Revista Opinión

Podemos, la revolución a fuego lento (1/2)

Publicado el 23 agosto 2016 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Cada 15 de mayo es habitual que los madrileños, en el apogeo de las fiestas patronales de San Isidro, inunden con cerca de un millón de presencias la pradera que lleva su nombre. Una cantidad infinitamente superior a la que en 2011 y a pocos kilómetros de allí clamaba contra la corrupción, contra la crisis financiera, contra los recortes y contra la situación de España en general. Los primeros no serían testigos de unos sucesos que acabarían siendo calificados como “revolución”; los segundos sí. Es más, no solo serían testigos, serían sus artífices.

La manifestación en Madrid, que transcurría pareja a varias decenas más por otras ciudades españolas, finalizaba su recorrido en la Puerta del Sol, icónico lugar de la capital. Allí, una minoría, antes que regresar a casa, decide acampar. Aquel hecho, más allá del simple simbolismo, no supuso nada. Sí lo hizo la desmedida represión policial durante la noche –ya 16 de mayo–. Carreras, mobiliario por los suelos y detenciones dieron al traste con el precario campamento, creyendo que la intervención sería suficiente para disuadir acciones similares. Craso error. El movimiento de los ‘indignados’, aglutinado en la plataforma “¡Democracia Real Ya!”, volvió a llenar Sol el día 17 con cerca de 10.000 personas. El campamento se erigió de nuevo, y la policía lo deshizo como la noche anterior.

Los mecanismos del Estado y el stablishment se movilizaron contra aquella sorpresiva protesta: antisistema, perroflautas, hasta de terroristas se llegó a calificar a aquellos que querían echar la noche en la plaza. No había duda de que una movilización así no se había producido en décadas en España, y sobre todo, se gestionó con notable pulcritud política por parte de los organizadores, algo que despertó unas simpatías jamás vistas: se llamaba a la movilización por Twitter; se prohibieron banderas, símbolos de partidos y cualquier identificación que se saliese del hartazgo general con la situación política y económica del país. El gris se volvía bello ante el evidente desconcierto de un gobierno del Partido Socialista desbordado no ya solo por los eventos recientes, sino por la traición a sí mismo realizada durante aquellos años de recortes y crisis desbocada. Así, el día 18 de mayo el Movimiento 15M volvió a llenar la plaza –a pesar de la prohibición de la Junta Electoral–, continuando todos los días hasta el 22, domingo en el que se celebraban elecciones autonómicas –regionales– en buena parte del país. El apartidismo había encontrado su momento y el bipartidismo había enseñado su primera flaqueza. Nadie por aquel entonces sabía lo que iba a ocurrir. Cinco años después todo tiene sentido: un modelo político de más de tres décadas había quebrado para dar paso a otro.

Este nuevo escenario no se entiende sin la irrupción de Podemos, un partido que bebe de aquella ola de protestas y de las que se sucedieron durante los años siguientes. Sin embargo, la formación morada se concibió para ganar y en la actualidad, a pesar de ser tercera fuerza política en el país, se enfrenta a profundos dilemas que deberá resolver en un futuro cercano si quiere recuperar la senda ganadora que le catapultó hasta donde está hoy.

Para ampliar: “España, de nuevo al Sol”, Raúl Guillén en Le Monde Diplomatique

La Puerta del Sol en una de las noches de protesta. A las 12 se producía el llamado 'grito mudo'. Fuente: Hoipoi
La Puerta del Sol en una de las noches de protesta. A las 12 se producía el llamado ‘grito mudo’. Fuente: Hoipoi

De las plazas a los platós

El 15M tuvo una longevidad respetable dada la anestesia generalizada de la opinión pública, acostumbrada al sistema bipartidista no solo político, sino también mediático. En cierto modo el primer fracaso se dio aquel 22 de mayo electoral, cuando el Partido Popular –partido que aglutina(ba) a prácticamente todo el espectro de la derecha– se alzó con una aplastante victoria. Electoralmente el bipartidismo había aguantado con solvencia el envite, y partidos llamados entonces ‘regeneracionistas’, caso de Unión, Progreso y Democracia (UPyD), habían sido incapaces de pescar en el descontento a pesar de llevar un mensaje relativamente parecido en algunos puntos a los que propugnaba el 15M.

