Revista Cine

Pasiones victorianas desatadas: El sospechoso (1944)

Publicado el 30 enero 2013 por 39escalones

El sospechoso_39

Volvemos a ocuparnos del gran Robert Siodmak gracias a otro excelente clásico de su mejor época, los años 40 (La reina de Cobra, La dama desconocida, La escalera de caracol, Forajidos, El abrazo de la muerte, entre muchas otras…). En esta ocasión, el director de origen alemán nos acerca a una historia de amor, misterio y crimen que tiene como marco el Londres victoriano asomado ya a las modernidades del siglo XX.

Philip (enorme, no sólo físicamente, Charles Laughton) es un hombre próspero infelizmente casado. Regenta desde hace tiempo un respetable negocio de venta de tabacos que incluso abastece de género a algunos miembros de la familia real británica, posee una confortable casa en un barrio tranquilo y, dado su carácter paciente, afable y bonachón, mantiene excelentes relaciones con el personal de su trabajo, con sus vecinos y con sus amigos. Con todo el mundo excepto con su mujer (Rosalind Ivan), con la que se limita a coexistir pacíficamente guardando las apariencias públicas pero siempre a cierta distancia en la intimidad. El amor entre ellos prácticamente desapareció desde el mismo momento del matrimonio, o más bien desde el nacimiento de John (Dean Harens), su único hijo, cuyas diferencias con su madre le mueven a abandonar la casa y aceptar una oferta de empleo en Canadá. Quizá la soledad a la que se ve abocada la pareja sea la razón por la que Philip se muestra tan amable y cortés con Mary (Ella Raines), una joven que ha acudido a la compañía para solicitar un empleo de secretaria (una de las pocas mujeres que sabe utilizar la máquina de escribir) y a la que ha sorprendido llorando desconsolada, sentada sola en un banco del parque, tras haber tenido que rechazar cortésmente su ofrecimiento. La irrupción de Mary en la vida de Philip es una bocanada de aire fresco. Se siente más joven, más dinámico, más osado. Con ella asiste a los espectáculos y cena en locales a los que no puede acudir junto a su esposa. Mary le alegra la vida hasta el punto de que poco a poco se enamora de ella, aunque, fiel a las convenciones sociales, no se atreve a dar pasos irreversibles. Sin embargo, la existencia de Mary y la mudanza de cuarto en la casa (Philip deja el dormitorio conyugal y se traslada a la habitación que John deja libre) irán poco a poco minando la paz marital, por más que el pecado de Philip sea únicamente amistoso, insanamente para la sociedad victoriana, pero no adúltero. Esta discordancia entre el deber y el deseo se resuelve cuando, en una escena dramática, se ve obligado a poner fin a su amistad con Mary, aunque parece ser que ella también ha empezado a sentir algo por él que va mucho más allá de la amistad y el agradecimiento por el empleo que la ha ayudado a conseguir en una tienda de modas. Pero su esposa no cejará en su empeño de amargarle la vida, resentida por el abandono al que se ve sometida y, cuando Philip le pide el divorcio, le revela que está al corriente de sus actividades con Mary, y le amenaza con hundir su reputación y la de la joven. Ciego de ira, pero extrañamente calmado, reposado, Philip encuentra la solución a su dilema: durante la Nochebuena, su mujer “cae” por las empinadas escaleras de casa y muere al golpearse con la barandilla. Esta casualidad abre a Philip las puertas de la felicidad, y ya sólo piensa en recuperar a Mary… Pero un inspector de Scotland Yard (Stanley Ridges), uno de esos sabuesos incansables, está empeñado en demostrar que la muerte de la mujer de Philip no fue un accidente, sino un asesinato. Y por si fuera poco, un vecino, Simmons (el gran Henry Daniell), necesitado siempre de dinero para financiar sus juergas nocturnas y otros vicios caros que su dulce y sensata esposa (Molly Lamont) tiene que padecer continuamente, se ofrece a dar falso testimonio para inculparle si no le entrega ciertas cantidad de libras… Parece haber una única solución: convencer a Mary para acompañar juntos a John en su viaje a Canadá. Aunque el inspector y Simmons no se lo pondrán fácil…

