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Paradiso

Publicado el 27 agosto 2013 por Alma2061

Novela original, excéntrica, singular, Paradiso es la obra que rompió con el realismo en la literatura. El personaje central, José Cemí, pertenece a una de las dos familias cubanas en torno a las cuales gira la trama de esta novela. En el fragmento elegido se narra el acto de inauguración del Castillo del Morro al que asiste el coronel José Eugenio Cemí acompañado de sus hijos: el asmático José y su hija preferida Violante, quien sufre un accidente por satisfacer la soberbia de su padre.
Fragmento de Paradiso. De José Lezama Lima. Capítulo VI
Ahora, José Eugenio Cemí, inspeccionaba las obras del Castillo del Morro, que había reconstruido como ingeniero y que inauguraba como primer director. Llevaba la mayor de sus hijos, Violante, que era la hija por la que mostraba, cuando no vigilaba sus afectos, más atenciones y ternuras. Lo acompañaba también su otro hijo, José Cemí, a quien el fuerte aire salitrero comenzaba a hacer gemir el árbol bronquial. Se observaba sin disimulo que eso molestaba a su padre, que quería mostrar a los demás oficiales, sus hijos fuertes, decididos, alegres. ¿Acaso no era para la soldadesca la enfermedad una debilidad, un gemido? Se acercaban los oficiales subalternos con zalemas, con fingidos afectos, con camaritas fotográficas para tomar vistas, donde estuvieran los muchachos sobre cañones, bancos de piedra, con sombreros de campaña. Se veía que a José Eugenio Cemí le molestaba mostrar a su hijo con el asma que lo sofocaba. Quería evitar la vulgaridad tragicómica, de que comenzaran a darle recetas, pócimas y yerbajos. Que mostrasen jubilosos el familiar, que como una momia de oro, exhumarían para halagar al Jefe y disminuir su potencial molestia. Pasaron frente a un oscuro boquete, que terminaba en las cuevas rocosas, donde los selacios redondeaban sus sueños hipócritas y el látigo de su desperezo. —Por ahí tiraban a los prisioneros, en la época de España, –dijo el Jefe para asustar a sus hijos, pues al mismo tiempo que lo decía subrayaba sonriente el asombro en la cara de sus hijos. Muchos años más tarde, supo que por ese boquerón siempre se había lanzado la basura, y que por eso los tiburones se encuevaban en la boca del castillo, para salir de sus sueños al babilónico banquete de sus detritus. Toneladas de basuras que se metamorfoseaban en la plata sagrada de sus escamas y caudas, como si fuesen pulimentados por Glaucón y su cortejo de alegres bocineros. Motivo para sustentar muchos años de pesadillas: ya traspongo los barrotes que resguardan el túnel, que termina en las cuevas submarinas, me araño, me desangro, al fin encuentro una roca saliente donde encajo mis uñas, que crecen por instantes para salvarme. Desde la puerta del boquete, empiezan los carceleros a introducir largas varas con tridentes, entonces llega el perdón y el despertar. O no encuentro la piedrecilla y ruedo por el túnel hasta el chapuzón, pero los tiburones dormidos flotan ininterrumpidos en el aceite de sus músculos abandonados a la marea alta y a la flacidez. En la medianoche, una pequeña embarcación comienza a remar hacia Cemí. Sonríen y acercan la lámpara a su cara, lo reconocen y comienzan a secarle con una pañoleta olorosa a escamas resecas y pancreatina de camarones. El Jefe quería mostrar en qué forma se resarcía de la deficiencia bronquial de su hijo. Estaban frente a la piscina: un gran pozo, con una gárgola acuosa en cada uno de sus lados, descascaradas por la mezcla de la piedra historiada y centenaria y la cal impúdica y contemporánea, parecida a una ardilla que de tanto mirar de izquierda a derecha, ha formado un paredón, obelisco a su logos oculos, desapareciendo después la ardilla por innecesaria. Quería mostrar la maestría natatoria de su hija Violante, en una piscina improvisada. En un cuarto vecino se ciñó la trusa, con esa alegría que en los niños da la proximidad del agua. Lo piensan un poco con melancólica detención, pero en el chapuzón saltan la lámina del agua y la de la risa, formando un ápice instantáneo donde una nutria mueve su cola maliciosa. La piscina tenía poca extensión, pero una profundidad avérnica. Había que comenzar a nadar sin el apoyo para las primeras timideces del banco arenero. Violante, sin sacar la vista de su padre, nadaba orillera, cuando los gestos de aquel la fueron alejando de los bordes de seguridad. En el centro de la piscina comenzó a ingurgitar, se hundía, reaparecía más amoratada; lanzaba un chorro de agua, y se volvía, en círculo, más al fondo. El Jefe se lanzó al agua, mientras su hija se caía al fondo de la piscina. Allí tocaba el suelo, se levantaba por la presión del agua, y volvía a pisar como un balón. José Cemí vio a su hermana, ya en el fondo de la piscina, vidriada, con los cabellos de diminuta gorgona con hojas de piña. Dos asistentes que habían acudido al sorpresivo sumergimiento con unas lanzas varas, terminadas en curvo tridente, que se usaban para la limpieza del fondo de la piscina, comenzaron con mágica oportunidad la extracción. Puesta a horcajadas sobre el tridente, Violante, ascendió como una pequeña Eurídice al reino de los vivientes. Las piernas con sangre y hojas, con las hojas de yedra húmeda, que asomaban cuando el agua desaparecía y las paredes de cal se amorataban por el esfuerzo de recibir el aire bienvenido. Fuente: Lezama Lima, José. Paradiso. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1982.

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