Revista Ciencia

Perdidos por control remoto

Publicado el 15 noviembre 2013 por Rafael García Del Valle @erraticario
Me acabo de enterar con un par de años de retraso de que existen unas aplicaciones para teléfonos móviles cuyo objetivo es perder al usuario. Según las describe un artículo de NewScientist, la idea es proporcionarle una nueva experiencia que lo saque de la rutina y lo sumerja en el apasionante mundo de las incertidumbres. Esta especie de GPS invertido busca introducir la “inseguridad” dentro de la rutina sin que ésta corra peligro. Incapaces de deshacernos del problema fundamental, que no es otro que la incapacidad para abordar los problemas fundamentales, la solución pasa por someterse a un orden que organice el desorden de forma controlada para así escapar de tanto orden descontrolado. Se adivina en todo esto una falta de voluntad mórbida; la incapacidad para errar por calles extrañas por motu propio implica una renuncia enfermiza al pensamiento como esfuerzo personal siquiera sea para cambiar la dirección habitual y poner rumbo a lo desconocido en la esquina siguiente. Tal es la diferencia con el flâneur, el ocioso que paseaba sin rumbo fijo en rebelión contra la nueva sociedad industrializada y aburguesada del s. XIX, al que algunos han querido equiparar esto del GPS atolondrado, un cachivache digno del museo de los inventos inútiles e imposibles. La publicidad funciona a pesar de basarse en la misma incoherencia utilizada desde el nacimiento del marketing hace cien años: hacer creer al usuario que es un intrépido rebelde. En este caso, que no acepta la tiranía de la eficiencia tecnológica que se impone en todos los ámbitos de la existencia moderna. Pero no es así. La externalización del vagar sin propósito aparente en una maquinita de moda manifiesta la incapacidad  para hacerse responsables de actitudes tan “rebeldes” como perderse en el mundo del control y atentar contra los tiempos organizados en pro de la maximización de beneficios. Ya no es una actitud privada, una iniciativa personal por la que sentirse requerido a dar explicaciones en la sociedad de la normalización; el errar ha sido incluido en el ocio institucionalizado y por tanto participar de él es seguir los dictados establecidos para la masa. No hay peligro de salirse del orden social, de ser considerado un bicho raro o una mente ingrata que actúa por iniciativa propia: se está mirando una pantallita que da las instrucciones pertinentes. Se vaga sin rumbo no por pensamiento disconforme, sino por ausencia de todo pensamiento. Sencillamente, se cumplen las órdenes del entretenimiento establecido. Más que rebelarse contra la tecnología, el usuario expresa su necesidad y adicción a la misma cuando necesita de ayuda para perderse por un rato y con todo controlado; cuando el usuario se aburra nuevamente de su nueva aplicación podrá de nuevo recurrir al GPS con sus nuevos mapas actualizados para devolverle como nuevo a casa. Pero hasta en esto hay niveles de riesgo. Las aplicaciones corrientes, según parece, terminan por ser demasiado sosas en la selección de destinos y acaban por aburrir más de lo que aburre la existencia cuando no hay aplicaciones nuevas en el móvil, así que un fenómeno de los juegos sociales, Ben Kirman, decidió ir más allá y crear una aplicación más potente para desubicar al  personal: Getlostbot. El programa monitoriza los recorridos habituales del anodino usuario y, en algún momento y sin avisar, oh sorpresa, le reta a ir por un sitio que no consta en la memoria de recorridos habituales del bot. Los creadores de otra aplicación, Serendipitor, son conscientes de la paradoja que es diseñar una aplicación aparentemente inútil, así que han filosofado un poco y han salido con una solución donde se acepta la incapacidad de los urbanitas para ejercer su autonomía personal a perderse por su propio riesgo y se les ofrece la ayuda externa. En la sociedad moderna, se trata de lanzar los dados en un ambiente controlado, eliminar los riesgos de lo incierto y conservar únicamente lo agradable. El Serendipitor no busca tanto perder al usuario como distraerlo; para ello, introduce desvíos y alternativas no controladas como la sugerencia de seguir a la primera persona que se cruce en determinado momento y hacerlo durante un par de bloques. Durante todos los desafíos, la aplicación se reorganiza para asegurarse de que el usuario llegará al destino marcado inicialmente. Los que inventan estas virguerías se basan en estudios científicos sobre la