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Paradojas de la civilización: La muerte del señor Lazarescu

Publicado el 13 abril 2010 por 39escalones

Paradojas de la civilización: La muerte del señor Lazarescu

La muerte del señor Lazarescu no proviene de una cinematografía especialmente relevante sino de un país, Rumanía, que, si bien en los últimos tiempos nos ha obsequiado con un puñado de películas más que interesantes, suele ser pasado por alto por el público como tantas otras cinematografías consideradas, de manera absolutamente idiota, marginales, excesivamente realistas o aburridas. En ella no hay estrellas, no hay caras ni cuerpos de portada (pero sí algún que otro rostro bello, de esa belleza natural que puede dejar helado), no hay nombres de relumbrón, no hay persecuciones ni disparos, no hay sexo ni violencia, no contiene efectos especiales ni se ha visto beneficiada de grandes campañas publicitarias que la anunciaran en telediarios o marquesinas de autobús. Y sin embargo es una de las películas más importantes y más espectaculares del cine europeo reciente, no precisamente porque contenga imágenes sublimes, momentos de tensión dramática inolvidables o una historia intrincada y apasionante, sino por la desarmante fuerza de una trama aparentemente simple, una circunstancia cotidiana que nos revela, en la mejor línea kafkiana, que el ser humano no es nada frente a las trampas de una sociedad que se devora a sí misma y que nos diluye en una masa numérica deshumanizada sometida a designios incomprensibles.

El señor Lazarescu supera ya los sesenta años de edad, pero la vida lo ha castigado tanto, Segunda Guerra Mundial incluida, que aparenta y padece algunos más. Hace años que es viudo y su única hija emigró a Canadá hace tiempo. Comparte su vida con sus gatos en un pequeño piso que lleva meses sin limpiar y en el que acumula suciedad y trastos viejos. Su único consuelo, a pesar de que por sus dolencias debería abstenerse, es tomar unos tragos de vez en cuando, demasiado a menudo a decir verdad. Su soledad, a la que añade la confusión propia de quien ha vivido toda su vida bajo dictaduras de uno y otro signo y no es capaz de calibrar la magnitud de los cambios sociales, culturales y económicos del país, hace que no sepa reaccionar con rapidez y diligencia cuando una noche solitaria de vinos y gatos empieza a sentirse mal. Coge el teléfono y llama a una ambulancia para que lo traslade al hospital, pero ante la tardanza, se limita a esperar sentado en su cocina. Vuelve a llamar, pero la ambulancia sigue sin llegar y finalmente opta por pedir ayuda a sus vecinos, una pareja ya mayor que recela de él, sobre todo cuando captan el pestazo a tintorro barato que desprende.

Así, entre largas tomas en las que Lazarescu se duele, vomita, intenta explicar lo que le sucede, y sus vecinos le cuidan al mismo tiempo que se quejan, se prolonga la espera de la ambulancia. Pero no está todo resuelto, porque Lazarescu se encuentra cada vez peor y, una vez que el vehículo vence al infernal caos del tráfico y llega al hospital, no hay sitio para él. Comienza así una odisea de todo un día en el que el personal de la ambulancia intenta que el señor Lazarescu sea admitido en cualquiera de los hospitales de la ciudad, en los que una y otra vez es rechazado por las razones más desesperantes o también más peregrinas: falta de espacio, ausencia de aparatos necesarios para diagnosticar su dolencia, antipatías entre el personal médico o sanitario y el que le atiende en la ambulancia, descuido o desidia del personal encargado de los ingresos, malos modo o cruel indiferencia por parte de quienes han de atenderlo… Hasta que por fin, tras un día entero cruzando la ciudad sin que nadie le atienda y encuentre el origen de su malestar, da con quien, de una manera ciertamente fría, despersonalizada, más bien sardónica, le revela lo que Lazarescu, sin moverse de su casa, ya sabía.

