Revista Filosofía

Pensar la impresencia

Por David Porcel
Decía Descartes aquello de pienso, luego soy, con fe y fervor casi religiosos, después de la epifanía que luego marcará toda la modernidad. Descartes llamará a esta revelación el primer principio de su filosofía, el soporte sobre el que ahora sí podrá montarse todo un sistema de ideas, teorías y saberes. Pero es más bien Descartes quien se apoya en el yo soy. El yo, al que le impone la cualidad de ser, como antes había hecho Parménides con el Ser o Platón con la Idea, actúa de muleta con la que Descartes ya puede echar a andar. El yo soy es, ni más ni menos, una construcción, un artificio, sobre el que uno puede o no sostenerse. Algunos nietzscheanos, por ejemplo, desconfiaron tanto en el yo soy que acabaron viendo en Descartes un impostor y en su principio una impostura.
El yo, el Ser, la Idea, la Forma, Dios,... son, en todo caso, construcciones que invitan a la adhesión o a la herejía. Se dice: Dios (no) existe y sé cómo demostrarlo, como si Dios fuera el punto de partida. Más bien, como ya intuyera Nietzsche del yo soy, Dios, como tantas otras deidades, es una respuesta a una misma situación de punzante falta. Sí, andamos necesitados de yoes, de Ideas, de dioses, precisamente, porque no los tenemos ni nos son presentes...
Y digo yo que estarán ahí, tendrán su lugar, para aliviar el dolor de la impresencia, la carga de no poder ver más que el contorno del paisaje.

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