Revista Cine

Puro teatro… y algo más: Looking for Richard (Al Pacino, 1996)

Publicado el 09 septiembre 2013 por 39escalones

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Retomamos el título de un libro de otro hombre de teatro, Fernando Fernán Gómez, para referirnos a esta inclasificable (para bien) y excelente película dirigida por Al Pacino, Looking for Richard, excepcional mixtura entre cine vanguardista y experimental, falso documental y adaptación teatral que, partiendo del proceso de creación de un montaje cuasi-privado de la obra Ricardo III de William Shakespeare, nos ofrece una visión global del proceso creativo de puesta en marcha de una obra, desde el estudio del texto original, su análisis, su contextualización histórica y el acercamiento a la figura de su autor, hasta la selección del reparto, el debate en el seno de la compañía en cuanto a los distintos puntos de vista sobre las escenas más relevantes y su tratamiento y, por último, de la percepción por parte del público tanto de la obra como del autor, del teatro en general y del shakespeariano en particular. Todo ello, no con vistas a la representación de la obra en un marco teatral -o, mejor dicho, no sólo- sino, y ahí radica buena parte del mérito innovador del filme, para la puesta en imágenes cinematográficas de una forma de expresión artística puramente teatral traducida al lenguaje de la cámara sin olvidar la naturaleza última de su raíz, la esencia íntima del teatro. La gran virtud de la cinta reside en que, construyéndose en un formato documental mediante el que Pacino pretende acercarse -y acercar al público- a una de las obras más complejas y difíciles de representar del inmortal dramaturgo inglés, la película termina conteniendo en su metraje final, 107 minutos, la práctica totalidad de la obra, o al menos sus fragmentos más importantes y reconocibles, una nueva forma, más dinámica, didáctica, amena y apasionante de brindar al público generalista la oportunidad de zambullirse en el universo de conspiraciones, crímenes, envidias, celos, asesinatos, ambiciones, traiciones y venganzas que comprende el inagotable caudal de las tragedias shakespearianas. De tal manera que el espectador, que al principio asiste al proceso de construcción, o más bien de deconstrucción, de un denso drama de complot, ascenso y caída con mucha sangre vertida, obtiene finalmente la recompensa de una representación superlativa de un clásico imperecedero, y a día de hoy no superado, sobre la naturaleza del poder y de la corrupción de su ejercicio, en un destilado lenguaje, además, que ofrece lo mejor del teatro con una exposición cinematográfica ejemplar, que roza el virtuosismo en la dirección y en el montaje. Este aspecto de mezcla de lenguajes queda simbolizado ya en los créditos iniciales: en primera instancia, las palabras “king richard” aparecen sobreimpresionadas en la pantalla; después, son “look” y “for” las que ocupan su orden para componer el título del filme.

Pacino nos lleva de la mano, en un tono ligero, atractivo, moderno y extraordinariamente dinámico, de lo general a lo particular, de los fríos datos o incluso de las académicas explicaciones de los eruditos (momento en el que Pacino se recrea con no poco sentido del humor) a la más pura expresión de sensibilidad artística, a la emoción estrictamente teatral, y lo consigue con un sabio manejo de localizaciones, tonos, intereses y ritmos diferentes. Lo mismo recorre las calles de Nueva York, entre toma y toma de un rodaje, o buscando localizaciones para la representación (en imágenes fílmicas) de la obra, deteniéndose a preguntar a los transeúntes por Shakespeare, por sus conocimientos sobre él, por su opinión sobre su legado (calificado invariablemente, con alguna excepción fenomenalmente lúcida, de inaccesible, anticuado, denso o incluso aburrido, una encuesta presidida casi uniformemente por un gran desconocimiento y una no menor pereza a la hora de esforzarse en paliar esa carencia), que nos permite asistir a las charlas internas entre dirección y reparto sobre las claves del texto y sus puntos fuertes, la forma de encarar el proceso de adaptación y de entrar dentro de los personajes por parte de los actores. Igualmente, son muchos los pasajes que, en localizaciones seleccionadas de la propia ciudad de Nueva York (un museo de ambientación medieval, por ejemplo, o el campo de batalla final), durante cenas, fiestas o paradas para tomar algo, en una escenografía propiamente teatral, en lecturas colectivas del texto, en monólogos improvisados en el asiento del copiloto de un coche, o, simplemente, en ropa de calle, en tal o cual esquina o en la habitación de un hotel, exponen directamente el contenido de la obra al público (a veces con un realismo, digamos excesivo: en determinados momentos, la cámara capta clarísimamente los salivazos de un inspirado Pacino, cual aspersor, entregado a su personaje), de modo que, uniendo los distintos fragmentos, sus diversas formas y tonos, al final el espectador comprueba que ha asistido a una representación integral de la obra original.

