Revista Viajes

Paria: la selva que se escapa al mar

Por Viajaelmundo @viajaelmundo
Paria

Verde y azul, así es todo el paisaje de Paria

Aunque ya llevaban tres horas de camino, habían comenzado el viaje mucho antes que ese instante en el que se preguntaban cuánto tiempo realmente les tomaría llegar a Río Caribe, un pueblo del estado Sucre, en plena Península de Paria. El GPS indicaba ocho horas y media desde Caracas y aunque cumplieron la travesía en doce, siempre creyeron que podían hacer la ruta en el tiempo preciso. Porqué se tardaron, no importa demasiado, pero quizá no se les olvidará la lluvia y el camión que se salió del camino, ni las veces que la Guardia los hizo detenerse para buscar cosas que nunca les iban a encontrar.

Cuando llegaron, ya era tan de noche que quien los esperaba creyó que se habían perdido. Les advirtieron, ahí en el portón -en pleno saludo-, que la plaga estaba enloquecida y fue así como bajarse del carro se convirtió en un acto de huida hasta la habitación que los aguardaba para reposar el cansancio de ese día en carretera.

Paria es muy verde. Regala esa sensación de selva escapándose al mar. Ellos lo sabían: invirtieron tiempo en armar rutas, ver fotos, anotar nombres de playas, kioscos, rincones y visto así, la península se les volvía inabarcable. Ya habían tenido que tachar del mapa de este viaje, un posible acercamiento a la Península de Araya -al otro extremo del estado- porque los días, que eran pocos, no alcanzarían para tanto. Iba a ser un excentricismo apurado y decidieron dejarlo para un después que no saben cuándo será. Y fue justo por eso que ya sabían que no se detendrían en Cumaná -a lo mejor solo en el mercado para desayunar- y no estaban seguros si irían a las famosas Aguas de Moisés porque eso era algo que les tocaría decidir en otro momento.

Lo cierto es que estaban en Paria y poco antes de las siete de la mañana del día después que llegaron, ya habían dado algunas vueltas por el pueblo de Río Caribe buscando empanadas para desayunar. Tuvieron la idea de ir hasta el malecón donde montan una suerte de mercado todos los días, pero las miradas -curiosas, desconcertantes- los intimidaron y prefirieron irse. Quizá llevaban aspecto de ciudad, porque solo al verlos les triplicaban los precios de las frutas, del pescado o de la masa de maíz pilado. Pero más allá -y después de caminar sobre el Jardín de Calas de Patricia Van Dalen- en una esquina de la que nadie anotó el nombre, saltaron empanadas de cazón, pepitona, carne mechada y queso como desayuno perfecto. Se les veía felices entre esa fritura caliente, y no les quedó más que dar las gracias, prometer que volverían a la noche, comprar botellas de agua e irse por ahí a buscar paisajes.

Sí, este es el Jardín de Calas que llena de colores a Río Caribe

Sí, este es el Jardín de Calas que llena de colores a Río Caribe

Cuando llegaron al aviso de madera apostado en el medio de la carretera en el que pudieron leer que playa Medina quedaba a la izquierda y Pui Puy a la derecha, supieron cuál era el camino que querían tomar porque llegar a Pui Puy les tomaría un poco más de tiempo y era mejor estar allí temprano. Tan temprano que cuando descendieron para encontrarse con ese cúmulo de palmeras, solo los estaban esperando los zancudos que chocaban contra los vidrios del carro. Se detuvieron un minuto a pensar que lo mejor al abrir las puertas era correr hasta la orilla y así lo hicieron dando manotazos para evitar las picadas y a pesar de la soledad que los abrumó en un principio, pero que comenzaron a apreciar minutos después.

¿Pui Puy es más grande que Chuao? No sabían, pero se lo preguntaron varias veces mientras la vista se les iba de un lado a otro. Estaba nublado y la bruma caía sobre ese mar verde oscuro que era claro al mismo tiempo. Sobre ese mar frío lleno de olas que eran una fiesta. Con tanta orilla para desandar, cada quien tomó su camino: unos se fueron hacia las casas de colores, por allá lejos para llevar una fotografía que uno de ellos había tomado un año y medio atrás a unos niños del lugar; los otros se quedaron en el mar, en la sombra, en la bruma y aún no logran definir quiénes fueron más afortunados: si quienes caminaron hacia las casas y luego se quedaron en un verde tan verde que no parecía de allí o los que desde este lado, se tropezaron con un tortuguillo buscando su camino al mar y lo acompañaron con silencio y emoción hasta que se perdió entre las olas y ellos también, llenos de sorpresa. Sabían que liberarían tortuguillos por esos días en esa playa, pero no creyeron que pudieran ver alguno, así que atesoraron ese momento mucho más de lo que se permitieron decir en ese instante.