Y todo esto ocurre en apenas 81 minutos de película: qué grandes eran aquellos tiempos en los que guionistas y cineastas eran capaces de condensar historias ricas, complejas, intensas, repletas de cosas, de subtramas, de atmósferas impactantes, de matices y recovecos, sin estirar la duración de los filmes hasta lo interminable o lo insoportable (por citar dos casos recientes de alargamiento insufrible de películas que podrían haberse quedado en menos de la mitad: Lincoln y Django desencadenado; pero son otros muchos, muchísimos, los casos en los últimos lustros).Siodmak consigue crear una atmósfera a mitad de camino entre el romanticismo costumbrista y el cuento gótico de crímenes. Las secuencias de Philip y Mary están filmadas con gran sensibilidad emocional, con encadenados que muestran sus salidas nocturnas a teatros y restaurantes, su complidad y sus risas, su frescura y su atracción mutua. Las escenas en casa de Philip, en cambio, antes y después del “accidente” y de las complicadas maniobras que se ve obligado a poner en práctica para protegerse de la policía y de las irritantes intromisiones de su vecino, son un ejercicio canónico de tensión, intriga y suspense, con un excelente ejercicio de elipsis (el episodio mismo de la escalera, aunque al espectador no se le oculta la verdad de lo que va a ocurrir) o con secuencias en las que el agobio y el nerviosismo de un Philip que se ve súbitamente acorralado (el momento del vaso de whisky con “aditivos”) se trasladan a un espectador que asiste a un magistral despliegue de suspense al más puro estilo hitchcockiano. El colofón final en la despedida del barco que parte hacia Canadá y la resolución última del caso de Philip sirve para redondear una trama con mucho más fondo del aparente.

Porque la historia de Philip sirve a Siodmak no sólo para demostrar una vez más su enorme capacidad para crear y explotar atmósferas enrarecidas (con merecida mención a la fotografía de Paul Ivano), cuya plasmación más sobresaliente serán sus inmortales cintas de cine negro de esa misma década de los cuarenta. El director, con guión de Bertram Millhauser, analiza en menos de hora y media las razones por las que el comportamiento de un hombre bueno, cabal y amable puede transformarse, por la fuerza irrefrenable de una pasión y de un odio, en una potencial tendencia al crimen, en un asesino sin escrúpulos que es capaz de obviar su propia humanidad con el fin de lograr un fin egoísta, y, al mismo tiempo, cómo en estos casos en los que se trata de un carácter perverso sobrevenido, casi como una víctima de las circunstancias, ese poso de bondad, de humanismo, de conciencia (pero, ojo, no de remordimiento), no llega a abandonar del todo a quienes se han visto sometidos a un torbellino emocional que los ha desnaturalizado, y que en última instancia vuelve a resurgir para asumir y reconocer su culpa y afrontar su destino.

Este final, sin duda grandioso y rodado con un pulso extraordinario, es quizá el punto más flaco de la cinta junto con la apresurada irrupción del detective el día del funeral, un aspecto carente de desarrollo suficiente en sus motivaciones y en sus sospechas hasta el punto de que parece fruto del capricho o del odio personal hacia el personaje de Philip, al que no conocía previamente. Esa investigación paralela a la oficial (que declara legalmente el accidente como causa de fallecimiento de la esposa de Philip), clave en el desarrollo posterior de la historia, carece de verdadera solidez en el guión por más que se vuelva esencial. Con todo, la película es un pequeño prodigio de concisión y sirve de vehículo para una nueva interpretación excepcional de Charles Laughton, que borda todos y cada uno de los matices que requiere la evolución de su personaje, con sus hipocresías y falsedades junto a sus atributos naturales de bondad y campechanía. Fenomenalmente secundado por todo el reparto (en especial por el niño Raymond Severn, el botones de su oficina), destacan sus secuencias junto a Henry Daniell; de la interacción de ambos saltan chispas.

Una pequeña joya cuya brevedad la hace, paradójicamente, mucho más grande.


Pasiones victorianas desatadas: El sospechoso (1944)

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