Por otro lado, son en ocasiones los mismos expertos en Shakespeare, desde profesores universitarios hasta grandes intérpretes y directores que han dedicado años de su vida a trabajar en montajes y adaptaciones suyas (Kenneth Branagh, John Gielgud, Vanessa Redgrave, entre muchos otros), los que ofrecen al público sus impresiones, tanto sobre la importancia del autor como del poder catártico de su obra, así como de su propio prisma a la hora de efectuar su acercamiento a ambos. Este aspecto se combina en el reparto propiamente dicho de la película. Actores como Aidan Quinn, Alec Baldwin, Kevin Spacey, Winona Ryder, Estele Parsons o Kevin Conway, y, por supuesto, el mismo Pacino, a la par que analizan, desmenuzan y paladean el meollo de los textos, proporcionan un adecuado y valiosísimo testimonio sobre el oficio del actor, la mecánica de su trabajo, de la ardua tarea de meterse en la piel de otro con precisión, realismo y una más que complicada mezcla de psicologías. El esfuerzo didáctico de Pacino comprende asimismo la contextualización de la obra en el tiempo histórico en el que transcurre, es decir, que se remonta al tiempo del rey Ricardo III para ofrecer al público las claves históricas y políticas en las que Shakespeare situó su obra.  De este modo, la película incluye una introducción sobre la llamada Guerra de las Dos Rosas (1455-1485), larguísimo conflicto que enfrentó a las casas de Lancaster y de York por el trono inglés, y que toma su denominación de los emblemas de ambas familias (una rosa roja y una blanca, respectivamente). Sin embargo, esta aproximación histórica carece de un detalle fundamental, esto es, la forma en que Shakespeare utilizaba el pasado para aleccionar e influir a su público en busca de determinado resultado en su momento presente, es decir, la utilización de tramas ambientadas en periodos históricos anteriores para ofrecer lecturas y presionar políticamente entre sus espectadores en relación a los sucesos que acontecían en el periodo isabelino, entre los siglos XVI y XVII.

Esa omisión, sin embargo, no resta un ápice de interés a una película cuya forma está a la altura del contenido. No sólo Pacino consigue construir su relato con un ritmo fluido que no decae ni por un instante en fuerza, vigor ni atracción, sino que además cuenta con un importante apoyo de ambientación y de vestuario cuando las circunstancias, o las necesidades de su mezcla de estilos, lo requieren, así como de la estupenda partitura de Howard Shore, cuya modernidad, unida a ciertos toques medievalizantes, encaja a la perfección con los distintos pasajes de la película. Su enorme poder reside, no obstante, en su capacidad para acercar el teatro al cine, y con él, al espectador actual, en las dificultades que entraña este proceso, en la búsqueda de vías para hacer más atractivo y accesible el teatro de Shakespeare al público de hoy, apelando a los grandes temas de la vida pública, a los juegos de poder contemporáneos, a las luchas entre los distintos centros de decisión, al mismo tiempo que realiza una reflexión sobre Shakespeare, sobre la vigencia de sus textos, o más bien sobre su carácter perenne, lo que implica indefectiblemente la constatación de la pervivencia de lo más alto y lo más bajo de los seres humanos (sobre todo de lo más bajo) con el paso de los siglos, más allá de la fachada de confort y progreso material con que suele recubrirse cuando habla de evolución.

Un deleite absoluto para los amantes del cine y del teatro. Una película imprescindible que demuestra la posibilidad de aunar aprendizaje, entretenimiento, disfrute y diversión.

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Puro teatro… y algo más: Looking for Richard (Al Pacino, 1996)

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