Revista Viajes

París

Por Maria Mikhailova @mashamikhailova

Torre Eiffel

¿Qué se puede decir de París que no se haya dicho ya? Ciudad de la luz, cuna de la cultura europea, el centro del progreso, del modernismo, de la ilustración, del capitalismo y la burguesía. He estado en París en sólo dos ocasiones hasta ahora y sigo pensando que todo lo que sé de esta ciudad se debe a libros, al cine francés que tanto me gusta, a sus grandes escritores del XIX y sus innumerables pintores que hacen estremecer mi corazón cuando observo sus pinturas impresionistas.

Sin embargo admitiré que las ciudades viven y cambian. Cambian incluso para los propios turistas. Visité París en un enero frío de hace años y entonces creí enamorarme de la ciudad, soñé con volver a ella, con visitar sus rincones más recónditos, captar su atmósfera tan francesa, tan suya. Volví hace poco y sólo puedo decir que vi turistas. Sí, escogí por error los mismos itinerarios que antaño, tratando de saborear su aroma, su visión única, sus transeúntes de siempre… y me encontré con obras por todas partes, con un viento intrépido y con muchos, demasiados turistas.

Subir a la Torre Eiffel o a la catedral de Notre-Dame habría sido un tanto utópico. Habría que esperar largas horas en colas, bajo el cruel viento, bajo las obras que estaban cociéndose por dentro de la majestuosa torre, toda amasijos y hierro, fea y hermosa a la vez. Lo confieso: la paciencia nunca ha sido mi fuerte. Al ver las tristes colas de turistas eternos, cargados al igual que yo con sus cámaras, sus mapas, sus ganas de poner el check en cada atracción señalada en las guías de viajes… las mías -mis ganas- se me fueron apagando poco a poco. Preferí pasear.

Pero el día se iba tornando cada vez más gris, pese a que había amanecido con un sol cegador en un cielo completamente sin nubes, el viento soplaba con mayor crudeza, y los Campos Elíseos que recordaba con una mágica ensoñación llena de inaccesibles y vistosos lujos a pie de calle, se vieron poblados de grúas aquí y allá, de gigantescas telas azules y blancas cubriendo los edificios, de puestecitos improvisados a modo de casetas navideñas impersonales, de color blanco y cerradas la mayoría. Otro lugar que en cuestión de segundos hizo romper su magia de lo inalcanzable, de lo parisino y único.

París ya no era un misterio que resolver. Ya no era una ciudad de la magia y la luz, no vi ni sentí en ella aquello que tanto me ilusionó años atrás, cuando cada rincón tenía una historia que contar y la torre de hierro se formaba a lo lejos, en la oscuridad, iluminándose con majestuosidad por la noche. El tan querido Pont Neuf, amplio y pulcro, ya no guardaba ningún secreto de sus casas aledañas antiguas, con sus apartamentos abuhardillados que cuentan historias, que esconden vidas. Era todo obras alrededor, un río abajo de caudal pobre, una luz punzante y cegadora de un frío sol que de pronto asomaba un domingo de otoño, cansado y enfadado con la ciudad, con los turistas, sus colas, sus cámaras, sus voces chillonas.

París, el centro, su corazón, es hoy puro turismo. Un fin de semana no basta para conocer esta hermosa ciudad. No basta para comprenderla, para sentirla. Ni siquiera para percibir una ligera ráfaga de su esencia mágica, de su latir, de sus pensamientos y sus secretos. Creo que sólo viviendo allí una temporada, alejados de la muchedumbre, en algún momento imprevisto, de pronto una bocanada de aire fresco nos acogerá, nos contará alguna historia insospechada y nos invitará a formar parte de la ciudad, no como turista, sino un transeúnte cualquiera.

Pont Neuf Paris


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