Revista Cultura y Ocio

Percance

Por Cayetano
Percance
—¡Dios mío! ¡Se están saliendo! ¿Qué hago? La expresión de terror, teñida con una sensación de angustia, brotaba de los labios de Adela, mientras Tomás la animaba a actuar sin dilación: —¡Ciérralo! ¡No lo dejes abierto! ¡Lo estás poniendo todo perdido! —Pesa mucho, Tomás. ¡Ayúdame! ¡Por lo que más quieras! Y entre los dos lograron a base de esfuerzo, mover la tapa del libro y conseguir por fin cerrarlo. Ya no se saldría nada más. El problema era ahora qué hacer con toda la habitación llena de arena del desierto, beduinos por todas partes, la jaima encima de la cama y el camello que se había apoderado de la papelera y se disponía a comerse todo su contenido, mientras miraba a los chicos con un aire burlón. —Cuando venga mamá—añadió Adela compungida— nos la vamos a cargar. —La culpa es solo tuya. Te dije que no leyeras novelas de aventuras. Si me hubieras hecho caso, habrías elegido alguna rima tranquila de Bécquer. La del arpa, por ejemplo. Pero tú, erre que erre— ya conciliador—. Bueno, podría haber sido peor. Ni me imagino la que habrías liado si llegas a leer La canción del pirata. Anda, dame la escoba que barra un poco todo esto. —¡Mira quién habla!— respondió su hermana algo más calmada—. El señorito que se puso a leer Veinte mil leguas de viaje submarino y lo puso todo perdido de agua. Menos mal que estabas en el baño, que si no…

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