felicidad para demostrar que no se trata de caprichos sin sentido. Cuando sucede un imprevisto, las respuestas emocionales se intensifican, tanto en el polo positivo como en el negativo. En términos de emociones negativas, la incertidumbre entendida como escenario de peligro incrementa los estados de miedo y estrés. Pero, si la sorpresa se intuye como un proceso con resultado agradable, el recurso a sumergirse en situaciones imprevistas y dejarse llevar por la corriente de lo desconocido es muy recomendable. En este último caso se da lo que los psicólogos denominan “paradoja del placer”: queremos comprender el mundo que nos rodea para sentirnos seguros, pero al mismo tiempo disfrutamos indagando hasta que el misterio se ha resuelto, por lo que, una vez erradicado el misterio, desaparece una gran parte del gozo. La era moderna es la era del azar, y éste se ha ido extendiendo a todos los ámbitos de la vida desde el momento en que, cual metáfora histórica de profundos matices para quien los quiera, los juegos de azar se difundieron a través de los ejércitos napoleónicos a las clases populares. Antes, era un asunto exclusivo de la nobleza. Tal y como cuenta Walter Benjamin en su ensayo Sobre algunos temas en Baudelaire, el jugador de azar no es movido por una aspiración donde la meta se alcanza tras un camino hecho de experiencias, sino por la avidez, el ansia de ganar al momento siguiente y nunca más tarde: “La bolita de marfil que gira en la próxima casilla, la próxima carta, que está arriba del mazo”. El azar como ideología aplicada a todos los comportamientos humanos potencia el lado positivo de la incertidumbre y niega todo efecto negativo. Permite al individuo mantener la ilusión de un nuevo comienzo tras cada fracaso, del éxito desde la nada y sin ataduras al pasado y sus consecuencias. ¿No es esa la esperanza del que érase una vez sueño americano y que ahora es sueño global? El hombre despojado de su experiencia, para bien y para mal, con un futuro espléndido a la vuelta de cada esquina. La impaciencia es el comportamiento de todo jugador. Los automatismos desatan las ilusiones y exigencias de lo inmediato. No hay camino, no hay preparativos, no hay esperas. El resultado está tras cada golpe, tras cada gesto maquinal. Lo vemos en el método de ascenso social en sustitución de las jerarquías por sangre, como explica Sloterdijk , en el que un golpe de suerte en un buen negocio encumbra al menos pintado a la cúspide de la pirámide de los nuevos aristócratas: La Fortuna aparece por doquier como la diosa de la globalizaciónpar excellence. No sólo se presenta como la equilibrista eternamente irónica, balanceándose sobre su globo; enseña también a ver la vida en su totalidad como un juego de azar, en el que los vencedores no tienen por qué enorgullecerse, ni los perdedores por qué quejarse [...] En el éxito, antes de toda subjetividad de control y métodos, es el azar selectivo el que toma el poder. ¿Qué es el liberalismo, desde el punto de vista filosófico, sino la emancipación de lo accidental? ¿Y qué el nuevo empresarismo, sino una praxis para corregir la suerte? Es así que los nuevos empresarios de la modernidad terminarán formando la que Sloterdijk denomina “nobleza del azar”, frente a la tradicional aristocracia de nacimiento cuyo derecho se sustenta en orígenes míticos. De la sublimación del azar surgen los poderosos de la globalización: “un círculo compuesto por gentes que se han hecho ricas noctámbulamente, por famosos y protegidos que nunca comprenderán bien qué es lo que les ha llevado arriba”. Es la era en que se busca la suerte para progresar en las escalas de la sociedad. Luego, como forma de trabajo en la cadena de montaje. Observa Benjamin que ya Baudelaire “se sentía fascinado por un proceso en el que el mecanismo reflejo que la máquina pone en movimiento en el obrero se puede estudiar en el ocioso como en un espejo”: Al estallido del movimiento de la máquina corresponde el coup en el juego de azar. Cada intervención del obrero en la máquina carece de relaciones con la precedente porque constituye una exacta reproducción de ésta. Cada intervención en la máquina está tan herméticamente separada de aquella que la ha precedido como un coup de la partida de azar del coup inmediatamente precedente. Y la esclavitud del asalariado hace en cierta formapendant a la del jugador. El trabajo de ambos está igualmente libre de contenido. Un empleo asalariado y sin especialización que prescinde del pasado del empleado, negándole