Revista Opinión

Poder

Por Danielruizgarc
Poder

Suelo cruzarme habitualmente de camino al trabajo con alguien que en otro tiempo fue muy poderoso. Presidió una entidad financiera, a la que desde mi empresa prestamos numerosos servicios de comunicación durante algunos años. En los tiempos en que él fue presidente de aquella entidad, de aquel gigante omnipresente en las grandes ciudades de toda Andalucía, nunca llegó a parecerme del todo una persona. Estaba siempre en la sombra, desdibujado por una especie de aureola conformada por un séquito de guardaespaldas, asesores y pelotas de diverso calibre. Nunca llegué a mantener una conversación en firme con él, más allá de un saludo o un comentario forzado por las circunstancias y la casualidad. Aun así, por los numerosos mentideros y escondites por los que chorreaba la información y la mala baba dentro de la estructura de aquel tremendo gigante empresarial, supe de algunas obsesiones, querencias y aficiones más o menos reprobables del presidente. En aquel tiempo era intocable. Ejercía con mano firme su poder, y aunque de apariencia afable generaba a su alrededor cierto miedo. Toda su agenda era diseñada y ejecutada con celo, cuidando al milímetro cada detalle. Vi a más de uno sufrir un ataque de llanto o simplemente romperse debido a un mero comentario del presidente dirigido hacia él o hacia algún asunto de su competencia. Al presidente le gustaba una determinada marca de whisky, y le gustaba tomarlo de una determinada forma. Ay de ti si no acertabas con la marca, y mucho peor con no prepararlo como a él le gustaba. El cortejo del presidente, una prolongación de su mano compuesta de una masa indeterminada y fluctuante de hombres de confianza, cuidaba porque todo llegara hasta él del modo en que a él le gustaba. Aunque debía medir poco más de un metro 60, cuando paseaba por los pasillos de su empresa, o incluso cuando lo hacía por la calle, la sensación era la de ver pasar un gigante. Su presencia resultaba inhumana. El poder no era un atributo, más bien él mismo era una materialización posible de poder, una de sus realizaciones.

Ahora que lo veo por la calle, con sus vaqueros muchas veces algo desgastados, con la camisa un tanto arrugada, portando un periódico, o con bolsas del supermercado, sé que no lo merece, pero lo único que puedo sentir por él es compasión, pena. Me sorprendió descubrirlo un día esperando en una parada de autobús, él, que pasó media década contemplando el mundo a través de los cristales ahumados de un vehículo blindado. Lo veo y pienso en un animal viejo, en un león anciano con las uñas romas y la dentadura podrida. Pocas cosas hay tan tristes como alguien que ha tenido ocasión de paladear con deleite el poder y que, de un segundo para otro, se ve con la boca abierta y la ambrosía volando hacia otra boca. Una vez que son apeados del trono, se convierten en enfermos. Parece como si con el poder se llevaran algo más de sus cuerpos, los vaciaran de algún modo. Y te los encuentras, así, caminando por la calle, desgarbados, con la mirada perdida, como supervivientes de un accidente, sin que sepas muy bien, al verlos, si realmente deseaban sobrevivir a ese poder, o les hubiera gustado quedar congelados para siempre en sus estampas pretéritas de gloria. Y casi siempre los ves solos, o parecen solos aunque estén rodeados de gente. Porque en los tiempos de gloria y aplauso, era difícil que estuvieran solos, pero ahora la soledad parece más bien una muestra del carácter, un rasgo inherente a su nueva personalidad.

Los hay que, una vez apeados, intentan seguir la estela de ese poder. Ya les pasó su tiempo, pero aun así se aferran a la estela, intentando mantener su cuota de gloria. Éstos son los peores. Acumulan tanto resentimiento, tanta vanidad por los tiempos pasados, que pierden del todo la perspectiva. En lo profesional, son incapaces de resultar útiles. Están castrados, el poder acabó con ellos, con todo rastro de capacidad profesional, de discernimiento objetivo. Pero el perro viejo puede retirarse y no hacer ruido o volverse rabioso. Sobre todo cuando el perro viejo no lo es en realidad tanto: he visto a muchos políticos que accedieron jóvenes a altos cargos de responsabilidad y que acaban siendo expulsados de la primera línea cuando todavía les queda lejos la cincuentena. Cuidaos de ellos, son los más peligrosos. Quieren morder pero están desorientados: la ceguera que proporciona el brillo del poder les impide identificar hasta muy tarde –muchos ya no lo consiguen nunca- el objeto de sus mordidas. Se convierten en animales torpes, con un punto de demencia temeraria realmente dañino.

Me cruzo con ese hombre que una vez fue poderoso casi todos los días. A menudo nos sostenemos por un instante la mirada, pero nunca nos saludamos. No me reconoce, es imposible, pero tengo la sensación de que si hubiera compartido algunos ratos a solas con él tampoco me reconocería. La mirada, esa que en otro tiempo me pareció robusta, como de acero, ahora resulta vacía, esquilmada, como una tienda en liquidación, como un edificio descuartizado por una bomba. Se está muriendo, pienso, ese hombre todavía vive pero desde que abandonó el poder se muere un poco cada día, lenta, gris, dolorosamente. Debe resignarse: no existe tratamiento para ese cáncer, es tan viejo como el mundo desde que lo habitan los hombres.


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