Pasaron dos horas, quizá. No saben si fue menos de eso o un poco más porque el tiempo dejó de ser importante. Fue ahí donde decidieron que se tomarían una foto juntos en cada lugar que visitaran. Fue ahí también donde contemplaron con detenimiento las primeras palmeras de Paria y las nubes que prometían lluvia por seis días seguidos, esas mismas que se fueron para no volver más, al menos mientras duró el viaje. Solo se quedó el sol insistiendo y los zancudos, como otros viajeros más.

Había algo en la bruma de Pui Puy que los atrapaba

Había algo en la bruma de Pui Puy que los atrapaba

Y allí iba el tortuguillo, solo y valiente

Y allí iba el tortuguillo, solo y valiente

Enfrentándose al mar

Enfrentándose al mar

Así, empapados de Pui Puy desandaron camino hasta playa Medina en un recorrido que se les hizo muy corto. Iban leyendo en voz alta los avisos que aparecían: prohibido acampar, prohibida la música, prohibido algo más que ya no recuerdan, pero que les pareció muy bien. El camino de palmeras se abría y desembocaba en ese paisaje que luego decidirían era uno de los más hermosos que habían visto. Porque eso fue algo que les ocurrió durante todo el viaje: intentaban decidir cuál era la playa que más les había gustado y el orden cambiaba cada vez. Era casi un insulto poner una por encima de la otra cuando cada una les guiñaba el ojo con sus encantos.

Lo cierto es que cuando llegaron a playa Medina y saltaron a su orilla, lo primero que dijeron es que menos mal era jueves y no fin de semana porque sus churuatas les indicaban que allí llegaba gente y mucha y porque tuvieron que decirle que no al que intentó venderles mejillones, al que quiso ofrecer un toldo, al que quiso cobrar por cuatro sillas, al que le inventó un precio a un pescado frito. Cuatro “no” en menos de un minuto. Ir al mar siempre es un escape y a ellos no los habían dejado llegar. Sin embargo, minutos después, le dijeron que sí a un plato de pescado con ensalada y tostones por un precio absurdo, pero pidieron que se los dieran después, que ya va, que eso era Medina y ellos habían soñado mucho con estar allí.

Caminaron la orilla casi desesperados, pero eso no lo notaron de inmediato. Alguien les quitaría la playa, al parecer, y entonces había que hacer las fotos, bañarse, hacer las fotos, caminar, hacer las fotos, bañarse otra vez. Se calmaron luego, después de reírse en el vano intento de subir una parte del cerro para tener una mejor vista porque la plaga -esa plaga que no cree en nadie- los hizo devolverse dando gritos locos. Se calmaron en ese mar sin olas y se sintieron muy afortunados. Playa Medina era como agua dulce para el corazón, aunque estuviera fría. Allí comieron saboreando cada bocado, felices de estar llenos de agua salada y con los pies cubiertos de arena. Comieron en silencio, tanto por el hambre como por la abstracción que sucede aunque viajes acompañado y luego volvieron al mar, desechando esa teoría que dice que deberías esperar un poco después de comer. Se dijeron que si se quedaban muy quietos en el agua, todo estaría bien y eso fue suficiente.

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Decidieron que playa Medina era solo de ellos

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y caminaron entre sus detalles todas las veces que quisieron

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Una y otra vez, su orilla no los cansaba

Desde ahí vieron a lo lejos una playa muy azul, con un color que no era el que les había enseñado Paria durante lo que iba de día. Preguntaron qué playa era esa y cómo llegar. Les dijeron que era Uva o que quizá era Nivaldito, así que por las dudas era mejor ir a las dos y cuando emprendieron el camino de vuelta -porque la salida hacia esas playas está muy cerca de Río Caribe- tuvieron que preguntar varias veces en el camino, por si acaso, y detenerse una vez más ante un registro de la Guardia que se les convirtió después en un chiste constante. Fueron los guardias quienes dijeron que era por allá, siempre derecho y luego a la derecha hasta ver un aviso de Parque Nivaldito y les hicieron caso, porque mejor así.