sentido existencial alguno a su ejercicio salvo el de conseguir dinero. Finalmente, como forma de ocio sin propósito, vacío de complejidades, carente de la necesidad de habilidades y simplificado progresivamente en el afán de la cultura de masas por llegar a más público, igualando en la mediocridad en lugar de facultar en la educación, hasta el punto de no requerir pensamiento alguno. Tal es la queja que expresa Adorno al referirse a los espectáculos de masas. El ocio de hoy es accesible incluso a organismos sin actividad cerebral. De hecho, es la tecnología la que actúa; el usuario se limita a contemplar en actitud pasiva en todos los ámbitos de su existencia. Por ejemplo, con el fenómeno de las risas enlatadas que suele mencionar Slavoj Zizek, donde un espectador lobotomizado ya ni siquiera tiene que preocuparse por que una comedia le proporcione algún contenido realmente gracioso. Basta con la risa para orientarle y “definirle” lo cómico mientras yace impasible en el sofá. O como en la contemplación de espectáculos deportivos. Ahora, las máquinas se pierden ellas mismas; el usuario ya no tiene ni que pensar en extraviarse. Se acabaron los últimos retos de la espontaneidad; ocurrió cuando se agotó la poca fuerza de voluntad que aún quedaba como vestigio de lo que un día fue un ser humano, y que ahora es un autómata sin capacidad para huir de sus hábitos mecanizados. Hay una litografía de Senefelder que representa una escena de juego. Ninguno de los personajes sigue el juego de la misma forma. Cada cual está ocupado con su propia pasión; el uno por una alegría no contenida, el otro por desconfianza hacia supartner, otro por una turbia desesperación, otro por deseos de litigar, otro toma disposiciones para abandonar este mundo. En las diversas actitudes hay algo secretamente afín: los personajes representados muestran cómo el mecanismo al cual los jugadores se entregan en el juego se adueña de sus cuerpos y sus almas, por lo cual incluso en su fuero íntimo, por fuerte que sea la pasión que los agita, no pueden obrar más que automáticamente. (Benjamin, “Sobre algunos temas en Baudelaire”) Benjamin lo describe como una posesión, imagen que podemos usar hoy para adivinar algo que pide socorro desde lo más profundo de los seres de hojalata en que nos hemos convertido, una imploración a ser rescatados con cada nuevo artefacto que sale al mercado. Una masa humana homogeneizada en el acto de presionar botones para recibir su próxima instrucción con la esperanza de que sea la definitiva en su azarosa búsqueda de la felicidad. En el artículo mencionado al comienzo, Danah Boyd, de Microsoft Research, defiende que las aplicaciones para perderse son buenas para reeducar a la gente y reconciliarla con la incertidumbre, en una sociedad en la que, refiriéndose a Estados Unidos, hasta los niños han perdido la capacidad para salir con la bici sin rumbo fijo. El exceso de tecnología dedicada a la seguridad y al control ha disminuido enormemente la tolerancia al riesgo, así que ahora se vende tecnología para aumentar la tolerancia a aquello que la tecnología hizo intolerable… Siempre al servicio de los necesitados, encantados de ayudar a resolver los problemas de los humanos… El peligro de una existencia basada en la desidia como ideal de vida es que, si se tiene éxito, se depende de fuerzas externas para todo, incluso para restaurar las fuerzas internas con que salir de la rutina provocada por las fuerzas externas. Parece arriesgado depender de lo externo para recuperar lo interno con que eliminar la influencia de lo externo. Salvo que lo externo tenga aspiraciones autodestructivas. En un artículo de este blog, de hace unos meses, se decía que: El turista es el producto de una época que ha “desaprendido” a vivir en lo Real y que se ha acostumbrado a controlarlo todo en aras de la seguridad y el confort. La incertidumbre es incómoda. Leyendo a Sloterdijk, En el mundo interior del capital, encontramos algunos apuntes sobre la evolución del viajero después de la época de los grandes descubridores y exploradores, cuando el mundo ha sido domado por la globalización y el rumbo a lo desconocido se ha tornado en “tráfico rutinario”. (“De vacaciones y otras fantasías“) Ahora, para extraviarse y hacer el ganso por la ciudad también es necesario asegurar la zona de confort. En palabras del escritor Philips Roth: La tragedia del hombre que no está hecho para la tragedia… ésa es la tragedia de cada hombre.

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