Revista Opinión

Profecía, profeta y profetisa

Por Beatriz
Profecía, profeta y profetisa
Tomado de: Enciclopedia Católica
I. En el Antiguo Testamento
Idea general y los nombres hebreos
El profeta hebreo no era meramente, como la palabra comúnmente implica, un hombre iluminado por Dios para predecir eventos; él era el intérprete y heraldo sobrenaturalmente iluminado enviado por Yahveh para comunicar su voluntad y designios a Israel. Su misión consistía en predicar así como en predecir. Él tenía que mantener y desarrollar el conocimiento de la Antigua Ley entre el Pueblo Escogido, guiarlos cuando se desviaban, y gradualmente preparar el camino para el nuevo Reino de Dios, que el Mesías establecería en la tierra.
El hebreo ordinario para profeta es nabî', cuya etimología es incierta. Según muchos críticos, la raíz nabî, no empleada en hebreo, significaba hablar con entusiasmo, “emitir gritos, y hacer gestos más o menos salvajes”, como los adivinos paganos. A juzgar por un examen comparativo de las palabras afines en hebreo y las otras lenguas semitas, es por lo menos igualmente probable que el significado original era meramente: hablar, emitir palabras (cf. Laur, “Die Prophetennamen des A.T.”, Friburgo, 1903, 14-38). El significado histórico de nabî' establecido por el uso bíblico es “intérprete y portavoz de Dios”. Esto es fuertemente ilustrado en el pasaje donde Moisés, excusándose a sí mismo para no hablar a Faraón debido a su dificultad del habla, Yahveh le contestó: “Mira que te he constituido como dios para Faraón y Aarón, tu hermano, será tu profeta; tú le dirás cuanto yo te mande; y Aarón, tu hermano, se lo dirá a Faraón, para que deje salir de su país a los israelitas.” (Ex. 7,1-2). Moisés desempeña ante el rey de Egipto el rol de Dios, inspirando lo que se va a decir, y Aarón es el profeta, su portavoz, que transmite el mensaje inspirado que recibirá. El “prophetes” griego (de pro-phanai, hablar por o en el nombre de alguien) traducen el hebreo correctamente. El profeta griego era el revelador del futuro, y el intérprete de cosas divinas, especialmente de los obscuros oráculos de las pitonisas. Los poetas eran los profetas de las musas: “Inspírame, musa, seré tu profeta” (Píndaro, Bergk, Fragm. 127).
La palabra nabî' expresa más especialmente una función. Los dos sinónimos más comunes ro'éeh y hozéh enfatizan más claramente la fuente especial del conocimiento profético, la visión, es decir, la revelación divina o inspiración. Ambos tienen casi el mismo significado, hozéh se emplea, sin embargo, mucho más frecuentemente en lenguaje poético y casi siempre en conexión con una visión sobrenatural, mientras que râ'ah, cuyo participio es ro'éh, es la palabra usual para ver de cualquier manera. El compilador del Primer Libro de los Reyes (9,9) nos informa que antes de su tiempo se usaba ro'éh mientras que en su tiempo se usaba nabî'. Hozéh se encuentra más frecuentemente desde los días de Amós. Se usaban otros términos menos específicos o más raros, cuyo significado es claro, tal como, mensajero de Dios, hombre de Dios, siervo de Dios, hombre del espíritu u hombre inspirado, etc. Fue sólo raramente y en un período posterior que la profecía se llamó nebû'ah, una palabra afín de nabî'; más ordinariamente hallamos hazôn, visión o palabra de Dios, oráculo (ne um) de Yahveh, etc.
