Revista Filosofía

Psicosociología del indignado fetén

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Cuando caímos en este mundo, todos traíamos con nosotros, en su forma incipiente, la sensación de que hubiéramos merecido algo mejor. O dicho en negativo: sentimos que algún pecado debimos cometer antes para acabar cayendo aquí, en este lacrimoso valle. Desde entonces (desde siempre) nuestra relación con el mundo, con la realidad, ha sido dificultosa. La civilización ha sido el instrumento a través del cual hemos ido atemperando nuestros conflictos con ella; a esto es a lo que Freud llamaba, precisamente, “principio de realidad”, que cuando nuestra inadaptabilidad se sesga hacia el delirio persecutorio (en vez de hacia el delirio de culpabilidad, conceptos de los que hablamos hace un par de artículos), nos exige añadir a las capas profundas (infantiles) de nuestra personalidad otra más, que en su fase menos elaborada es simple tolerancia a la frustración, y en las más elaboradas, hace que se vayan rellenando los espacios entre el deseo y la satisfacción con todos esos productos que denominamos “cultura”, de una forma semejante a como un árbol rellena el camino hacia su objetivo, el fruto, con toda la frondosidad de que, dilatado en el tiempo, le hace capaz su impulso hacia él.
PSICOSOCIOLOGÍA DEL INDIGNADO FETÉN
Dejaremos a un lado la línea evolutiva que nace en el delirio de culpabilidad. Dentro del proceso que nace en el delirio persecutorio, la personalidad infantil se caracteriza por la impulsividad, la excitabilidad, la versatilidad, la irresponsabilidad… Si tratamos de unificar todos esos caracteres, valdría decir que el niño es incapaz de aceptar el aplazamiento, la distancia que la realidad impone entre el deseo y la satisfacción; considera algo así como una “injusticia” que el mundo no se comporte de acuerdo con sus deseos, y, en términos politicoides, podríamos decir que él, por su parte, se conduce como si la utopía fuese posible ya mismo. Al proceso adaptativo que lleva a aceptar que entre el deseo y su satisfacción medie la acción dilatoria que ejerce realidad, Carl Gustav Jung lo llama “proceso de individuación”. Gustav le Bon y Sigmund Freud, titulan de la misma forma, “Psicología de las masas”, los respectivos textos en los que estudian el modo en que la personalidad infantil se refugia y vuelve a asomar en el comportamiento propio de las multitudes (si no los que más, estos dos libros están entre los que más notoriedad han adquirido de todos los que han tratado temas de psicología social).
Una multitud, es un organismo viviente dotado de un alma común a todos los individuos que la componen, que –dice Le Bon– les hace a éstos “sentir, pensar y obrar de una manera por completo distinta a como sentiría, pensaría y obraría cada uno de ellos aisladamente”. En la multitud, por tanto, se tienden a borrar las adquisiciones individuales (las que se deducen del “proceso de individuación”), despareciendo así la personalidad de cada uno de los que la integran, e irrumpiendo alternativamente la uniforme base inconsciente (infantil) común a todos. Continúa Le Bon: “La desaparición de la personalidad consciente, el predominio de la personalidad inconsciente, la orientación de los sentimientos y de las ideas en igual sentido, por sugestión y contagio, y la tendencia a transformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas, son los principales caracteres del individuo integrado en una multitud. Perdidos todos sus rasgos personales, pasa a convertirse en un autómata sin voluntad”. Y viene a concluir: “Por el solo hecho de formar parte de una multitud desciende, pues, el hombre varios escalones en la escala de la civilización. Aislado, era quizá un individuo culto; en multitud, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos”.
“La multitud es impulsiva, versátil e irritable –dice Freud por su parte, glosando las ideas de Le Bon– y se deja guiar casi exclusivamente por lo inconsciente”, es decir, por aquellos impulsos infantiles que arriba veíamos que se originan en el delirio persecutorio y que empujan hacia la imposible realización inmediata del deseo. “Abriga un sentimiento de omnipotencia –prosigue Freud–. La noción de lo imposible no existe para el individuo que forma parte de una multitud”. Ésta, por tanto, carece del sentido crítico necesario para diferenciar entre lo deseable y lo posible, se comporta como un niño malcriado que no tolera que le contradigan. No admite matizaciones y tiende a la exaltación y a la crispación cuando frente a ella se interpone algún obstáculo. “Las multitudes no han conocido jamás la sed de la verdad. Piden ilusiones a las cuales no pueden renunciar (…) Tienen una visible tendencia a no hacer distinción entre (lo real y lo irreal) (…) como sucede en el sueño y en la hipnosis, la prueba por la realidad sucumbe, en la actividad anímica de la masa, a la energía de los deseos cargados de afectividad”.
PSICOSOCIOLOGÍA DEL INDIGNADO FETÉN