Sin embargo, era curioso observar cómo ninguna opción política estaba siendo capaz de canalizar unas demandas que resultaban un evidente clamor popular. Ni siquiera Izquierda Unida, partido histórico de la izquierda, supo –a pesar de que lo intentó– atraer a los ‘indignados’. Aunque el bipartidismo tenía todavía buena salud, había quedado un nicho electoral abierto. Los recortes en servicios públicos habían sido leoninos, la crisis de deuda había puesto a la economía española contra las cuerdas y los casos de corrupción afloraban por toda la geografía. La gente estaba harta de los políticos y harta de que con su dinero se rescatase a los bancos que con su imprudente gestión habían arrastrado al país a una burbuja inmobiliaria del tamaño de un zepelín.

Así, durante cierto tiempo se llegó a pensar que el 15M quedaría en un limbo del inconformismo político, una tierra de nadie por la que ninguna formación querría pelear mientras el sistema bipartidista aguantaba con algo menos de potencia. De hecho, la contundente victoria del Partido Popular en las elecciones del 20 de noviembre de aquel año evidenció lo que se empezaba a sospechar: había bipartidismo para rato. Sin embargo, el ejercicio de gatopardismo del PP no hizo sino agravar la situación que ya se venía arrastrando: más recortes, un rescate encubierto y más casos de corrupción, todo ello avalado por una mayoría absoluta que en la práctica suponía un rodillo legislativo.

Por aquellos años y en lo que venía siendo una televisión de impacto reducido –por no decir marginal– como era TeleK, un tal Pablo Iglesias conducía un espacio de debate político llamado La Tuerka, con una línea marcadamente de izquierdas. Por allí aparecía con frecuencia otro colega de la Facultad de Políticas de la Complutense, Juan Carlos Monedero. Este programa, de emisión semanal, además de servir como punto de convergencia de algunos intelectuales de izquierda de esos años, supuso un gigantesco entrenamiento mediático para Iglesias, algo que con el tiempo se demostraría fundamental.

TeleK y 'La Tuerka' fue el primer espacio televisivo de Pablo Iglesias. Fuente: Verkami
TeleK y ‘La Tuerka’ fueron el primer espacio televisivo de Pablo Iglesias. Fuente: Verkami

En 2013 Pablo Iglesias daría el salto de manera fugaz a los canales del TDT party, de público principalmente conservador pero también con cierto punto de desencanto contra el sistema. Sería en la cadena Intereconomía donde, según sus palabras, “cruzaría las líneas enemigas”. Su presencia allí tenía una finalidad similar a la de un saco de boxeo en un gimnasio; una figura tan de izquierdas fácilmente atacable por el resto de contertulios de derechas, que reafirmarían sus argumentos frente a aquel desvarío filocomunista. Sin embargo, Iglesias supo aprovechar su experiencia televisiva. En vez de buscar un enfrentamiento o prestarse al linchamiento, comenzó el martilleo de un mensaje, como si fuese el argumentario de un partido, que años después seguiría –y en buena medida sigue– siendo el mismo: corrupción desmedida, connivencia político-económica, emigración juvenil y crisis social. Abandonaba el eje horizontal izquierda-derecha y apelaba a opiniones de consenso –¿Habría alguien a favor de la corrupción, del paro o de los desahucios?–. Pablo Iglesias había colocado un puesto de avanzada en un nivel superior de la clasificación mediática y se había batido con cierto éxito frente a opiniones claramente contrarias.

Durante buena parte de aquel 2013, Iglesias, y puntualmente Monedero, fueron habituales de los platós de Intereconomía. Sabían manejarse y daban juego a la cadena tanto en audiencia como en vídeos virales por redes sociales. En cierto sentido era un producto y ambas partes ganaban. Así, el todavía profesor de políticas prosiguió con el goteo de argumentario, complementado poderosamente por Twitter, Facebook, Youtube y su nuevo programa Fort Apache, una tertulia de análisis con más recursos y más peso que sus proyectos anteriores. Tal fue el éxito que pronto otras cadenas de primera línea empezaron a llamar al futuro líder de Podemos. En Cuatro y en La Sexta, canales de planteamientos de centro-izquierda, empezó a ser habitual ver y escuchar a Iglesias. En cierto modo tenía rasgos de moda: su estatus de profesor universitario compensaba una apariencia desaliñada, y la continua apelación a planteamientos de “sentido común” y sus constantes ataques a las élites y al bipartidismo hacían que además de influencia, gozase de cierta popularidad. Poca gente lo sabía, pero el populismo latinoamericano había llegado a la televisión española.