Breve bosquejo de la historia de la profecía
La primera persona llamada nabî' en el Antiguo Testamento es Abraham, padre de los elegidos, el amigo de Dios, favorecido con sus comunicaciones personales (Gén. 20,7). El próximo es Moisés, el fundador y legislador de la nación teocrática, el mediador de la Antigua Alianza que tenía un grado de autoridad inigualada hasta la venida de Jesucristo. “No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahveh trataba cara a cara, nadie como él en todas las señales y prodigios que Yahveh le envió a realizar en el país de Egipto, contra Faraón, a todos sus siervos y todo su país, y en la mano tan fuerte y los grandes milagros que Moisés puso por obra a los ojos de todo Israel.” (Deut. 34,10). Había otros profetas con él, pero sólo de segunda categoría, tales como Aarón y María, Eldad y Medad, a quienes Yahveh se manifestaba en sueños y visiones, pero no en la voz audible con la que favorecía a Moisés, quien era el más fiel en toda su casa (Núm. 12,7).
De las cuatro instituciones respecto a las cuales Moisés aprobó leyes según el Deuteronomio (caps. 14,18 a 18), una fue la profecía (18,9-22; cf. 13,1-5, y Éxodo 4,1ss.). Israel debía escuchar a los verdaderos profetas y no prestarles atención a los falsos sino más bien extirparlos, incluso si tuviesen la apariencia de hacedores de milagros. Los primeros hablarán en el nombre de Yahveh, el único Dios; y predecirán cosas que serán realizadas o confirmadas por milagros. Los últimos vendrán en nombre de falsos dioses, o enseñarán una doctrina evidentemente errónea, o en vano tratarán de predecir eventos. Los escritores proféticos posteriores añadieron otros signos de los falsos profetas, tales como la avaricia, adulación a la gente o a los nobles, o la promesa de favor divino para la nación hundida en el crimen. Balaam es tanto un profeta como un adivino, parecería un adivino profesional al cual usa Yahveh para proclamar incluso en Moab el glorioso destino del Pueblo Escogido, cuando estaba a punto de guiarlos hasta la Tierra Prometida (Núm. 22-24).
En el tiempo de los Jueces, en adición a un profeta sin nombre (Jc. 6,8-10), nos encontramos con Débora (Jc. 4-5), “una madre en Israel”, juzgando al pueblo, y comunicando las órdenes divinas respecto a la guerra de independencia a Baraq y a las tribus. La palabra de Dios era rara en esos días de anarquía y semi-apostasía, cuando Yahveh abandonó parcialmente a Israel para hacerlo consciente de su flojedad y sus pecados. En los días de Samuel, por el contrario, la profecía se convirtió en una institución permanente. Samuel era un nuevo pero más pequeño Moisés, cuya misión divina era restaurar el código de los ancianos, y supervisar el comienzo de la monarquía. Bajo su guía, o por lo menos cercanamente unido a él, encontramos por primera vez al nebî'îm (1 Sam. 10,19) agrupados juntos para cantar las alabanzas a Dios con el acompañamiento de instrumentos musicales. No son profetas en el sentido estricto de la palabra, ni son discípulos de los profetas destinados a convertirse en maestros a su vez (las llamadas “escuelas de profetas”). ¿Vagaban ellos diseminando los oráculos de Samuel entre la gente? Posiblemente, de todos modos, para despertar la fe de Israel y aumentar la dignidad del culto divino, parecen haber recibido carismas similares a aquellos concedidos a los primeros cristianos en la era apostólica. Se pueden comparar correctamente con las familias de cantores reunidos alrededor de David, bajo la dirección de sus tres líderes Asaf, Hemán y Yedutún (1 Crón. 25,1-8). Sin duda el benê-nebî'îm de los días de Elías y Eliseo, los “discípulos de los profetas”, o “miembros de las confraternidades de los profetas”, que formaban por lo menos tres comunidades y habitaban respectivamente en Guilgal, Betel y Jericó, deben ser considerados como sus sucesores. San Jerónimo parece haber entendido correctamente su carácter, cuando vio en ellos el germen de la vida monástica (P.L., XXII, 583, 1076).
