Revista Cultura y Ocio

Personal historia de la fotografía

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez
Personal historia de la fotografía
Que la memoria es frágil nos lo demuestra la Historia que comienza precisamente con el hito de la escritura. Su invención se hizo necesaria para poder testimoniar lo que no se podía reacordad. Que los hombres han querido dejar constancia de su paso por este mundo lo prueban la enorme cantidad de monumentos desperdigados por la Tierra a lo largo de los cinco continentes. La necesidad de trascender la propia muerte ha sembrado de recuerdos el planeta, prueba irrefutable de nuestra afán por ser recordados en tiempos futuros. Desde las pinturas prehistóricas, los dólmenes primitivos, los más antiguos mausoleos... hemos buscado siempre una imagen que llamara la atención de nuestros congéneres robándoles un poco de su actualidad para ser sustituida por nuestra necesidad de algún tipo de previvencia futura.
Los pintores y escultores recogieron el relevo y proyectan hacia hacia una deseada inmortalidad la imagen de la vida presente de los modelos, que ya sea por su belleza o singularidad o por su riqueza, dotaban al artista de estímulo suficiente para ello. Allá por 1839, con la invención del daguerrotipo, comenzó una carrera imparable en la que la humanidad empezó a ser inmisericordemente "retratada". Desde ese instante se empezó a documentar la vida de los hombres empezando por tímidos y laboriosos retratos y acabando en nuestros días por millones de imágenes de puntos tabuladas en millares de puntos por eje: llegó, arrolladora, la fotografía digital.
Desde mi infancia me aficioné a este arte de congelar instantes con la intención de estimular y ayudar a mi pobre memoria. También sentí atracción por los aspectos artísticos, pero privaron siempre más los documentales. Tal es así, que conservo una colección personal de más de 200 rollos de negativos de varias décadas atrás. Entonces la fotograrfía, aparte de ser una afición cara, tenía un pedigrí que hoy ha perdido. En la época de nuestros padres y abuelos el álbum familiar tenía escasas fotografías: alguna de los abuelos (no siempre), algunas más de los padres (con suerte algunas de niños y de jóvenes) y, las más abundantes, de los hijos pues siempre ha habido predilección por conservar esos momentos de la niñez que tanto agradan a los progenitores. Entonces la gente posaba con gesto serio y postura estudiada, no se permitía ninguna frivolidad. En los primeros tiempos incluso había que premanecer largo tiempo frente al objtivo, anto que tenían que sujetarte la cabeza con una orquilla a la altura del cuello para que no te movieras. Tuvo que pasar más de un siglo para que las máquinas de fotografiar se volvieran más manejables y  portátiles, entonces se permitieron tomas más dinámicas, temas documentales, poses más naturales... Pero no fue hasta que se generalizó la compra de cámaras particulares (quizás hacia los años sesenta) que el registro fotográfico de nuestras biografías  se multiplicó exponencialmente hasta nuestros días. Yo me sentía un pionero en los años setenta con mi retinette de segunda mano, haciendo fotos a mis amigos, mi familia, mi pueblo de Ayuela, mi ciudad de Burgos... Me atraía aquella alguimia del laboratorio de rebelado (en una vieja buhardilla, antigua carbonera, que almacenaba los bidones del gasoil de la calefacción de la casa de mi amigo Jesús González). Hacía las fotos con especial cuidado: estudiaba el encuadre, medía la luz (durante años mi afán fue conseguir un fotómetro y dudaba en pedir a mis conocidos cuando salían al extarnjero que lo buscaran allí), esperaba la pose adecuada y apretaba el obturador en la décima de segundo justa para que la foto tuviera esa vida que la haría irrepetible. Después con mi escasa propina compraba papel y líquidos de rebelado (siempre de los más baratos) y, de vez en cuando, una caja de 30 m. de película negrapán ORTO con la que rellenábamos carretes usados y preparábamos por muy módico precio nuestra película para  negativos. En el laboratorio descartábamos más de un ochenta por ciento de las imágenes (el papel era muy caro), tal es así que hoy en día, todavía descubro de vez en cuando, algún negativo insospechado que me emociona: es como certificar  un pedazo de vida que tenía olvidado.
Mi afición duró muchos años. En la madurez documenté muchas veces la infancia de mis sobrinos, inmortalicé la imagen de Charo, mi mujer; de mis familiares, de viajes irrepetibles... Ahí están los álbunes como pruebas de vida, a los que asomarse de vez en cuando: cada foto es un instante con significado preciso.
Hoy en día, me he retirado ante la avalancha de las cámaras digitales. Están incorporadas de tal modo a los modernos instrumentos electrónicos que han saturado mi capacidad de asombro. Proliferan las imágenes de tal modo en televisones, ordenadores, móviles o carteles; que van perdiendo para mi, el interés que me provocaban de joven. 
Tomo mi móvil y lo manejo con desdén. Realizo la foto del momento sin preocuparme apenas de encuadre. No espero el instante mágico, la cámara se toma su tiempo en enfocar y pierdo el gesto único en el microsegundo perfecto. Lo uso como herramienta de trabajo: fotografío trabajos, documento lugares, registro algún acontecimiento... pero todo sin la ilusión, sin el cariño y la sensibilidad que ponía hace años.
Me parece a mí, que estoy abandonando la imagen en favor de la palabra. Sí.

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