Llegaron sin perderse y ahí mismo les contaron que para entrar a playa de Uva debían pagar Bs. 1000 cada uno, pero que para ir a Nivaldito solo debían seguir el camino de tierra y caminar unos 15 minutos por la montaña. Estaba claro que no querían pagar y dicen ellos que siguieron el sendero correcto hacia Nivaldito y por eso terminaron en esa playa que tenía varias rocas y olas bravas, dudando si realmente estaban donde creían que tenían que estar. Se quedaron allí un rato, conversando y mirando el mar hasta que decidieron que debían volver. Y cuando volvieron se dieron cuenta, sin querer, que habían estado en playa de Uva y sin pagar, pero no dijeron nada y se devolvieron buscando el camino que los llevaría a Nivaldito y que esa vez sí encontraron.

El sendero por la montaña no era nada complicado a no ser por la plaga que los hacía correr y cansarse más rápido. Tienen muy pocas fotos de ese paisaje porque detenerse a buscar una imagen era lo mismo a ser consumido por ese enjambre negro que los acechaba y cuando vieron la playa, ahí tan sola, tan insólita, corrieron a ella sin importarles que estuviera fría y solo recuerdan la hermosura de su serenidad y cómo el atardecer comenzaba a arroparlos. Les costó mucho aceptar que tenían que devolverse, que había que caminar otra vez por la montaña antes que oscureciera. Nivaldito había sido un regalo inesperado y se querían quedar ahí por mucho rato más.

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Era playa de Uva, pero no lo sabían

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Solo charlaron un rato frente a ese mar

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hasta que llegaron a Nivaldito y su quietud

Cuando se hizo de noche, tenían sol, hambre, ganas de ver un juego de fútbol y dormir. Ya en la habitación, esa algarabía mientras hacían el resumen del día se fue volviendo murmullo hasta que solo se escuchaba el ruido de los ventiladores y, si prestaban atención, el de los grillos afuera. Sabían que no importaba lo que vieran después, no vivirían un día como ese otra vez. Antes de quedarse dormidos, intentaron decidir qué harían al despertar, sabiendo que a lo mejor terminarían haciendo algo muy distinto a eso.

No había transcurrido mucho de esa otra mañana cuando se detuvieron al borde del camino para ver a lo lejos a Cangua, una playa que querían conocer. El camino para bajar era completamente de tierra, empinado y en malas condiciones; el carro no iba a pasar y se quedaron allí aceptando que no podrían verla de cerca, sino que debían guardar esa imagen tan verde y azul como recuerdo absoluto. Optimistas, decidieron seguir hasta playa Querepare, aunque tardaron mucho porque las curvas y los huecos de la vía hacían que el camino se hiciera con lentitud.

Cuando llegaron, no hablaban. Solo veían las casas con curiosidad y ese paisaje desolado lleno de palmeras y olas. En Querepare deshovan las tortugas y habían revisado fechas para ver si podían estar durante la liberación de tortuguillos, pero eso iba a suceder varios días después de ese en el que estaban ahí, preguntándose quién sabe qué. Caminaron por la orilla, sobre su arena marrón oscura casi negra; se alejaron y sintieron soledad, de esa soledad que intimida. Buscaron sombra y caminaron, hicieron fotos y caminaron. No estaban cómodos y no sabían porqué. Con los días revisaron las imágenes de ese instante y se dieron cuenta que Querepare lucía hermosa, tan Paria, tan Caribe, pero que no pudieron verlo, no lo sintieron y no lograban explicarse porqué. Quizá la playa encerraba otras emociones que ellos no estaban dispuestos a reconocer y sabían que siempre tendrían la opción de volver. Otro viaje, otro intento.

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Allá abajo Cangua, llamándonos

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pero llegamos a Querepare y su soledad

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Una soledad que nos dejó muy quietos

Quizá fue por eso que cuando llegaron a San Juan de las Galdonas, ese pueblo que describe a Sucre entero, sintieron que se les había ido la mañana intentando ver paisajes que no veían del todo. Recorrieron algunas calles, subieron y volvieron a bajar. Encontraron una playa y la vieron de lejos, fueron a otra y no se bajaron del carro. Algo pasaba. Y fue entonces cuando vieron un aviso de venta de helados de coco y decidieron comprar cuatro, mientras intentaban hacer el camino de vuelta, pero llegaron a una suerte de mirador y allí se quedaron, contemplando el mar que se abría delante de ellos. Estando allí también les pasó que vieron una palmeras a lo lejos y como no tenían prisa, pasaron un buen rato tratando de decidir si llegaban hasta allí caminando o en carro. ¿Esta playa es más grande que Chuao? Siempre Chuao en la mente. Y no lo supieron porque Chuao cambia de extensión según como la recuerden. Pero se fueron hasta las palmeras y en carro, por las dudas.