“Las multitudes llegan rápidamente a lo extremo –seguimos con Freud–. La sospecha enunciada se transforma ipso facto en indiscutible evidencia. Un principio de antipatía pasa a constituir en segundos un odio feroz”. Puesto que, como en los niños, las emociones se superponen al raciocinio, es inútil, frente a ellas, argumentar lógicamente. Por el contrario, tienden a traducir esas emociones en consignas simples y repetitivas, sustentadas en una mínima (y a menudo contradictoria) dosis de argumentos racionales.
Una adquisición fundamental del proceso de individuación son los frenos al impulso que impone la moralidad; algo que tiende a desaparecer en el infantilizado comportamiento de las multitudes. Así lo entiende Freud: “(…) (Respecto de la moralidad de las multitudes) en la reunión de los individuos integrados en una masa desaparecen todas las inhibiciones individuales, mientras que todos los instintos crueles, brutales y destructores, residuos de épocas primitivas, latentes en el individuo, despiertan y buscan su libre satisfacción”.
Los dos principios dinámicos en los que se fundamentaría la psicología de las multitudes serían la inhibición de la función intelectual y la intensificación de la afectividad. Cuanto más groseras y elementales sean las emociones, más probabilidades presentan de propagarse por contagio entre la masa, cuyo número da al individuo la impresión de un poder ilimitado. Por ello, resulta peligroso ser, frente a ella, individuo aislado que, si se rinde a su influencia, se comportará, dice Freud, de esta manera: “para garantizar la propia seguridad deberá cada uno seguir el ejemplo que observa en derredor suyo, e incluso, si es preciso, llegar a ‘aullar con los lobos’ ”. Así quedaría explicada, en buena medida, la característica sugestibilidad o capacidad de contagio propia de la masa. Ésta “se comporta, pues, como un niño mal educado o como un salvaje apasionado y no vigilado en una situación que no le es familiar. En los casos más graves se conduce más bien como un rebaño de animales salvajes que como una reunión de seres humanos”.
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Bien, pues partiendo de todos estos presupuestos teóricos, no creo que nos resulte muy difícil encontrar la vía por la que podamos llegar a vincularlos al análisis de nuestra inquietante actualidad. Éste sería un posible argumento mediador: a partir de algún momento, la constitución de grupos de personas en las que eventualmente predomina la sensatez, la reflexión y la contención, puede llegar a derivar en la formación de una masa humana con las peculiaridades en su comportamiento propias de ese organismo colectivo al que Le Bon y Freud aplican toda su sabiduría psicológica. ¿Cuál podríamos escoger como momento en el que la sensatez transita hacia el infantilismo? Pues aquel en el que las demandas de la multitud se impregnan de utopismo, en desprecio del principio de realidad, que, en una sociedad democrática, podríamos hacer equivalente al principio de legalidad.
Desde hace tiempo tenemos en España un ejemplo muy destacado de comportamiento multitudinario infantil: el de los bagaudas batasunos, entre los cuales lo emocional ha desplazado a lo racional, no admiten un no a sus exigencias, la individualidad ha quedado desplazada por la sensación de pertenencia al cuerpo místico, tienen localizado al enemigo que les impide el acceso a su paraíso utópico y dirigen contra él toda la violencia de que les hace capaces su (infantil) frustración, no hay freno moral que se contraponga a sus pretensiones, dividen al mundo en dos bandos perfectamente definidos: amigos y enemigos, y desprecian totalmente el principio de realidad (legalidad).
¿Hay más ejemplos en la España actual de este tipo de comportamiento multitudinario?
Mañana, 19 de junio, se va a llevar a cabo en Madrid una manifestación convocada por el movimiento 15-M, algunos de cuyos miembros todavía piensan que es un movimiento intrínsecamente pacifista. Uno de los seis convocantes de la manifestación es Ángeles Maestro, que en 2005 concurrió en las elecciones europeas como número 5 de Iniciativa Internacionalista-La Solidaridad entre los Pueblos, marca que fue avalada por Batasuna-ETA. Maestro siempre ha destacado por su cercanía y simpatía con el entorno proetarra, ya fuera pidiendo el voto para el Partido Comunista de las Tierras Vascas o participando en actos batasunos. Otro de los convocantes es Aitor Otaduy, también cercano al ambiente proetarra, miembro del partido Izquierda Castellana y de la Coordinadora Antifascista, formada por distintos grupos de extrema izquierda y que, como los castellanos sabemos, ha destacado por los altercados que ha protagonizado. También fue en las listas para las elecciones europeas, al igual que Maestro.
Me ha vuelto a pasar otra vez: ya no me queda espacio para vincular las premisas de este silogismo y extraer las conclusiones. Así que las dejo al buen criterio de quien haya tenido la paciencia de leerme.

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