Revista Opinión

Premios

Publicado el 24 noviembre 2014 por Jcromero

En todo premio, desechando aquellos que obedecen a estrategias comerciales, el reconocimiento camina acompañado de fetichismo, justicia y componenda. Deberíamos estar acostumbrados y no escandalizarnos, con las controversias que hacen soltar por el tubo de escape del desahogo los aplausos más sonoros o la indignación más aparatosa, cada vez que algún galardonado acepta el premio, lo rechaza o aprovecha el trance para la reivindicación. 

¿Hay premios independientes? ¿Se premia siempre a los mejores? ¿El premiado es quien lo da o quien lo recibe? ¿Aceptar un premio institucional significa estar de acuerdo con la política de la institución? ¿Por qué las renuncias tienen más eco que las aceptaciones? Muchas preguntas buscando respuestas. En realidad, más que los premios, me interesa la actitud de los premiados. Los desplantes que ahora son noticias no suponen una novedad. Conocidos son los casos de Jean Paul Sartre o George Bernard Shaw; el primero por rechazar el Premio Nobel de Literatura, el segundo por aceptarlo pero renunciando al dinero con el que está dotado el premio. Emil Cioran, en situación de extrema necesidad, rechazaba los premios que le ofrecían: «No acepto dinero en público», sentenciaba, acaso provocaba.

Aceptar un premio es tan respetable como rechazarlo. Hay gestos que engrandecen a los premiados y discursos que son un premio compartido con todos. Los estudiantes que negaron el saludo al ministro Wert, entraron a recoger el premio como los universitarios con mejores expedientes y salieron como universitarios brillantes y ciudadanos comprometidos con la educación pública. Javier Marías rechazó el Premio Nacional de Literatura para no ser etiquetado como favorecido por este o aquel Gobierno. Antonio Muñoz Molina, en la ceremonia de entrega de los Premios Píncipe de Asturias, leyó un impecable discurso sobre el oficio de escribir y de vivir la realidad de un país envuelto en la crisis. Aunque formamos parte de una sociedad educada en la cultura del premio y castigo, del cielo o el infierno, en la aceptación de un galardón puede haber la misma grandeza que en el rechazo o desprecio del mismo.

Jordi Savall renuncia al Premio Nacional de Música por venir «de la mano de la principal institución del estado español responsable del dramático desinterés y de la grave incompetencia en la defensa y promoción del arte y de sus creadores». En la misiva dirigida al ministro Wert, hace una reivindicación del valor de la cultura y su papel en la educación de los ciudadanos: «La ignorancia y la amnesia son el fin de toda civilización, ya que sin educación no hay arte y sin memoria no hay justicia». Estas palabras lejos de ser la exigencia corporativista de un músico, constituyen una declaración política de un intelectual. En la entrega del Premio Velázquez de Artes Plásticas, hay quien escribe sobre el vestido de la reina y quien destaca las palabras del galardonado Jaume Plensa: «Es un momento de tanta rigidez en la política, de tanta superficialidad en la cultura y de tanta codicia en la economía, que el arte y la poesía son más necesarias que nunca para ayudar a la sociedad a crear modelos éticos de comportamiento».

Cuando formamos parte de una sociedad maltratada por los poderosos y atizada por un sistema arrogante e injusto, gestos como el de los universitarios, palabras como las de Savall, Muñoz Molina o Plensa, alientan algo de esperanza y nos colocan frente al espejo de nuestra inacción como ciudadanos. No obstante, siempre hay quien recrimina que la política afecta demasiado al mundo de la cultura; es lo que tiene crear conciencia, fomentar el espíritu crítico.

Es lunes, escucho a Benny Bailey:

Emilio Lledó, lecciones de vida, Jordi Savall renuncia al Premio Nacional de Música, ¿Sistemas educativos eficaces?, Literatura y puertas giratorias, Contra la salvación, Cuando quiso recordar, Nanoeducación, Vergüenza, Casi lo habéis conseguido, ¿Ciudadanía universal?.

http://wp.me/p38xYa-WY

 


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