De los platós a las instituciones

En esta situación, ya a finales de 2013, en aquel círculo cercano a La Tuerka y procedente de la asociación universitaria Contrapoder comienza a gestarse la que sería conocida como “Operación Coleta”. El grupo de politólogos de la Complutense había descubierto la brecha que ni el bipartidismo se había encargado de tapar ni ninguna formación política de atacar. Tenían una cara, Iglesias, y tenían la idea: dar la batalla por la hegemonía cultural. Marcar los términos, la agenda política, conformarse como el partido referencia en la centralidad y de ahí asaltar la Moncloa. Conceptos como “la casta” o “los de abajo contra los de arriba” comenzaron a ser habituales. Ideas complejas simplificadas para una rápida asociación del espectador-votante. La desafección con el sistema político era tan grande y las perspectivas de futuro tan negativas que conformarse como una alternativa fuera de lo tradicional podía ser una jugada exitosa. Si además cogían con el pie cambiado a Populares y Socialistas –algo muy probable dado el anquilosamiento y la escasa competitividad del sistema político–, gracias a su guerra relámpago la penetración en el juego político podía ser muy profunda.

Dicho y hecho. Con la vista puesta en las elecciones europeas de mayo de 2014, Podemos se iniciaba como proyecto en enero de ese año y como formación dos meses después, en marzo. La perspectiva de horizontalidad y descentralización sí que ganó a los ‘niños perdidos’ del 15M. Podemos pretendía, al menos en origen, hacer todo lo contrario a lo habitual en la política española de entonces. Ante partidos muy jerarquizados, la formación morada propuso los círculos –grupos asamblearios–, sectoriales y geográficos, una maniobra tanto de expansión territorial como de precaria captación de cuadros medios en una estructura decisoria piramidal.

El quién es quién del origen de Podemos. Fuente: Alfredo Vela
El quién es quién del origen de Podemos. Fuente: Alfredo Vela

Sin embargo, ya en la primera prueba de fuego –las primarias de abril– se hicieron evidentes los retos organizativos del partido. Distintas corrientes, especialmente Izquierda Anticapitalista, entraron en el pulso con el sector de Pablo Iglesias, que lejos de imprimirle un giro a la izquierda al partido prefirió coger las riendas y construir ese espacio en la centralidad política. Sea como fuere, no deja de ser menos cierto que la legitimidad también se obtiene mediante resultados –obviando que Iglesias y los suyos arrasaron en las primarias del partido–. Las elecciones europeas de mayo les dieron 1,2 millones de votos y cinco eurodiputados, sobrepasando con creces los entre cero y un asientos que pronosticaban las encuestas. La fisura en el sistema era ya una grieta; para los partidos tradicionales, una herida abierta.

Lejos de caras sonrientes y objetivos satisfechos, aquella noche electoral fue para los dirigentes y simpatizantes de Podemos la primera batalla ganada en lo que pretendían sería una larga guerra. Cinco asientos en Estrasburgo eran algo simbólico; los números que les avalaban no. El punto de mira estaba en España, en las municipales y autonómicas del año siguiente y en las previsibles generales de las Navidades de ese 2015. Podemos salía a ganar y pretendía cumplir lo imposible: revertir tres décadas de sistema político en menos de dos años a base de televisión, redes sociales y golpes electorales intermedios.

De Bruselas a los ayuntamientos

La formación de Iglesias subía como la espuma, el mensaje funcionaba a la perfección y los partidos tradicionales no habían despertado de su letargo, impidiendo una reacción adecuada que frenase su sangría electoral. Y es que Podemos, en aquellos meses, no sólo funcionaba como una formación de amplio espectro, sino como refugio outsider. Recogía voto de afinidad ideológica, pero también voto de castigo, voto de moda y el de los desencantados por años de ineficiencia y corrupción. Socialistas y populares perdían ingentes cantidades de afines al tiempo que los morados veían encuesta tras encuesta cómo sus opciones aumentaban. Encarando el invierno de 2014, Podemos apuntaba como primera fuerza en España.

