Revista América Latina

Persignarse aunque se sea ateo

Publicado el 25 abril 2013 por Darioalex
La Guagua

La Guagua

Por: Abraham Jiménez Enoa

Por mucho, uno de los mayores aprietos que enfrenta el cubano de a pie, es el transporte público. Lidiar a diario con la pesadumbre y la zozobra de un sector absolutamente deleznable es, sin duda, la elocuencia viril de una sociedad cobijada en sus propias contingencias.

Un ómnibus de ruta metafóricamente es el país, al menos La Habana. Expresa la dialéctica de la nación, de una ciudad, refleja las verdaderas nociones de afecto, tanto geofísicas como sensibles, circunscribe los ámbitos pegándoles a los individuos sus respectivas estampillas sociales.

Aunque viva en la crítica y cargue a diario con sus propios detractores, el transporte público o mejor, las guaguas, tienen su carisma, su talante. Sus propios itinerarios bautizan las conductas y muestran el folclor de los legendarios barrios de la capital. El recorrido no hace más que expresar y echarse encima lo que desgaja La Habana, su sombra perpetua, rebosante de atuendos.

Baste con treparse al rutero 27 y rasgar a la ciudad de costado, por un extremo, del Cerro a La Habana Vieja, de Palatino a la Coubre, y avistar el costumbrismo habanero. Posiblemente este sea el ómnibus más emblemático de la urbe, el más ilustre, la guagua insigne. El único que con su paso diametral traza sobre el Vedado la efigie de un número 8, uno de los pocos que sobrevivió al crudo período especial de los noventa, a los cambios de derroteros y de nombres propios, al tránsito de los camellos por acordeones, al de los ruteros M por los P.

La vereda de la 27 es su esencia. En la partida, el Cerro, llave y folclor, le otorga una dádiva, el primer abordo inaudito. Instante que marca la fragmentación del silencio, donde se inicia la transmutación del ómnibus, y no porque el propio ómnibus se transmute y sus ingenuos asientos acojan a la vasta población impaciente por la prolongada espera, sino porque el espacio físico de la guagua, como un trozo de cristal, reflejará la cívica procesión social de una nación.

El hecho de abordar la guagua en primera instancia es un privilegio, una bendición, la dicha que todos quieren alcanzar pero que solo los habitantes del Cerro o alguna que otra persona de paso tienen la oportunidad de concretar. Uno debiera persignarse aunque sea ateo si entra entre los primeros a un ómnibus de transporte público. Con eso se garantiza una butaca, ya sea las del pasillo o las elevadas del fondo que van acompañadas de ventanillas validas para dejar entrar un poco de aire fresco y vacilar con la vista los alrededores, o en el peor de los casos –de la primera parada- tratar de ubicarse de pie en un puesto estratégico, dígase frente a la puerta de salida o en la parte posterior.

Y esto parecerá insignificante, un aspecto obtuso, pero indiscutiblemente, la situación geográfica dentro de una guagua terminara por determinar el acomodo del curso del trayecto. Si de casualidad se ocupa una de las butacas delanteras, su itinerario irá aderezado por una batahola fuera de contexto que sale sin clemencia de las entrañas de la reproductora del conductor. Además, tendrá de frente, casi encima, al tumulto morfo que sube del resto de las paradas. Detrás, los asientos para impedidos físicos motores y embarazadas, la mayoría de las veces ocupados por personas con cualidades totalmente contrarias al cartel impregnado en la pared, sin el pudor de someterse a las más básicas normas de educación y cultura.

Así, el rutero 27 se adentra en el mítico Vedado, aglomera más historias dentro, menos espacios por donde pasar, más insensibilidad, menos capacidad para imaginar el fin de la travesía. Desde afuera pareciera que el ómnibus puede colapsar, abrir sus cuatro gomas de par en par y dejarse caer de una vez sobre su propio peso.

Uno imagina que las guaguas en Cuba ruedan por inercia, que sufren al avanzar repletas hasta el tuétano, que la gente ve en ellas una suerte divina que no pueden dejar escapar y se enganchan de sus puertas aunque lleven una mitad dentro y la otra al borde de la muerte. Que en el instante de la bajada cesara esa hemorragia sin freno de personas en pos de alcanzar la calle y salir del suplicio de una vez, pero que otra avalancha igual de demoledora se subirá al ómnibus nuevamente.

Con tanto encima, ninguna otra guagua rutero se da el lujo de pasearse con semejante parsimonia por el mismísimo centro del Vedado, con tanto desparpajo. Sabiendo a estas, que su punto de partida fue el Cerro y que culminara en la Vieja Habana.

El destino final puede ser cruel, puede depararte cualquier azar, cualquier tormento. Te puede finiquitar de un solo golpe. Puedes sentir tu espacio usurpado por un grupo de adolescentes que cantan y bailan a tu costado impunemente, te puedes tragar un codo ajeno con la mayor tranquilidad, gravitar por unos segundos en el aire gracias a la delicadeza del freno del chofer o simplemente bajar de la guagua pensando que la odisea ha culminado y de pronto percatarte de que alguien se ha quedado con tu cartera.

Incluso, si se tiene el placer de llegar a la última parada, al impasse postrero, al desatraco, alguien todavía se puede atrever a increpar al conductor:

-Chofe: ¿10 pesos si me deja para la vuelta?


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