervos (siervas en este caso, que no novias -novia pretendida solo hay una-, y menos de Drácula, que ni aparece), y los esfuerzos de Van Helsing, la joven engañada y los lugareños por acabar con el maldito ser que los amenaza. Por el camino, lo habitual: crucifijos, collares confeccionados con ajos, ataúdes, criptas, cementerios, tumbas removidas, colmillos al viento, ojos enrojecidos, hipnotismo sexual y chicas de abundante pecho y ancho escote que buscan saciar sus diversos apetitos. La pericia de Fisher en estos ardides proporciona, no obstante, puntos adicionales de interés y ciertas tomas de mérito. En primer lugar, el combate entre el barón y el doctor, del que el primero sale victorioso, lo cual obliga al guión a introducir una imaginativa salida para que Van Helsing eluda la maldición vampírica en sus propias carnes; entre las segundas, la secuencia en la cual Van Helsing consigue, alterando la posición de las gigantescas aspas del molino, confeccionar una cruz cristiana que le permita acabar con su enemigo mortal. El fuego purificador, como casi siempre, hará el resto.

Estimable cinta que, aun sin la presencia carismática de Christopher Lee, se sostiene como digno entretenimiento del género de terror, sección vampiros, con magnífico trabajo de iluminación de Jack Asher y un medido guión que suma nuevos elementos a la leyenda sin sobrepasarse en los tintes grotescos. Ideal para compañar solitarias noches de invierno.


Para torear y casarse hay que arrimarse: Las novias de Drácula (The brides of Dracula, Terence Fisher, 1960)

Volver a la Portada de Logo Paperblog