Asistimos por tanto a una extraña odisea, a un periplo escalofriante en su cotidianidad y sencillez, en el que, a lo largo de dos horas y media de película, comprobamos espantados los condicionantes a menudo absurdos a los que nuestra vida está sometida y entendemos que las grandes palabras de las que se nutre el marketing de la política (libertad, salud, educación, bienestar, prosperidad, etc.) no pasan de ser meros eslóganes subordinados a los intereses prácticos (y partidistas) del momento y, de igual forma, que la definición del carácter humano encuentra tantos elementos positivos como negativos para agarrarse. De la misma manera, pero no tanto como fin sino como atajo metafórico para el mensaje último de la cinta, nos recuerda el debate tan de moda ahora a raíz de los cambios sanitarios (no tantos cambios en realidad) en Estados Unidos en torno al derecho universal a la atención sanitaria, y a cómo este derecho se ve mediatizado o, generalmente, coartado, por argumentos e intereses que obvian la importancia del ser humano como elemento necesariamente principal de la cuestión, a la vez que, en las conversaciones aparentemente banales que transcurren en salas de espera, consultas médicas, unidades de diagnóstico o trayectos en ambulancia, se narran historias y se transmiten datos que permiten hacerse una idea aproximada del mosaico de transformaciones que han sacudido la Europa oriental desde la caída del telón de acero y al mismo tiempo nos ofrecen pequeños pedacitos de vida (anécdotas familiares, cotilleos, reflexiones o lamentos) muy similares a los de cualquier otra persona o cualquier otro lugar.

Formalmente, la película conserva cierta estética de documental televisivo que sirve a la finalidad de volcarnos en una situación real, o cuando menos, realista. Cristi Puiu, el director, opta por ofrecer largas tomas, a veces sin que nada relevante suceda en ellas, preo que contribuyen, al ser en tiempo real, a aumentar esa sensación de veracidad, a comparar con situaciones parecidas que todos hemos vivido. Por tanto, alterna larguísimos planos estáticos, como el único ángulo disponible dentro de la ambulancia desde el que filmar al paciente y su asistente sanitaria mientras ésta conversa con un conductor al que no vemos, concentrados en un único objeto de atención, generalmente el pobre Lazarescu o la gente que transita a su alrededor, con estirados planos secuencia, como por ejemplo, en los que Puiu sigue los recorridos de la camilla de Lazarescu por los distintos pasillos y salas de diversos centros médicos, en los que nunca llega a quedarse del todo en un sitio.

Película por tanto no demasiado cómoda de ver, rudimentaria en lo visual y también en la construcción de diálogos y situaciones, alejada de cualquier literatura o de toda intención dramática que no sea ofrecer con todo lujo de realistas detalles una situación veraz, mucho más allá de lo meramente creíble, que sirve, a través de un ritmo lento, pausado, casi detenido incluso en algunos momentos, una reflexión acerca de cómo los seres humanos contemplamos y servimos a nuestra propia condición. Cómo, egoístamente, nos interesa dejarnos imbuir por esa tendencia capitalista a medirlo todo en números y rentabilidades y olvidarnos de que las situaciones que por ingorancia, inconsciencia, desdén, estupidez o mala fe dejamos desatentidas pueden ser, o de hecho van a ser, las mismas en las que nosotros nos veremos el día de mañana, momento en el que nos percatemos que la soledad y el desamparo de personas como el señor Lazarescu son los mismos que nos consumen a nosotros, por más que nuestra juventud, nuestra posición económica o el número de cachivaches tecnológicos que podamos acumular en nuestra casa nos quieran convencer de lo contrario, de que momentos terribles como el tránsito de Lazarescu nunca va a llegar o que nuestros amigos y familiares van a estar siempre ahí si no hacemos algo para mantenerlos a nuestro lado. Una película dura, densa, difícil pero imprescindible, que nos advierte de que para ser humano no basta con nacer: ser humano nos obliga a trabajar cada día para ello.


Paradojas de la civilización: La muerte del señor Lazarescu

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