San Juan, la playa se llama San Juan, como el pueblo. Y el agua era tan clara que no se adivinaba su frescura desde lejos. Unos se lanzaron a jugar con las olas y otros se fueron a caminar su orilla, se fueron detrás de la montaña y cuando el cielo se comenzó a nublar aún no habían vuelto, pero cuando lo hicieron llegaron con la sonrisa emocionada porque allá atrás había otro pedacito de paraíso al que solo se llegaba caminando. Se aprendieron el nombre: Tucuchire, que resultó ser paraíso, que guardaba el olor de caldo de mejillones, de un juego de fútbol en su orilla, de una laguna tan insólita que los hizo pensar que eso solo lo podían ver en Paria. Los niños los hicieron reír porque ellos se reían con las cámaras que les guindaban en el cuello. No importaba el intento de lluvia. Paria les mostró otra cara que ellos, por fin, estaban entendiendo.

Casi todo el día se les fue allí. Volvieron a tiempo al carro para no mojarse, aunque ya estaban llenos de mar y se dieron cuenta que tenían hambre y mucha. Iban preguntando en el camino, pero a esa hora ya nadie estaba friendo pescados ni rebanando tostones, así que se resignaron con unas pizzas ya entrada la noche mientras veían otro juego de fútbol. Pero antes de eso y ya de vuelta a Río Caribe, se quedaron un rato en una playa que luego supieron que se llamaba Los Cocos y se divirtieron en sus olas pequeñas y constantes, para luego ir hasta el malecón y ver el atardecer hasta que todo se oscureció.

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San Juan de las Galdonas y esas palmeras

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Una fachada de San Juan de las Galdonas

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y después de las palmeras, después de la montaña, aparecía Tucuchire

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y también aparecía la curiosidad

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hasta que nos perdimos en el atardecer

Esa noche fue larga en Paria. Le pusieron el sabor de un licor de cacao que consiguieron en alguna esquina del pueblo, cantaron, jugaron, se rieron, se pusieron nostálgicos, repasaron los paisajes una y otra vez, hablaron de atardeceres, de cómo había amanecido el día anterior, de cómo corrieron por la montaña para evitar las picadas, de la calidez del agua, de los pocos días que tenían, del empeño de estar ahí y no en otro lugar. Paria se les había colado por todos los sentidos y les faltaba tanto por ver, tanto.

Lo que sucedió los días después ocurrió con absoluta rapidez: decidieron que sí irían a las Aguas de Moisés y llegaron tan temprano que eran los únicos y por eso les dio tiempo de bañarse en las doce pozas de aguas termales sin que nadie los apurara. Iban desandando camino haciendo las paradas que les provocara: desayunaron en un mercado en Carúpano, almorzaron en San Antonio del Golfo, caminaron la orilla de la playa de Santa Fe, admiraron la grandeza del Parque Nacional Mochima desde muy arriba, se bañaron en playa Colorada y fueron felices, vieron el atardecer en Puerto La Cruz y esa noche cantaron cumpleaños a alguien que no conocían; intentaron -en vano- llegar a las isletas de Puerto Píritu, se aprendieron otros nombres en el camino y no saben cómo, terminaron en Chirimena, una playa lejos de donde estaban, tan lejos de su viaje inicial. Pero todo eso sucedió muy rápido y no forma parte de esta historia. Al menos no de esta, que comenzó siendo tan verde y azul, tan impredecible como suele suceder con los buenos viajes.

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Gustavo, Silvia, Yoendry y yo éramos los cuatro viajeros felices desandando Sucre. Ese viaje nos ha dado mucho para hablar y recordar después de varios días. Volvemos a Sucre así como en Sucre volvía Chuao a nuestra mente. Es fácil evocar el verde, el mar. Todos los instantes. Descubrimos lo bonito de viajar acompañados, de explorar paisajes, de respetarnos los silencios. Supimos que podíamos cantar sin cansarnos, que somos tan distintos como iguales en las ganas de no dejar de movernos. De todas las fotos que tenemos juntos, esta en Nivaldito nos gusta mucho: teníamos frío, pero no importaba. Las olas nos hacían reír y perder el equilibrio y por fin, le habíamos ganado una a los zancudos y los dejamos en la orilla, al menos por un rato. Los viajes también son los amigos.


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