Después de Samuel los primeros profetas propiamente dichos que se mencionan explícitamente son Natán y Gad. Ellos ayudan a David con sus consejos y, cuando es necesario, lo confrontan con enérgicas protestas. La parábola de Natán sobre la pequeña oveja del hombre pobre es uno de los pasajes más bellos en la historia profética (2 Sam. 12,1ss.). Los Libros de los Reyes y Paralipómenos (Crónicas) mencionan cierto número de otros “hombres del espíritu” que ejercían su ministerio en Israel o en Judá. Podemos mencionar a Ajías de Silo, quien le anunció a Jeroboan su elevación al trono de las Diez Tribus, y el carácter efímero de su dinastía, y a Miqueas, el hijo de Yimlá, quien le predijo a Ajab, en presencia de los cuatrocientos aduladores profetas de la corte, que sería derrotado y asesinado en su guerra contra los sirios (1 Rey. 22).
Pero las dos figuras más grandes de la profecía entre Samuel e Isaías son Elías y Eliseo. El yahvismo estaba de nuevo en peligro, especialmente por la tiria Jezabel, esposa de Ajab, quien había introducido en Samaria el culto a sus dioses fenicios, y la fe de Israel estaba vacilante, puesto que dividía su culto entre Baal y Yahveh. En Judá el peligro no era menos amenazante, pues el rey Joram se había casado con Atalía, una digna hija de Jezabel. En ese momento Elías apareció como un misterioso gigante, y por su predicación y milagros guió a Israel de nuevo al verdadero Dios y suprimió, o por lo menos moderó, su inclinación hacia los dioses de Canaán. En el Carmelo ganó una magnífica y terrible victoria sobre los profetas de Baal; luego procedió al Horeb a renovar dentro de él el espíritu de la Alianza y para presenciar una maravillosa teofanía; de ahí regresó a Samaria a proclamar a Ajab la voz de la justicia que clamaba venganza por el asesinato de Nabot. Cuando desapareció en la carroza de fuego, le dejó a su discípulo Eliseo, con su manto, una doble porción de su espíritu. Eliseo continuó exitosamente la obra del maestro contra la idolatría cananea, y se convirtió en tal baluarte para el Reino del Norte, que el rey Joás lloró por su muerte y le dio el último adiós con estas palabras: “¡Padre mío, padre mío, carro y caballos de Israel!” (2 Rey. 13,14).
Las profetisas
El Antiguo Testamento da el nombre nebî'ah, a tres mujeres dotadas con el carisma profético: María, la hermana de Moisés, Débora y Juldá, una contemporánea de Jeremías (2 Rey. 22,14); también a la esposa de Isaías denotando la esposa de un nabî'; finalmente a Noadía, una falsa profetisa, si el texto hebreo está correcto, pues la Versión de los Setenta y la Vulgata hablan de un falso profeta. (Neh. 6,14).
Vocación y conocimiento sobrenatural de los profetas
“Porque nunca profecía alguna vino por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios.” (2 Pedro 1,21). Los profetas siempre estuvieron conscientes de su misión divina. “Yo no soy profeta ni hijo de profeta”, prácticamente le dijo Amós a Amasías, quien quería evitar que profetizara en Betel. “Soy vaquero y picador de sicómoros, pero Yahveh me tomó de detrás del rebaño, y Yahveh me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel’” (Amós 7,14ss). Además, “ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Yahveh, ¿quién no profetizará?” (3,8). Isaías vio a Yahveh sentado en un trono de gloria, y cuando un serafín había purificado sus labios oyó el mandato “¡Ve!”, y recibió su misión de predicar al pueblo los terribles juicios de Dios. Dios le hizo saber a Jeremías que lo había consagrado desde el vientre de su madre y le había nombrado profeta de naciones; tocó sus labios para mostrarle que había hecho de ellos su instrumento para proclamar sus juicios justos y misericordiosos (Jer. 1,10), un deber tan doloroso, que el profeta trató de excusarse y esconder los oráculos confiados a él. Imposible, su corazón estaba consumido por una llama que le arrancaba esta conmovedora queja: “Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir, me has agarrado y me has podido” (20,7). Ezequiel ve la gloria de Dios cargada en una carroza de fuego tirada por seres celestiales. Oye una voz que le ordena ir y encontrarse con los hijos de Israel, esa nación rebelde, de cabeza dura y corazón empedernido, y que sin tergiversación les anuncie las advertencias que iba a recibir.