Lógicamente, semejante situación era un peligro de primer nivel para el statu quo político del momento. El bipartidismo estaba completamente deslegitimado ante un rodillo de color morado que repetía como un mantra una serie de afirmaciones orientadas a revertir el eje izquierda-derecha en uno abajo-arriba. Con ese giro de noventa grados Podemos evitaba autodefinirse como un partido de izquierdas –aunque sus propuestas fuesen un manual socialdemócrata– e insistía en conformarse como uno “para la mayoría social”. El PP, carente de sustrato ideológico y el PSOE, en una especie de travesía por el desierto, se desperezaban a escaso medio año de la siguiente gran cita electoral: las municipales.

Portada de la revista satírica El Jueves. Se entiende que Ciudadanos ha ido a rebufo de Podemos en el espacio político generado por la desafección al bipartidismo. Fuente: El Jueves
Portada de la revista satírica El Jueves. Se entiende que Ciudadanos ha ido a rebufo de Podemos en el espacio político generado por la desafección al bipartidismo. Fuente: El Jueves

Por aquellos meses nada se sabía –no aparecía en las encuestas– otro partido que posteriormente ha sido clave en el juego político como es Ciudadanos. Solo seis meses antes de que Podemos rozase el cielo en los sondeos, el presidente del Banco Sabadell propugnaba un Podemos de derechas. Sin que eso llegase a existir, a partir de entonces Ciudadanos comenzó a ser visto más que como una alternativa a Podemos, una alternativa al Partido Popular; sustituir el mamotreto democristiano por una formación de corte liberal más y mejor adaptada al siglo XXI, apetecible para aquellos sectores incapaces de votar a un PP enfangado en la corrupción pero temerosos de un Podemos al que ya se le acusaba de neocomunista y que empezaba a ver aflorar sus primeros casos de –pretendida– corrupción.

Así, con el paso de los meses, lo que los morados etiquetaban como “el régimen” acabó contraatacando precisamente en el único punto donde Podemos flaqueaba: los medios de comunicación. Exceptuando las redes sociales, concretamente Twitter, Podemos nunca ha sido capaz de manejar la agenda mediática ni de imponer los temas de manera continuada. Más allá de las intervenciones puntuales en distintos programas, los medios cerraron filas en favor del bipartidismo tradicional. Las acusaciones de financiación ilegal procedente de Venezuela e Irán, la poco clara declaración tributaria de Juan Carlos Monedero –que acabó dimitiendo– y cuestiones como un proyecto de investigador de Íñigo Errejón bastaron para poner en tela de juicio la integridad del partido. En cierto sentido, el sistema le devolvía la jugada a Iglesias. Repetía con insistencia un mensaje que, fuese o no verdad, era suficiente para desacreditar a la formación morada y mermar sus capacidades de cara a los comicios de mayo de 2015.

Sin embargo, es fundamental entender aquí cómo el partido de Iglesias había cambiado ya las formas de entender la política. Y es que el bipartidismo convencional era como las batallas decimonónicas. Dos grandes ejércitos chocando; un ganador, un perdedor y a casa. Podemos había llevado el conflicto asimétrico, la guerrilla mediática, al panorama español. Al no estar en las instituciones se tuvo que apoyar durante mucho tiempo en atacar –vía televisión o redes sociales– y desaparecer. No tenía logros que vender ni una gestión política que defender. Los partidos tradicionales no sabían cómo abordar semejante fantasma más allá del repertorio de serie.

Aun así, el nuevo partido estaba lejos del óptimo en su pretendida centralidad. Demoscópicamente hablando, Podemos estaba pasando de ser un atrapalotodo a fortalecerse y debilitarse en sectores muy concretos. A principios de 2015 la tendencia ya marcaba una serie de pautas claras: entre los jóvenes, los estudiantes, las rentas medias y altas, los profesionales liberales y la gente con cierto nivel de estudios, los morados pujaban con fuerza por la primera plaza. A ello se le añadía además una impronta eminentemente urbana. Se empezaba a gestar así una de las primeras rupturas que Podemos ha conseguido, la del campo-ciudad.

Para ampliar: “¿Podrá Podemos?”, Renaud Lambert en Le Monde Diplomatique


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