Los demás profetas son silentes sobre el asunto de su vocación; sin duda que también la recibieron tan clara e irresistiblemente. A las prédicas y predicciones de los falsos profetas que declaraban las fantasías de sus corazones y decían “la palabra de Yahveh” cuando Yahveh no les había hablado, oponían sin miedo sus propios oráculos como provenientes del cielo e imperativos bajo pena de rebelión contra Dios. Y la santidad manifiesta de sus vidas, los milagros obrados, y las profecías cumplidas demostraban a sus contemporáneos la verdad de sus pretensiones. Nosotros también, separados de ellos por miles de años, debemos estar convencidos por dos pruebas irrefragables entre otras: el gran fenómeno del mesianismo que culminó en Jesucristo y la Iglesia, y la excelencia de la enseñanza religiosa y moral de los profetas.
Conocimiento Sobrenatural: inspiración y revelación:
El hecho de la revelación: El profeta no recibió meramente una misión general de predicar o predecir en el nombre de Yahveh: cada una de sus palabras es divina, toda su enseñanza viene de arriba, es decir, le llega por revelación, o al menos, por inspiración. Entre las verdades que predica, hay algunas que conoce naturalmente por la luz de la razón o la experiencia. No es necesario para él aprenderlas de Dios, justo como si él hubiese estado completamente ignorante de ellas. Basta que la iluminación divina las coloque bajo una nueva luz, fortalezca su juicio y la preserve de error respecto a estos hechos, y si un impulso sobrenatural determina a su voluntad a hacerlas objeto de su mensaje. Esta inspiración oral de los profetas tiene una analogía con la inspiración de la Biblia, en virtud de la cual los profetas y hagiógrafos compusieron nuestros libros canónicos.
El contenido total del mensaje profético no está, sin embargo, dentro del ámbito de las facultades naturales del mensajero divino. El objeto de todas las estrictamente llamadas predicciones requiere una nueva manifestación e iluminación; sin ayuda el profeta permanecería en más o menos oscuridad absoluta. Ésta, entonces, es la revelación en el sentido completo del término.
En palabras de San Juan de la Cruz---y los doctores del misticismo tienen un derecho especial a ser oídos sobre este asunto---“Dios multiplica los medios de transmitir estas revelaciones; a veces hace uso de las palabras, otras, de signos, figuras, imágenes, similitudes; y además, de palabras y símbolos juntos” (La Ascensión al Carmelo, II, XXVII). Para captar correctamente el significado de los profetas y juzgar el cumplimiento de sus predicciones, se debe recordar y completar estas palabras: El elemento material percibido en la visión debe tener un significado estrictamente literal y simplemente denotarse a sí mismo. Cuando Miqueas, el hijo de Yimlá, contempló a “todo Israel disperso por los montes como ovejas sin pastor, y oyó a Yahveh decir: No tienen señor; que vuelvan en paz cada cual a su casa.” (1 Rey. 22,17), él vio exactamente lo que sería el resultado de la expedición de Ajab contra los sirios en Ramoth de Galaad. Además, el significado puede ser completamente simbólico. La rama de almendro que vio Jeremías (1,11 ss) no es mostrada por sí misma; está destinada solamente a representar por su nombre “vigilant”, la vigilancia divina, que cuidará de que la Palabra de Dios se realice. Entre estos dos extremos existe una larga serie de posibilidades intermedias, de significados imbuidos con varios grados de realidad o simbolismo. El hijo prometido a David en la profecía de Natán (2 Samuel 7) es a la misma vez Salomón y también el rey Mesías. En el último verso de Ageo Zorobabel se simboliza a sí mismo y también al Mesías.
Ni los profetas ni sus perspicaces y sensibles oyentes fueron nunca engañados. Es injuriar a Isaías el decir que él creía que al final de los tiempos la montaña de Sión sobrepasaría físicamente todas las montañas y colinas de la tierra (2,2). Los ejemplos se pueden multiplicar indefinidamente. Aun así no estamos obligados a creer que los profetas podían siempre distinguir entre el significado literal y el simbólico de sus visiones. Era suficiente para ellos el no dar, y el no poder dar, interpretaciones erróneas en nombre de Dios. Asimismo desde hace tiempo se sabe que la visión muy frecuentemente pasa por alto las distancias de tiempo y lugar, y que el Mesías o la era mesiánica casi siempre aparecen en el horizonte inmediato de la historia contemporánea. Si a esto añadimos el carácter frecuentemente condicional de los oráculos (cf. Jer. 18; 24,17 ss. etc.), y recordamos además que los profetas comunican su mensaje en palabras de elocuencia, expresadas en poesía oriental, tan ricas en impactantes colores y figuras destacadas, desaparecería la pretendida distinción entre las profecías realizadas y no realizadas, y predicciones substancialmente exactas pero erróneas en detalle.
La enseñanza de los profetas
Samuel y Elías delinean el programa de la predicación religiosa y moral de los profetas posteriores. Samuel enseña que los ídolos son vanidad e insignificancia (1 Sam. 12,21); que sólo Yahveh es esencialmente verdadero e inmutable (15,29); que Él prefiere la obediencia al sacrificio (15,22). También para Elías Yahveh sólo es Dios; Baal no es nada. Yahveh castiga toda iniquidad e injusticias de los poderosos a los pobres. Estos son los principales puntos enfatizados cada vez más por los escritores proféticos. Su doctrina se basa en la existencia de un solo Dios, que posee todos los atributos de la verdadera Divinidad---santidad y justicia, misericordia y fidelidad, supremo dominio sobre el mundo material y moral, el control de los fenómenos cósmicos y del curso de la historia. El culto que Dios desea no consiste en la profusión de sacrificios y ofrendas, los cuales son nauseabundos para Yahveh a menos que vayan acompañados de adoración en espíritu y en verdad. Con cuan mayor indignación y disgusto se alejará de la cruel e impura práctica de sacrificio humano y la prostitución de cosas sagradas tan comunes entre las naciones vecinas. Al preguntársele cómo uno se debe acercar y arrodillarse ante el Dios Altísimo, Él contestó por boca de Miqueas: “Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios” (Miq. 6,8). Así la religión se une a la moralidad, y formula e impone sus dictados. Yahveh llamará a las naciones a dar cuenta de su violación a la ley natural, e Israel, en adición, por no observar la legislación de Moisés (cf. Amós 1 a 2, etc.). Y Él hará esto, para reconciliar de manera divina los derechos de justicia con la realización de las promesas hechas a Israel y la humanidad.
Directa o indirectamente todas las profecías se ocupan de los obstáculos a removerse antes de la venida del nuevo Reino o con la preparación de la alianza nueva y final. Desde los días de Amós, y claramente no era entonces una esperanza nueva, Israel esperaba el gran día de Yahveh, un día que consideraba uno de triunfo extraordinario para él y su Dios. Los profetas no niegan, sino que más bien declaran con certeza absoluta que ese día ha de llegar, y disipan las ilusiones respecto a su naturaleza. Para Israel, sin fe y cargado de crímenes, el día de Yahveh será “obscuridad y no luz” (Amós 5,18 ss). El tiempo vendrá cuando la casa de Jacob será tamizada entre las naciones como se zarandea el trigo en la criba sin que un grano caiga en tierra (9,9), ¡Alas!, la buena semilla es rara aquí, la mayor parte perecerá. Sólo un resto se salvará, un germen sagrado del cual surgirá el Reino Mesiánico. Las naciones paganas servirán como cernidores para Israel. Pero como Israel se extravió aún más lejos del camino recto, el día de Yahveh vendrá para ellos a su vez; finalmente el resto de Israel y los conversos de las naciones se unirán para formar un solo pueblo bajo el gran rey, el Hijo de David. El resto de Efraín o de Judá que queden en Palestina en el tiempo del Exilio, el resto que regrese del Cautiverio para formar una comunidad post-exílica, el reino Mesiánico en su estado militante y su consumación final---todas estas etapas de la historia de la salvación se mezclan aquí y allá en una visión profética. La vida futura se vislumbra pero poco, los oráculos eran dirigidos principalmente al cuerpo de la nación, para el cual no hay vida futura. Sin embargo, Ezequiel (cap. 37) alude a la resurrección de los muertos; el apocalipsis de Isaías (26,19 ss) lo menciona explícitamente; Daniel habla de una resurrección a la vida eterna y una resurrección a la eterna condenación (12,2 ss). La amplia luz del día de la revelación cristiana está por venir.
II. En el Nuevo Testamento
Cuando este amanecer está a punto de irrumpir, la profecía por tanto tiempo silenciosa levanta de nuevo su voz para traer las buenas nuevas. Zacarías e Isabel, la Virgen María, el anciano Simeón y la profetisa Ana son iluminados por el Espíritu Santo y desdoblan el futuro. Pronto aparece el Precursor, lleno del espíritu y poder de Elías. Él halla nuevos los acentos de la vieja profecía para predicar la penitencia y anunciar la venida del Reino. Entonces es el Mesías en persona quien, por tanto tiempo predicho y esperado como profeta (Deut. 18,15.18; Isaías 49; etc.), no menosprecia aceptar este título y cumplir su significado. Su predicación y sus predicciones están mucho más cerca de los modelos proféticos que lo que están las enseñanzas de los rabinos. Sus grandes predecesores están tan por debajo de Él como los siervos están debajo del Hijo Único. A diferencia de ellos, Él no recibe desde afuera la verdad que predica, sino que la fuente está dentro de sí mismo. La promulga con una autoridad desconocida hasta entonces. Su revelación es el mensaje definido del Padre. Para entender más y más claramente su significado, la Iglesia que Él establecerá tendrá a través de todas las edades la asistencia infalible del Espíritu Santo.
Sin embargo, durante los tiempos apostólicos, Dios continúa seleccionando ciertos instrumentos, como los profetas de la Antigua Ley, para dar a conocer su voluntad de manera extraordinaria y para predecir eventos futuros; tales, por ejemplo, son los profetas de Antioquía (Hch. 13,1.8), Ágabo, las hijas del evangelista Felipe, etc. Y entre los carismas (cf. Prat, “La teología de San Pablo”, 1 pt., nota H, p. 180-4) conferidos tan abundantemente para apresurar y fortalecer el progreso incipiente de la fe, uno de los principales, luego del apostólico, es el don de profecía, el cual se concede “para edificación, exhortación y consolación” (1 Cor. 14,3). El escritor del “Didajé” nos informa que en su día era bastante frecuente y disperso, e indica los signos por el cual puede ser reconocido (XI, 7-12). Finalmente, el Canon del Nuevo Testamento cierra con un libro profético, el Apocalipsis de San Juan, que describe las luchas y las victorias del nuevo reino mientras espera el regreso de su Jefe en la consumación de todas las cosas.
Bibliografía: CORNELY, Historica et crit. introd. in N.T. libros sacros, II, 2 (París, 1897), diss. III, I, 267-305; GIGOT, Introducción Especial al Estudio del Antiguo Testamento, II (Nueva York, 1906) 189-202.
Fuente: Calès, Jean Marie. "Prophecy, Prophet, and Prophetess." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911.
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Traducido por Luz María Hernández Medina

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